Al año de la muerte de Alfredo Molano, recojo su lección de escribir para hacerle frente a la desesperanza que padecemos por la indolencia e insensibilidad gubernamentales. El 15 de octubre, El Isleño.com publicó que el juzgado civil municipal de San Andrés había admitido “la tutela interpuesta por la Veeduría Cívica de Providencia en favor de suspender la reapertura del aeropuerto El Embrujo” hasta que no se haya mejorado el servicio del hospital local, incluyendo la instalación de una UCI. Esas medidas cautelares no sólo buscaban salvaguardar la salud, sino las cualidades estéticas, éticas y espirituales de la gente raizal, la cual además es hablante de un idioma criollo que ya debería haber sido reconocido parte del patrimonio inmaterial de la humanidad. En Bogotá poco conocemos cómo en esas islas se desenvuelve la disyuntiva entre economía y salud. Por esa razón invité a la antropóloga Ana Isabel Márquez Pérez a que ofreciera su testimonio. Ella creció en Providencia, habla el creole, es doctora en Ciencias Sociales, y como profesora de la sede Caribe de la Universidad Nacional de Colombia en San Andrés fundamenta su docencia en investigaciones sobre culturas insulares y marítimas. A continuación, sus palabras:
El 30 de octubre, la isla de Providencia amaneció con la noticia de su apertura, tras siete meses de cerramiento por la pandemia, y luego de que se declarara la improcedencia la tutela, y se levantaran las medidas cautelares. Resulta preocupante que, mientras gran parte del mundo vuelve a confinarse por el repunte del COVID-19, Providencia se abra, dado su precario sistema de salud, el cual ni siquiera en el marco de la pandemia se ha intentado mejorar.
Se argumenta la necesidad de abrir la isla para la reactivación económica, por su dependencia del turismo. ¿Es esta una solución efectiva, cuando las proyecciones del turismo mundial no son alentadoras? Mientras tanto, se pone en riesgo a los providencianos, pues la isla no está preparada para una crisis sanitaria.
Consideremos los factores que configuran este escenario. Iniciemos por el hospital, precario, sin especialistas, pocos equipos, sin UCI. Añadamos las dificultades de evacuación en medio del Caribe, donde los enfermos graves deben ser sacados en avión ambulancia. Lo que tiene un costo desmesurado, que podría invertirse en mejorar el servicio local; y depende de la voluntad de las EPS, y de las condiciones climáticas.
A esto agreguemos una comunidad con un alto índice de comorbilidades; y muchos adultos mayores que conviven de manera activa con el resto de la población. Aquí debemos recordar que los habitantes de Providencia son en su mayoría Raizales, con una cultura propia. La posible pérdida de los más ancianos, portadores de la memoria y guardianes de la cultura, sería muy grave.
Además, gran parte de los isleños habitan en terrenos familiares, con patios compartidos, donde conviven familias extensas que realizan un sinnúmero de actividades conjuntas. Lo cual nos lleva a otro factor, relacionado con las dificultades para el aislamiento voluntario, dadas estas dinámicas culturales, que están profundamente arraigadas en las prácticas cotidianas y no desaparecen porque haya orden de aislarse. Más aún, porque muchas de estas prácticas son irresponsablemente simplificadas como “desorden” (del cual también hay algo, para hacerlo más delicado), y en el marco de la pandemia, nunca se las ha abordado desde una perspectiva integral e intercultural.
En Providencia, todas las generaciones conviven en todos los espacios, y no dejarán de hacerlo. ¿Cómo vamos a controlar el virus cuando este llegue? ¿Cómo vamos a minimizar su impacto para que no suponga una amenaza más a la supervivencia cultural del pueblo Raizal?
Además, está San Andrés en crisis sanitaria resultado de su deficiente sistema de salud. Es el hospital colapsado de esta isla, sin capacidad de atender con calidad a sus enfermos, de Covid-19 o de cualquier otra cosa, el que se espera reciba a los enfermos de Providencia.
Este es el panorama que enfrentamos, mientras escribo estas líneas, agravado también por una temporada de lluvias intensa. Cabe preguntarse cómo es posible que, en siete meses de cierre, se haya hecho tan poco para preparar a las islas. No sólo en términos de acondicionamiento del sistema de salud, que debería ser una prioridad; sino respecto a alternativas económicas y estrategias para enfrentar la crisis económica y alimentaria.
Hoy el Gobierno Nacional, con su dudosa política de manejo de la pandemia, nos presiona para que abramos, cuando ha hecho poco para ayudar y preparar a las islas. ¿A quién beneficia realmente la apertura? ¿Quiénes serán los responsables si la llegada del virus supone el escenario que tememos? ¿Por qué tanta urgencia por abrir y ninguna por mejorar los servicios de salud de las islas y garantizar el bienestar de los isleños?
* Profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia
Al año de la muerte de Alfredo Molano, recojo su lección de escribir para hacerle frente a la desesperanza que padecemos por la indolencia e insensibilidad gubernamentales. El 15 de octubre, El Isleño.com publicó que el juzgado civil municipal de San Andrés había admitido “la tutela interpuesta por la Veeduría Cívica de Providencia en favor de suspender la reapertura del aeropuerto El Embrujo” hasta que no se haya mejorado el servicio del hospital local, incluyendo la instalación de una UCI. Esas medidas cautelares no sólo buscaban salvaguardar la salud, sino las cualidades estéticas, éticas y espirituales de la gente raizal, la cual además es hablante de un idioma criollo que ya debería haber sido reconocido parte del patrimonio inmaterial de la humanidad. En Bogotá poco conocemos cómo en esas islas se desenvuelve la disyuntiva entre economía y salud. Por esa razón invité a la antropóloga Ana Isabel Márquez Pérez a que ofreciera su testimonio. Ella creció en Providencia, habla el creole, es doctora en Ciencias Sociales, y como profesora de la sede Caribe de la Universidad Nacional de Colombia en San Andrés fundamenta su docencia en investigaciones sobre culturas insulares y marítimas. A continuación, sus palabras:
El 30 de octubre, la isla de Providencia amaneció con la noticia de su apertura, tras siete meses de cerramiento por la pandemia, y luego de que se declarara la improcedencia la tutela, y se levantaran las medidas cautelares. Resulta preocupante que, mientras gran parte del mundo vuelve a confinarse por el repunte del COVID-19, Providencia se abra, dado su precario sistema de salud, el cual ni siquiera en el marco de la pandemia se ha intentado mejorar.
Se argumenta la necesidad de abrir la isla para la reactivación económica, por su dependencia del turismo. ¿Es esta una solución efectiva, cuando las proyecciones del turismo mundial no son alentadoras? Mientras tanto, se pone en riesgo a los providencianos, pues la isla no está preparada para una crisis sanitaria.
Consideremos los factores que configuran este escenario. Iniciemos por el hospital, precario, sin especialistas, pocos equipos, sin UCI. Añadamos las dificultades de evacuación en medio del Caribe, donde los enfermos graves deben ser sacados en avión ambulancia. Lo que tiene un costo desmesurado, que podría invertirse en mejorar el servicio local; y depende de la voluntad de las EPS, y de las condiciones climáticas.
A esto agreguemos una comunidad con un alto índice de comorbilidades; y muchos adultos mayores que conviven de manera activa con el resto de la población. Aquí debemos recordar que los habitantes de Providencia son en su mayoría Raizales, con una cultura propia. La posible pérdida de los más ancianos, portadores de la memoria y guardianes de la cultura, sería muy grave.
Además, gran parte de los isleños habitan en terrenos familiares, con patios compartidos, donde conviven familias extensas que realizan un sinnúmero de actividades conjuntas. Lo cual nos lleva a otro factor, relacionado con las dificultades para el aislamiento voluntario, dadas estas dinámicas culturales, que están profundamente arraigadas en las prácticas cotidianas y no desaparecen porque haya orden de aislarse. Más aún, porque muchas de estas prácticas son irresponsablemente simplificadas como “desorden” (del cual también hay algo, para hacerlo más delicado), y en el marco de la pandemia, nunca se las ha abordado desde una perspectiva integral e intercultural.
En Providencia, todas las generaciones conviven en todos los espacios, y no dejarán de hacerlo. ¿Cómo vamos a controlar el virus cuando este llegue? ¿Cómo vamos a minimizar su impacto para que no suponga una amenaza más a la supervivencia cultural del pueblo Raizal?
Además, está San Andrés en crisis sanitaria resultado de su deficiente sistema de salud. Es el hospital colapsado de esta isla, sin capacidad de atender con calidad a sus enfermos, de Covid-19 o de cualquier otra cosa, el que se espera reciba a los enfermos de Providencia.
Este es el panorama que enfrentamos, mientras escribo estas líneas, agravado también por una temporada de lluvias intensa. Cabe preguntarse cómo es posible que, en siete meses de cierre, se haya hecho tan poco para preparar a las islas. No sólo en términos de acondicionamiento del sistema de salud, que debería ser una prioridad; sino respecto a alternativas económicas y estrategias para enfrentar la crisis económica y alimentaria.
Hoy el Gobierno Nacional, con su dudosa política de manejo de la pandemia, nos presiona para que abramos, cuando ha hecho poco para ayudar y preparar a las islas. ¿A quién beneficia realmente la apertura? ¿Quiénes serán los responsables si la llegada del virus supone el escenario que tememos? ¿Por qué tanta urgencia por abrir y ninguna por mejorar los servicios de salud de las islas y garantizar el bienestar de los isleños?
* Profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia