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En todas las ciudades de Colombia se pierden niñas, pero hay algo en Cartagena de Indias que se abre como una herida palpitante. Hace tres meses una quinceañera negra desapareció en el pueblo pescador de Punta Canoa. El marido de la tía, o tío político —como le llaman—, la sacó de la casa materna en Bayunca, un pueblo cerca a Cartagena, con la excusa de enseñarle a montar en moto. Ya los medios han reproducido una historia traída de los cabellos: que cerca a la playa el hombre se retiró a una zona enmontada a hacer una deposición y al volver encontró la motocicleta sola. Según la versión de Wayner Ayola, la niña había desaparecido sin dejar rastro. Aunque Alexandrith nunca estuvo nadando en el mar, de la nada, así de inverosímil, Ayola les dijo a los familiares de la niña que ella se había ahogado.
Los pescadores saben que no hubo ahogamiento porque conocen el mar, saben cómo estaba esa noche. Saben también que de ser así hubiera aparecido un par de días después. También saben que de ese tema no se debe hablar, que es peligroso. La gente en la ciudad construye un silencio y al lado un mito urbano. Luego ya no se sabe dónde queda la realidad y dónde está la ficción. La herida palpitante es que las niñas perdidas suelen ser niñas pobres y negras, lo que sea que se las lleva no se las lleva a todas por igual. Lo que sea que las busca tampoco las busca a todas por igual.
No se lanzó orden de captura contra el hombre que sacó a Alexandrith de su casa sino mucho tiempo después, y no se sabe si por falta de contundencia de la Fiscalía o porque el juez no tomó una decisión ajustada a derecho, pero Wayner Ayola quedó en libertad y Alexandrith Sarmiento sigue desaparecida.
Mujeres pusieron carteles con el rostro de la niña por el centro amurallado, pero otros —no se sabe quiénes— los arrancaron. Otra vez la herida. La ciudad instala su emporio turístico, su “show debe continuar”, hablar de una niña desaparecida es inconveniente. Regordetes visitantes extranjeros y nacionales pasean en carrozas jaladas por famélicos caballos, recorridos en yates y veleros por la bahía, fuegos artificiales, la policía estrena su nuevo uniforme. El problema sobre la mesa, eso sí, es cómo sacar la prostitución del Centro Histórico, de la misma manera como se han ido sacando todas las problemáticas sociales, echándolas al margen, corriéndolas a la periferia. El alcalde no parece conocer de temas de explotación sexual infantil —ni el informe de inminencia de riesgo de la Defensoría del Pueblo para el año 2016 que advierte sobre múltiples formas de violencia sexual por la presencia de estructuras armadas organizadas y carteles de droga en la zona norte— y asegura que Cartagena no se vende como destino sexual, que casualmente es un destino para despedidas de soltero por su patrimonio histórico. Hace tres años una mujer denunció la existencia de un tour de la violación que se promocionaba —o se promociona— como paquete turístico. Raptan mujeres para cazarlas en fincas por hombres que intentan violarlas. Qué pasó. Nada. Solo la herida y el silencio. Karina Cabarcas Peñata es otra joven cartagenera, pobre y negra, que desapareció hace diez años. Nadie dice nada. Nunca la encontraron. Otra niña se lanzó por una ventana de un edificio en Bocagrande cuando tocaba en una parranda. Un niño murió de una sobredosis en casa de un italiano llamado Pravisani. Niñas desaparecen y aparecen desorientadas días después, drogadas, enajenadas. La ciudad es una trata, una vergüenza, una herida.