No existe el imperialismo sin algún tipo de ostentación, y sabemos que la cámara Kodak ayudó en la construcción del glamur de la expansión de las potencias mundiales de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Cuando los soldados norteamericanos arribaron en 1898 a Cuba y a Puerto Rico para participar en la confrontación que vinculaba a Cuba, España y los Estados Unidos, que se conocería como la Guerra Hispanoamericana, hacía tres años que estaba en el mercado y algunos de ellos la llevaban como un amuleto colgado al cuello con el que enfocaron la realidad que pretendían mostrar de los nuevos territorios.
El poder tiene sus formas particulares de rebelarse/revelarse. Hay muchas fotografías, pero hace varios años, durante el Centenario de la guerra de 1898, ilustrando un artículo de Arcadio Díaz Quiñones, ensayista y crítico puertorriqueño, una de estas me llamó poderosamente la atención: cinco norteamericanos de caqui, lino y sombrero beben plácidamente el agua de unos cocos que les acaba de alcanzar un adolescente negro cubano que la cámara captó desnudo, todavía subido en la palmera, con los pies amarrados a la altura de los tobillos. La nota de pie de foto, escrita de puño y letra, dice: “Scaling the Palm for Coconut Water”. No sabemos a quién se le ocurrió la desnudez del chico negro, lo que sí sabemos es que logra un contraste que exalta, por supuesto, la diferencia con la elegancia tropical de los norteamericanos blancos en la “zona de contacto”. Lograron el glamur que buscaban.
Tampoco sé si fue con una cámara Kodak que se tomaron las fotos durante el régimen de Leopoldo II en el Congo, pero lo que es innegable es el contraste buscado entre el glamur y la barbarie. En algunas de aquellas fotos aparecen hombres negros sosteniendo las manos amputadas a otros hombres negros como castigo por haber incumplido con la cuota del látex de rigor que debían entregar a los explotadores caucheros. Al lado de ellos, dandis belgas con sombreros de corcho de blanco y caqui impecable miraban a la cámara con la suficiencia de quien acaba de obtener la mejor presa en la cacería. Aquellas muestras de glamur imperial eran universales, ahora, que estamos en el Centenario de la publicación de La Vorágine de José Eustasio Rivera, vale la pena recordar las imágenes de los miembros del clan Arana posando sonrientes con elegancia colonizadora y explotadora en medio de la barbarie de la esclavización indígena.
Hay que volver a La Vorágine. Releerla en la dimensión amplia de la explotación capitalista que se tomó al mundo a finales del siglo XIX y principios del XX, y convirtió en centro a zonas que la mezquindad de análisis del canon crítico de las naciones siempre miraba como la periferia. Volver para fijarse o descubrir esa especie de glamur de la tragedia a veces revelada por una cámara Kodak. En la primera edición de La Vorágine, quizá por esa apuesta de denuncia que siempre tuvo Rivera, hubo algunas fotografías al principio, en las siguientes ediciones desaparecieron, pero la cámara Kodak siguió en el texto: “El árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre”, dice Clemente Silva en un pasaje después de enseñarle la espalda con las cicatrices de los latigazos a un explorador francés. Una idea de progreso y desarrollo tatuaba los árboles de caucho, el cuerpo, la naturaleza, el alma. La cámara Kodak estaba ahí para registrarlo porque es hija, como el turismo, de la época de expansión imperial.
No existe el imperialismo sin algún tipo de ostentación, y sabemos que la cámara Kodak ayudó en la construcción del glamur de la expansión de las potencias mundiales de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Cuando los soldados norteamericanos arribaron en 1898 a Cuba y a Puerto Rico para participar en la confrontación que vinculaba a Cuba, España y los Estados Unidos, que se conocería como la Guerra Hispanoamericana, hacía tres años que estaba en el mercado y algunos de ellos la llevaban como un amuleto colgado al cuello con el que enfocaron la realidad que pretendían mostrar de los nuevos territorios.
El poder tiene sus formas particulares de rebelarse/revelarse. Hay muchas fotografías, pero hace varios años, durante el Centenario de la guerra de 1898, ilustrando un artículo de Arcadio Díaz Quiñones, ensayista y crítico puertorriqueño, una de estas me llamó poderosamente la atención: cinco norteamericanos de caqui, lino y sombrero beben plácidamente el agua de unos cocos que les acaba de alcanzar un adolescente negro cubano que la cámara captó desnudo, todavía subido en la palmera, con los pies amarrados a la altura de los tobillos. La nota de pie de foto, escrita de puño y letra, dice: “Scaling the Palm for Coconut Water”. No sabemos a quién se le ocurrió la desnudez del chico negro, lo que sí sabemos es que logra un contraste que exalta, por supuesto, la diferencia con la elegancia tropical de los norteamericanos blancos en la “zona de contacto”. Lograron el glamur que buscaban.
Tampoco sé si fue con una cámara Kodak que se tomaron las fotos durante el régimen de Leopoldo II en el Congo, pero lo que es innegable es el contraste buscado entre el glamur y la barbarie. En algunas de aquellas fotos aparecen hombres negros sosteniendo las manos amputadas a otros hombres negros como castigo por haber incumplido con la cuota del látex de rigor que debían entregar a los explotadores caucheros. Al lado de ellos, dandis belgas con sombreros de corcho de blanco y caqui impecable miraban a la cámara con la suficiencia de quien acaba de obtener la mejor presa en la cacería. Aquellas muestras de glamur imperial eran universales, ahora, que estamos en el Centenario de la publicación de La Vorágine de José Eustasio Rivera, vale la pena recordar las imágenes de los miembros del clan Arana posando sonrientes con elegancia colonizadora y explotadora en medio de la barbarie de la esclavización indígena.
Hay que volver a La Vorágine. Releerla en la dimensión amplia de la explotación capitalista que se tomó al mundo a finales del siglo XIX y principios del XX, y convirtió en centro a zonas que la mezquindad de análisis del canon crítico de las naciones siempre miraba como la periferia. Volver para fijarse o descubrir esa especie de glamur de la tragedia a veces revelada por una cámara Kodak. En la primera edición de La Vorágine, quizá por esa apuesta de denuncia que siempre tuvo Rivera, hubo algunas fotografías al principio, en las siguientes ediciones desaparecieron, pero la cámara Kodak siguió en el texto: “El árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre”, dice Clemente Silva en un pasaje después de enseñarle la espalda con las cicatrices de los latigazos a un explorador francés. Una idea de progreso y desarrollo tatuaba los árboles de caucho, el cuerpo, la naturaleza, el alma. La cámara Kodak estaba ahí para registrarlo porque es hija, como el turismo, de la época de expansión imperial.