Al slogan político de “vivir sabroso” unos lo han equiparado con trago y pereza; otros como parte de un “populismo nacional-popular-vernáculo” equivalente al “nacional-patriarcal-occidentalizado”. Me cuento entre quienes pensamos que se trata de una reivindicación del derecho a la felicidad que las comunidades afroatrateñas verbalizaron en 2002 para enfrentar y superar el horror por la masacre de Bojayá. Hace parte de muy antiguas filosofías, a saber, la del Ubuntu sudafricano, —”soy porque somos”— y la del Muntu congolés, “hermandad de vivos, difuntos, hombres, animales, árboles y minerales (agua, tierra, estrellas) sometidos a las leyes trazadas por los grandes orichas”, deidades de quienes depende que todos esos seres tengan ánimas y emociones, según palabras de Manuel Zapata Olivella.
El profesor de matemáticas y tejedor, Juan Carlos Arévalo comparte este punto de vista, por lo cual convocó a la maestra María Dolores Grueso (pedagoga afropatiana de la “corridez”), a los docentes universitarios Ángela Mena (Universidad de Antioquia), Adolfo Albán Achinte (Universidad del Cauca) y a mí para que —el 18 de junio, dentro de las conversaciones que él bautizó como de La Rana y la Icotea— nos refiriéramos a esa reivindicación.
A lo largo de la historia, la mayoría de las comunidades de ascendencia africana ocultaron el Muntu. Lo hicieron para escapar de la represión que ejercían inquisidores, misioneros y demás apóstoles de la cristianización y la hispanización. Sin embargo, eso no quiere decir que haya borrado las prácticas que se desprenden de ese animismo.
La maestra Grueso y el profesor Albán destacaron seudónimos del “vivir sabroso” que usa la gente afropatiana. “Chichiguear” es el arte para multiplicar la risa. De ahí los “chichigueros” que amortiguan el dolor en los velorios con cuentos jocosos y palabras sobre las cualidades de quien murió. De ese espacio también hacen parte violinistas intérpretes del bambuco patiano. Agregaron que esa identidad consiste en ser feliz. Para lograrlo, hay que estar en el territorio y andarlo con libertad, como lo hacían las “cortamates” para llegar hasta los árboles de totumo, y recoger los que serían mates para dulces y bebidas. Las cercas de alambre de púas comprometieron esa felicidad, pero no impiden la movilidad de las promotoras de “bibliohablas” reminiscentes de los griots mandingas, historiadores orales y genealogistas, a quienes el filósofo fulbé de Mali, Ampaté Bâ, llamó bibliotecas vivientes. Añadieron que allá la ética de la “escuetería” —vivir escuetamente— es inseparable de la sabrosura.
A propósito de la visión atrateña sobre la misma cualidad, la profesora Mena fue clara en que ni es ni debe ser rumba, borrachera y vagancia. Sí es música y danza, al extremo de que antes de mostrarles cómo nadar y caminar, a nenas y nenes les enseñan a bailar, que no es otra cosa que comulgar con la naturaleza, como también sucede al embarcarse en una canoa. Vivir sabroso es el arte de conversar y discutir, oyendo con atención al contradictor. Para ella, en el fondo, lo que propone Francia Márquez con la moral del Ubuntu es que nos relacionemos sin silenciarnos, a partir de las solidaridades propias de las familias extendidas del Afropacífico. Terminó diciendo que ojalá esas parentelas se propaguen por toda la nación, y así afiancen el antirracismo.
Al crítico de los populismos se le escapó que el nacionalista-occidental síempre ha hecho parte del relato sobre nuestra formación nacional. Al que él descalifica como vernáculo, le oculta tanto su dimensión global y disidente, como la manera sistemática en que la historiografía oficial lo ha extirpado de la narración sobre nuestra identidad. Ojalá que cuando salga este escrito, por primera vez en 200 años, Petro y Francia ya se alisten para afianzar esa tradición alternativa, enfática de la felicidad, antídoto de la guerra, e incluyente acerca de quienes hemos sido y seremos.
* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional y profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia.
Al slogan político de “vivir sabroso” unos lo han equiparado con trago y pereza; otros como parte de un “populismo nacional-popular-vernáculo” equivalente al “nacional-patriarcal-occidentalizado”. Me cuento entre quienes pensamos que se trata de una reivindicación del derecho a la felicidad que las comunidades afroatrateñas verbalizaron en 2002 para enfrentar y superar el horror por la masacre de Bojayá. Hace parte de muy antiguas filosofías, a saber, la del Ubuntu sudafricano, —”soy porque somos”— y la del Muntu congolés, “hermandad de vivos, difuntos, hombres, animales, árboles y minerales (agua, tierra, estrellas) sometidos a las leyes trazadas por los grandes orichas”, deidades de quienes depende que todos esos seres tengan ánimas y emociones, según palabras de Manuel Zapata Olivella.
El profesor de matemáticas y tejedor, Juan Carlos Arévalo comparte este punto de vista, por lo cual convocó a la maestra María Dolores Grueso (pedagoga afropatiana de la “corridez”), a los docentes universitarios Ángela Mena (Universidad de Antioquia), Adolfo Albán Achinte (Universidad del Cauca) y a mí para que —el 18 de junio, dentro de las conversaciones que él bautizó como de La Rana y la Icotea— nos refiriéramos a esa reivindicación.
A lo largo de la historia, la mayoría de las comunidades de ascendencia africana ocultaron el Muntu. Lo hicieron para escapar de la represión que ejercían inquisidores, misioneros y demás apóstoles de la cristianización y la hispanización. Sin embargo, eso no quiere decir que haya borrado las prácticas que se desprenden de ese animismo.
La maestra Grueso y el profesor Albán destacaron seudónimos del “vivir sabroso” que usa la gente afropatiana. “Chichiguear” es el arte para multiplicar la risa. De ahí los “chichigueros” que amortiguan el dolor en los velorios con cuentos jocosos y palabras sobre las cualidades de quien murió. De ese espacio también hacen parte violinistas intérpretes del bambuco patiano. Agregaron que esa identidad consiste en ser feliz. Para lograrlo, hay que estar en el territorio y andarlo con libertad, como lo hacían las “cortamates” para llegar hasta los árboles de totumo, y recoger los que serían mates para dulces y bebidas. Las cercas de alambre de púas comprometieron esa felicidad, pero no impiden la movilidad de las promotoras de “bibliohablas” reminiscentes de los griots mandingas, historiadores orales y genealogistas, a quienes el filósofo fulbé de Mali, Ampaté Bâ, llamó bibliotecas vivientes. Añadieron que allá la ética de la “escuetería” —vivir escuetamente— es inseparable de la sabrosura.
A propósito de la visión atrateña sobre la misma cualidad, la profesora Mena fue clara en que ni es ni debe ser rumba, borrachera y vagancia. Sí es música y danza, al extremo de que antes de mostrarles cómo nadar y caminar, a nenas y nenes les enseñan a bailar, que no es otra cosa que comulgar con la naturaleza, como también sucede al embarcarse en una canoa. Vivir sabroso es el arte de conversar y discutir, oyendo con atención al contradictor. Para ella, en el fondo, lo que propone Francia Márquez con la moral del Ubuntu es que nos relacionemos sin silenciarnos, a partir de las solidaridades propias de las familias extendidas del Afropacífico. Terminó diciendo que ojalá esas parentelas se propaguen por toda la nación, y así afiancen el antirracismo.
Al crítico de los populismos se le escapó que el nacionalista-occidental síempre ha hecho parte del relato sobre nuestra formación nacional. Al que él descalifica como vernáculo, le oculta tanto su dimensión global y disidente, como la manera sistemática en que la historiografía oficial lo ha extirpado de la narración sobre nuestra identidad. Ojalá que cuando salga este escrito, por primera vez en 200 años, Petro y Francia ya se alisten para afianzar esa tradición alternativa, enfática de la felicidad, antídoto de la guerra, e incluyente acerca de quienes hemos sido y seremos.
* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional y profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia.