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Muchas cosas están pendientes. Estamos en mora, por ejemplo, de escribir una biografía social y cultural del río Atrato. De todo lo que ha representado y representa en su andar caudaloso y arrevesado, para entender su vocación burlona al océano Pacífico en la búsqueda de un destino que lo lleva a tomar el camino contrario y largo –bamboleándose con la infinitud de sus meandros– y tinturar de colores ocres el azul verdoso del mar Caribe a través de la apertura de 16 bocas en el golfo de Urabá.
Pero creo que en el anterior párrafo me excedí en las metáforas físicas y de la naturaleza. Precisamente esa fue una de las anotaciones del crítico literario Ariel Castillo cuando reseñó una de las ediciones del libro de Eduardo Cote Lamus, Diario del alto San Juan y del Atrato, en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República de 1991. El exceso en la descripción de la naturaleza, un regodeo poético que no termina de derrotar el movimiento Piedra y Cielo y poca atención en los seres humanos que la habitan. Cuando se ocupa de ellos, se me antoja que no se aleja mucho de una retórica que recurre al indulto en la lógica del “buen salvaje”.
No es eso lo que necesita una historia madura del río Atrato y de su gente, tampoco del indulto de cierta prosa inscrita en una militancia identitaria que a veces funciona como cárcel y que no deja fluir una dimensión más abarcadora de lo que este espacio físico y cultural representa. Ese aparente capricho geográfico definió una región, y lo hizo a partir de la complejidad humana expresada en las múltiples maneras de habitar de su gente, en la selección de los alimentos que se llevan a la mesa, en las maneras de aprovechar los frutos de sus aguas, en la comunión, pero también en las diferencias, entre los mundos de la gente negra e indígena, en la segmentación de sus ritmos musicales a partir de su cauce, pero sobre todo en un hecho fundamental y poco divulgado: el Atrato fue la bisagra entre el Caribe y el Pacífico colombiano y eso lo hace parte de un mundo universal.
Esa comunicación fue la que generó la modernidad, la explotación y el comercio. El tránsito de generales que, en la coyuntura de las guerras del siglo XIX o en la Guerra de los Mil Días, descendieran a los infiernos de la pólvora y la metralla con sus acciones bélicas, para luego con los fusiles descansando en los rincones de las casas, dedicarse a construir familia, fama y fortuna en el Caribe colombiano. Un universo que también está en María, de Jorge Isaacs, con descripciones que hablan de un territorio vinculado al gran Caribe –a una casa más grande–, a través de personas y mercancías que venían de las Antillas y que lo hacían no por el río Magdalena sino a través del Atrato. Inscritos en las fronteras nacionales de la definición de nuestro canon literario, la crítica apenas empieza a fijarse en esto.
Me atrevería a decir que este universo poroso, complejo, sinuoso, que necesita de acercamientos que no traicionen su amplia memoria histórica, se ve representado en algunas escenas del Chocó: algunas tardes, en el medio Atrato, se escuche la voz arrastrada de Domingo Chalá –un viejo sepulturero de Bojayá–, cantando vallenatos propios, con la misma cadencia de Enrique Díaz, un viejo juglar del Caribe colombiano.