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Desde que mi nieto Kino entró a la escuela pública en Brooklyn, Nueva York, he añorado que aquí los niños y niñas de su edad reciban algo comparable a su formación antirracista. A principios de septiembre, volví a experimentar esa ilusión, luego de haberles propuesto a él y a sus papás que hiciéramos el recorrido del abolicionismo que Paul Auster describió en Fantasmas, la segunda novela de su Trilogía de Nueva York. Caminando hacia Orange Street, muy cerca del edificio del Ayuntamiento de Brooklyn, encontramos una placa en honor a la periodista Ida B. Wells (1862-1931). Kino interrumpió mi lectura sobre la vida de esa heroína para explicarme que ella se había anticipado a Rosa Parks por más de 70 años al reclamar el derecho de viajar donde quisiera, de modo que se rehusó a abandonar su sitio en un vagón de tren reservado para blancos. No muy lejos nos hallamos ante la estatua del reverendo Henry Ward Beecher de quien —según Auster— eran admiradores Henry David Thoreau(1817-1862) y Walt Whittman (1819 -1862) por su apoyo a los guías o “conductores” de aquella red de cómplices de la huida de gente esclavizada que se conoció como el “tren subterráneo”. También por los sermones que ofrecía en la iglesia de Plymouth.
Y allá llegamos para encontrar un templo circular a cuya entrada dos rabinos nos dieron la bienvenida, explicando que hoy en día también alberga a la comunidad judía circundante para las ceremonias del Sabbath.
Uno de ellos nos orientó hacia el reclinatorio que usaba Abraham Lincoln. Leíamos la placa recordatoria, cuando Kino volvió a intervenir: “Liberaba a los esclavos para mandarlos a la guerra”. Por esa visión disidente entendí mejor porqué las secretarías de educación de varios estados del sur se proponen eliminar del pensum escolar cualquier rastro de teoría crítica de la raza, objeto de fabulaciones tan absurdas como las que nuestra derecha inventó para demonizar la pedagogía acerca de la perspectiva de género.
Ya en la casa, me mostraron el libro infantil Stamped (Troquelado) de Jason Reynolds e Ibrahim X. Kendi. Habla de las tres clases de personas que modelan las relaciones raciales: las segregacionistas, que odian a quienes no son como ellas; las asimilacionistas, que toleran a quienes se vuelven como ellas, y las antirracistas que aman a quienes militan en su propia identidad, opción que requiere mirarse a sí mismo y hallar qué huellas le han dejado a uno las didácticas que han inferiorizado a la gente negra para justificar su esclavización, y de esa manera, contribuir tanto al origen del capitalismo, como a su perpetuación. Sin la autocrítica con respecto a la formación que hemos recibido, seguiremos atrincherados en el asimilacionismo, alegando no ser racistas.
El mito del mestizaje democratizante quizás sea la manifestación más difundida del asimilacionismo. Para la mayoría de colombianos, la mezcolanza redime porque blanquea. Sin embargo, también oculta y ningunea aquella diferencia cultural nacida de las memorias de África central y occidental, a su vez, origen tanto de la legitimación constitucional del derecho a la territorialidad ancestral, como de la Cátedra de estudios afrocolombianos sobre los aportes de los pueblos de ascendencia africana a la formación nacional. Los 30 años que completamos de destierro y confinamiento de gente afro, así como el saboteo de lo que se pensó como remezón pedagógico son muestras de la connivencia entre racismo y mito del mestizaje liberador. Realizar la revolución educativa a la cual aspira esa cátedra, equivaldrá a niños y niñas colombianas con una conciencia racial equivalente a la de Kino y sus condiscípulos.
* Profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia