Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Pese a que cierta historiografía colombiana –una que convirtió la vergüenza de patria y la experiencia particular de vida de sus autores en referente de análisis–, se fastidia con este tipo de afirmaciones: en Colombia hay obras de infraestructura que se construyen desde el siglo XIX. La vía Medellín-Quibdó es una de ellas. En octubre de 1863, la construcción del camino de herradura entre Bolívar y Quibdó fue adjudicada a Juan Bautista Mainero y Trucco, empresario y comerciante italiano con residencia en Cartagena de Indias, que tenía negocios en el Chocó. Trece años después, Rafael Restrepo Uribe, uno de sus socios, lo demandó diciendo que el camino estaba en muy malas condiciones, “cerrado de rastrojo”, y pidió que le otorgaran la concesión a él. Jorge Brisson, en las memorias de su viaje de exploración por el alto Chocó que publicó en 1895, dijo que los caminos “estaban como siempre, llenos de fangales y atascados, en donde se enterraban hasta el pecho varias veces nuestras cabalgaduras”.
La cosa no cambió mucho en el siglo XX. Una nota de julio de 1938 de El Tiempo dijo que “las carreteras del Chocó en medio siglo de estar figurando en sus leyes no han podido verse transitables”; “¡Qué dificultad para hacer lo que existe de la carretera Quibdó-Bolívar! ¿Qué pelea para que el año pasado no dejaran al Chocó completamente al margen del plan de vías nacionales!”, destacaba la nota. Aunque en agosto 1943 El Espectador anunció la finalización de la carretera y la presentó como “la obra más gigantesca y trascendental de los últimos tiempos en los anales del progreso colombiano”, cada año lo que se anunciaba era un rosario de dificultades. Todavía en 1998 –en un libro sobre información geográfica para análisis de riesgos en América Latina– se decía que la carretera Medellín-Quibdó “era una especie de trocha con múltiples sitios inestables, principalmente entre Ciudad Bolívar y la región del Carmen del Atrato”.
Pese al avance del tiempo, la vía seguía siendo una trocha insufrible en la que cada tanto se sentía el eco de buses desbarrancados en abismos profundos, y avalanchas de tierra que la taponaban permanentemente, y en el peor de los casos sepultaban los vehículos como ocurrió hace unos días. Hoy el Chocó vive la tragedia de siempre. Llora con las lágrimas de siempre. Mientras escribo esta nota van 39 personas fallecidas. Desde afuera y desde adentro, se hacen los análisis de siempre: el racismo estructural, la idea de una región de frontera con gente negra considerada ciudadanos de segunda, un extractivismo minero que deja mucha contaminación y pocos recursos a la población local, un centralismo histórico que destina pocos recursos para estos territorios y dificultó la construcción de autonomías políticas para que los verdaderos dolientes pensaran sus propios problemas. Todo lo anterior es cierto.
Mientras se sigue moviendo la tierra buscando a la gente, el gobierno destinó un presupuesto para resolver un problema del siglo XIX que requiere de toda la tecnología del siglo XXI en un terreno complejo con serias dificultades para la construcción; se necesitan materiales de calidad, de modo que la obra no puede estar expuesta a los que viven de sacarle tajada a todos los contratos. Repito: todas las anteriores explicaciones de la crisis histórica del Chocó son ciertas, pero en la búsqueda de las variables, no se puede desestimar que para que el centralismo hegemónico sea operativo, necesita de clientelas aliadas internas dispuestas a traicionar el beneficio de toda una región por jugosas coimas. Hay que cuidar esos recursos. Por la vida. Por la memoria de las víctimas sepultadas. Por la dignidad de una región que sigue afrontando problemas del siglo XIX.