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Fue causa de vergüenza ajena ver al presidente Iván Duque con un solideo (Kipá) cubriéndose la cabeza y metiendo en el Muro de las Lamentaciones su papelito con el deseo a favor de la paz dizque con legalidad. Considerando su hábito de disfrazarse, habría sido muy consecuente bajarse del avión en Glasgow con kilt, la falda de los escoceses, cuyo paño de tartán hubiera consistido en el entrecruce de líneas amarillas, azules y rojas, sin calzoncillos, como lo hacen los más tradicionalistas, quienes además llevan sobre la ingle su sopran. Esa especie de carriel paisa habría tenido mucho valor simbólico para la tarea de acopiar fondos para la defensa de los páramos, a los cuales, en su siguiente parada, prometía llenar de socavones para sacar oro a granel. ¡Cómo habría sido de creíble la oferta que le llevaba a la compañía Minesa de Dubai si se hubiera puesto ese elegante capuchón que llaman chilaba y se hubiera cubierto la cabeza con su shemagh, aquella tela cuadritos rojos y blancos que se asegura con un cordón al cual distinguen como ikal! Y habría logrado un mayor refuerzo hincándose cinco veces a lo largo del día, sobre una alfombra de oración para pronunciar el azalá en dirección a La Meca.
Para próximas ocasiones, sería recomendable que antes de esos viajes internacionales, sus consejeros consultaran los diversos tomos de las Aventuras de Tintín. Allí encontrarán las pistas sobre qué les fallaba a los disfraces que los detectives Hernández y Fernández usaban ya fuera para pasar desapercibidos entre los chinos o para despertar la empatía de los egipcios con quienes interactuaban en sus investigaciones. Por ejemplo, en “El cangrejo de las pinzas de oro”, Hergé nos los muestra cerca del Sahara, empeñados en no levantar sospechas vistiéndose de blancas túnicas de capucha. Sin embargo, a los pobres se les olvidó quitarse sus sombreros de copa y sus ternos negros. El efecto se pareció al de Duque en Jerusalén orando por la su particular idea de la reconciliación, luego de haber vestido el uniforme de la policía para visitar varias cais en Bogotá sin decir palabra sobre las víctimas de la violencia oficial.
Ponerse tocados de plumas para reunirse con los indígenas de hoy puede ser como el oso que hicieron los detectives de Hergé convencidos de la autenticidad de sus disfraces en China, cuando ya los vestidos de nobles mandarines eran piezas de museo. De ahí las carcajadas de quienes los vieron caminar por la calle.
Más allá de lo hilarantes que puedan ser los disfraces inauténticos, están los de infiltrar la protesta social. En septiembre de 1988 ocurrió el Tumacazo, alzamiento generalizado que estalló porque la ciudadanía se desesperó por las tres semanas que pasaba sin electricidad, además de los decenios con deficiencias en el suministro de agua potable y en la prestación de servicios educativos y de salud. Fueron notorias las marchas pacíficas y la protesta marítima a cargo de la seccional tumaqueña de la Asociación nacional de pescadores artesanales de Colombia, la cual aún contaba con el liderazgo de Bernardo Cuero, quien sería asesinado el 7 de junio de 2017, luego de haber sido desterrado de Tumaco. Vino la consabida militarización del puerto, el incendio de edificaciones públicas y el asesinato de al menos uno de los manifestantes. Hoy esas respuestas parecen inconcebibles, considerando la civilidad con la cual se ha caracterizado a la administración del entonces presidente, Virgilio Barco Vargas. Los desmanes, ¿se debieron a que la fuerza pública actuó con independencia del ejecutivo? O ese poder, ¿introdujo el patrón de valerse de la máscara conciliadora para —al mismo tiempo— violar derechos humanos?
Hago parte de quienes estamos convencidos de que llegaremos a agosto de 2022, sin que Duque haya dejado de gozar con sus fachas de Halloween, incluida la de presidente. Urgen acuerdos para que no suba quien irá ataviado de bacán de Medallo o la que no tendrá que vestirse como los del Ku Klux Klan para reforzar sus mensajes de campaña.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.