Releyendo Claraboya, la primera novela de José Saramago, sentí como propias las palabras que Silvestre, el zapatero filósofo, le dirige a su huésped, el joven Abel: “Llegó la república. Para eso ni hice ni deshice, pero lloré con tanta alegría como si todo hubiera sido obra mía… Si todo el mundo sintió lo que yo sentí, hubo una época en que no hubo gente infeliz de una punta a otra en Portugal”**.
Recordé la emotividad que experimenté, cuando el 26 de septiembre de 2016, en la plaza de banderas del Centro de Convenciones de Getsemaní, las cantadoras de Pogue, quienes habían llegado desde Bojayá, interpretaron alabaos con exigencias perentorias para quienes acababan de firmar el acuerdo de paz. A las FARC-EP les cantaron
Hace 500 años
sufrimos este gran terror.
Pedimos a los violentos
no más repetición.
Santa María danos la paz
Y al presidente Santos que el Estado cumpliera con sus compromisos a favor del trabajo, la salud y la educación de la gente negra. Esa tarde, pensé que mi estremecimiento también estaría recorriendo todo el país. No era para menos debido a que ellas habían inaugurado una etapa añorada, apelando a sus tradiciones más preciadas, los cánticos de los cuales por siglos su pueblo se ha valido para despedir a los muertos. ¡Qué ingenuo fui! A pocas cuadras, la derecha marchaba destilando el odio que constituye su esencia.
Es desde ahí que uno debe interpretar la idiota respuesta del presidente Iván Duque acerca de la electrocución y ruptura del cráneo del abogado Javier Ordóñez. Toda su solidaridad con la policía represora, nula con la familia del muerto. Y, por si fuera poco, mira para otro lado cuando tiene lugar la peligrosa revitalización de los señaladores, esas figuras macabras que durante el decenio de 1950 protagonizaron los orígenes de La Violencia. Su oficio consistía en orientar a la chulavita que los conservadores habían diseminado por todo el país. Como esa policía foránea y siniestra desconocía quién era quién, fueron indispensables unas figuras ocultas que señalaban a los liberales que debían ser aplanchados —es decir azotados con el plan del machete— o dados de baja.
Hoy la complicidad del ejecutivo hace superflua la clandestinidad de los señaladores. Al contrario, se ufanan de su protagonismo público, como sucedió con el presidente de la campaña electoral de Duque, quién ante el País de España señaló al senador Iván Cepeda como guerrillero infiltrado en el congreso. Mientras tanto, José Félix Lafaurie hacía lo propio con los jóvenes que se manifestaron para repudiar la masacre de Samaniego, así como con la concejala Andrea Padilla, cuyo desafuero consistió en oponerse a la crueldad que significa el proyecto de FEDEGAN para embarcar vacas vivas hacia destinos transatlánticos. El lector competente en el manejo de redes sociales identificará la proliferación de esos delatores tan funestos como útiles para aterrorizar contradictores y favorecer un añorado régimen fascista que cada día se hace más evidente.
Pese a tantos sinsabores, la esperanza de que no desaparezca la utopía de la paz surgió en la noche del 11 de septiembre, cuando la alcaldesa de Bogotá sostuvo que —a manos de la policía envalentonada— la ciudad había escenificado una masacre inédita e intolerable de 11 jóvenes. En consecuencia, demandó una reforma para desmilitarizar a esa fuerza, al mismo tiempo que mostraba empatía con las voces que ya se habían tomado las calles para gritarle al presidente que no los representaba, que estaban hartos de los lugares comunes que lo habitan, que ya es intolerable el desprecio por las víctimas y su terquedad para negar la realidad. En medio a esta dramática crisis, uno desearía que algún consejero le recordara una sentencia que pronunció León el Africano a comienzos del siglo XVI:
“Los monarcas, afortunadamente, se exceden … si no fuera por eso, no caerían nunca”***.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia
** Publicada en 2012 por Alfaguara. Ver pág.: 226.
*** Maaluf, Amín. 2010. León el Africano. Madrid: Alianza Editorial, pág.: 313.
Releyendo Claraboya, la primera novela de José Saramago, sentí como propias las palabras que Silvestre, el zapatero filósofo, le dirige a su huésped, el joven Abel: “Llegó la república. Para eso ni hice ni deshice, pero lloré con tanta alegría como si todo hubiera sido obra mía… Si todo el mundo sintió lo que yo sentí, hubo una época en que no hubo gente infeliz de una punta a otra en Portugal”**.
