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No hay duda. Fue el historiador François-Xavier Guerra quien les enseñó a algunos de sus colegas colombianos a abandonar la tradición que estudiaba los orígenes de la independencia de los viejos virreinatos americanos como un simple rosario uniforme de causas y consecuencias. Lo que hizo Guerra fue restarle fuerza —en la argumentación de los orígenes de las gestas emancipadoras— a la influencia de las revoluciones de Francia o los Estados Unidos. Lo que no es poca cosa, diría un español.
Guerra dijo que la modernidad política que influyó en estos procesos era más compleja. Que no venía necesariamente de aquellos lugares, sino de la misma España como consecuencia de la invasión napoleónica de 1808 y la obligación de buscar alternativas ante la ausencia del rey. Ya antes John Leddy Phelan, en el libro El pueblo y el rey, había invitado a desestimar la revolución de los Comuneros como causa de la Independencia, porque esta —más que en preceptos de la modernidad política francesa e inglesa— estaba inspirada en los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII.
Pero en la discusión sobre la génesis de las ideas modernas que estimularon las independencias —salvo por dos o tres excepciones de excelente factura— se ha desestimado la importancia del gran Caribe. No existe una región en toda América donde se haya interpelado con mayor fuerza a la modernidad que en ese espacio. El Caribe fue, por excelencia, el escenario de las más enconadas luchas imperiales y donde esta —la modernidad— adquirió un sello inédito, que llevó al intelectual haitiano Michel-Rolph Trouillot a decir que el Caribe era moderno de otro modo. Precisamente, una de las contribuciones políticas más importantes de este lado del planeta fue la revolución de Haití. Con un detalle de enorme factura: fue hecha por negros, y de paso desnudó a Francia, que tuvo que admitir que aquello de la libertad, la igualdad y la fraternidad tampoco daba para tanto. La paradoja: Francia, que pregonaba el carácter ecuménico de su revolución, intentó hacer una contrarrevolución en Haití para recuperar a la gallina de los huevos de oro, y cuando no pudo, le cobró al nuevo Estado una indemnización onerosa que todavía a finales del siglo XIX —casi 100 años después— los haitianos seguían pagando.
Pero salvo excepciones —repito—, a los estudiosos de las independencias en América poco o nada les ha interesado incorporar estos hechos, que tuvieron al Caribe como escenario, en la construcción de sus relatos sobre las independencias —Guerra apenas si menciona a Haití en Modernidad e independencias, su libro de más de 400 páginas—.
En estos tiempos de bicentenario, si vamos a hablar de modernidad en su complejidad latinoamericana y como referente para entender la emancipación y la formación de los Estados naciones, deberíamos mirar más al Caribe. La visión cosmopolita —tan necesaria en el análisis para dejar de hacer historias que se miran el ombligo y parecen encarceladas en las fronteras de las naciones que en esos momentos todavía no existían— tiene en lo ocurrido en este espacio un referente fundamental. El radicalismo de algunos movimientos independentistas del Caribe colombiano y venezolano, si lo miramos en comparación con los ocurridos en las provincias del interior, que tanto sorprende a los estudiosos, quizá se explica siguiendo esa vía. Por supuesto, para eso se necesita desaprender la idea del gran Caribe como un espacio de negros felices en su barbaridad, que bailan y comen cocos.
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