Hace unos días, cuando llegaba a casa, me caí. Había llovido. Hacía más de 18 años que no me caía. La última vez fue en junio de 2006, era día del padre. Dos días antes viajé de Cali a Cartagena con mi hija Camila que entonces tenía cinco años, y estábamos quedándonos en casa de mi hermana Erica. Mi madre, mi hermana Mare y un montón de sobrinos también estaban allí. Saliendo del baño resbalé y mi hermana dice que fue como si quedara suspendido en el aire y después cayera en cámara lenta. Mientras descendía, escuché el grito de mi madre: “¡Mijo!”. No me pasó nada. No sentí dolor.
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Hace unos días, cuando llegaba a casa, me caí. Había llovido. Hacía más de 18 años que no me caía. La última vez fue en junio de 2006, era día del padre. Dos días antes viajé de Cali a Cartagena con mi hija Camila que entonces tenía cinco años, y estábamos quedándonos en casa de mi hermana Erica. Mi madre, mi hermana Mare y un montón de sobrinos también estaban allí. Saliendo del baño resbalé y mi hermana dice que fue como si quedara suspendido en el aire y después cayera en cámara lenta. Mientras descendía, escuché el grito de mi madre: “¡Mijo!”. No me pasó nada. No sentí dolor.
Ayer me bajé de un Uber a media cuadra de la casa donde vivo en el barrio La Candelaria de Bogotá. Decidí no continuar por el andén y me moví a la calle empedrada para esquivar a un chico que estaba distraído hablando por teléfono en mi camino. Cuando tomé la pequeña pendiente de la esquina entre el andén y la calle, se me deslizó el pie derecho hacia adelante. En la inercia, el otro se levantó, di medio giro en el aire y caí sobre el hombro y el lado izquierdo de la cadera. Alcancé a poner también la mano izquierda antes. Dolió.
Aquella vez tenía 18 años menos y un piso acolchado por la presencia de una comitiva familiar. El chico del teléfono sin cortar la llamada corrió en mi auxilio, me di la vuelta quejándome y le extendí la mano. Me levantó mientras me preguntaba si estaba bien. No respondí la pregunta, di las gracias y me seguí quejando. Él siguió atendiendo el teléfono. Seguramente, ante la pregunta por la momentánea interrupción, le dijo a la persona que estaba al otro lado de la línea: “No, nada, aquí que un señor se cayó frente a mí”.
Yo avancé cojeando, adolorido, tanteando en el bolsillo del pantalón las llaves de la casa, pero antes tuve unas ganas inmensas de llorar y decirle que me prestara el teléfono para llamar a mi madre. No hay nada más vergonzoso que caerse en la calle o en cualquier otro espacio público. Incluso avergüenza si ocurre en un sitio privado donde nadie te ve. Hay otro tú insoportable que no te perdona, siempre te pasa factura y una caída te la recordaría a cada momento con una risita socarrona.
Lo que cae de manera más aparatosa no es el cuerpo sino el orgullo; lo que más duro se da contra el piso es el ego. Pero en las milésimas de segundos en que se produjo la caída y en los cinco que estuve tendido en el suelo antes de que me levantaran, no pensé en el orgullo maltrecho, lo que sentí fue un estado de infinita orfandad; el alma arrugada no por la vergüenza sino por la indefensión. Entré a la casa y me metí debajo de las cobijas con el dolor y la misma ropa, si acaso alcancé a quitarme los zapatos.
No llamé a mi madre. No le iba a sumar a sus 92 años esa preocupación. Pero sí llamé a alguien para contarle que me había caído, sin ego; a decirle que todavía seguía tirado en el piso húmedo, frío, empedrado.