Recordé la emotividad que experimenté, cuando el 26 de septiembre de 2016, en la plaza de banderas del Centro de Convenciones de Getsemaní, las cantadoras de Pogue, quienes habían llegado desde Bojayá, interpretaron alabaos con exigencias perentorias para quienes acababan de firmar el acuerdo de paz. A las FARC-EP les cantaron
Hace 500 años
sufrimos este gran terror.
Pedimos a los violentos
no más repetición.
Santa María danos la paz
Y al presidente Santos que el Estado cumpliera con sus compromisos a favor del trabajo, la salud y la educación de la gente negra. Esa tarde, pensé que mi estremecimiento también estaría recorriendo todo el país. No era para menos debido a que ellas habían inaugurado una etapa añorada, apelando a sus tradiciones más preciadas, los cánticos de los cuales por siglos su pueblo se ha valido para despedir a los muertos. ¡Qué ingenuo fui! A pocas cuadras, la derecha marchaba destilando el odio que constituye su esencia.
Es desde ahí que uno debe interpretar la idiota respuesta del presidente Iván Duque acerca de la electrocución y ruptura del cráneo del abogado Javier Ordóñez. Toda su solidaridad con la policía represora, nula con la familia del muerto. Y, por si fuera poco, mira para otro lado cuando tiene lugar la peligrosa revitalización de los señaladores, esas figuras macabras que durante el decenio de 1950 protagonizaron los orígenes de La Violencia. Su oficio consistía en orientar a la chulavita que los conservadores habían diseminado por todo el país. Como esa policía foránea y siniestra desconocía quién era quién, fueron indispensables unas figuras ocultas que señalaban a los liberales que debían ser aplanchados —es decir azotados con el plan del machete— o dados de baja.
Hoy la complicidad del ejecutivo hace superflua la clandestinidad de los señaladores. Al contrario, se ufanan de su protagonismo público, como sucedió con el presidente de la campaña electoral de Duque, quién ante el País de España señaló al senador Iván Cepeda como guerrillero infiltrado en el congreso. Mientras tanto, José Félix Lafaurie hacía lo propio con los jóvenes que se manifestaron para repudiar la masacre de Samaniego, así como con la concejala Andrea Padilla, cuyo desafuero consistió en oponerse a la crueldad que significa el proyecto de FEDEGAN para embarcar vacas vivas hacia destinos transatlánticos. El lector competente en el manejo de redes sociales identificará la proliferación de esos delatores tan funestos como útiles para aterrorizar contradictores y favorecer un añorado régimen fascista que cada día se hace más evidente.
Pese a tantos sinsabores, la esperanza de que no desaparezca la utopía de la paz surgió en la noche del 11 de septiembre, cuando la alcaldesa de Bogotá sostuvo que —a manos de la policía envalentonada— la ciudad había escenificado una masacre inédita e intolerable de 11 jóvenes. En consecuencia, demandó una reforma para desmilitarizar a esa fuerza, al mismo tiempo que mostraba empatía con las voces que ya se habían tomado las calles para gritarle al presidente que no los representaba, que estaban hartos de los lugares comunes que lo habitan, que ya es intolerable el desprecio por las víctimas y su terquedad para negar la realidad. En medio a esta dramática crisis, uno desearía que algún consejero le recordara una sentencia que pronunció León el Africano a comienzos del siglo XVI:
“Los monarcas, afortunadamente, se exceden … si no fuera por eso, no caerían nunca”***.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia
** Publicada en 2012 por Alfaguara. Ver pág.: 226.
*** Maaluf, Amín. 2010. León el Africano. Madrid: Alianza Editorial, pág.: 313.