En 1861 en su historia ilustrada sobre el ferrocarril, Fessenden Nott Otis dijo que los capitalistas norteamericanos, a diferencia de los europeos “que retrocedieron con temor”, se impusieron a todos los obstáculos: habían vencido –decía Otis– la selva más densa y repleta de malaria, los “reptiles nocivos y los insectos venenosos”, los abismos de vértigo, las lluvias babilónicas, los pantanos profundos y los ríos turbulentos. Y, por supuesto, la indolencia de “una raza mestiza de españoles, indios y negros”, poco acostumbrados al trabajo.
Uno de los herederos de este empresariado que aceitaban las dragas, los martinetes y las locomotoras con el discurso civilizador en constante coqueteo con las visiones raciales fue Francis Rusell Hart. Este ingeniero eléctrico del Instituto Tecnológico de Massachusetts –MIT, por sus siglas en inglés–, apasionado por la historia, autor de varios libros sobre el Caribe, las acciones de los británicos en las Antillas y poseedor de una colección de más de 200 documentos históricos y 700 libros que hacen parte el repositorio de la Sociedad Histórica de Massachussets, fue el primer gerente del ferrocarril Cartagena-Calamar, y sería nombrado presidente de la United Fruit Company en 1933.
Conoció muy bien a Colombia. Hart no solo sería vicecónsul y cónsul de este país en Boston, sino que también fue miembro de la Academia de Historia de Colombia y en 1914 publicó unas memorias con el título Personal Reminiscences of the Caribbean Sea and the Spanish Main. Allí, en la narración de su momento como gerente del ferrocarril, y a propósito del lugar común en este tipo de memorias en los que parte de la gracia retórica era mostrar la irracionalidad con la que debían luchar los ferroviarios en los terrenos donde trabajaban, contó que una mañana de domingo, después de misa, los habitantes de Turbaco (Bolívar) se sorprendieron con lo que creyeron era un milagro. Pequeños fragmentos de roca empezaron a caer del cielo; la gente lo tomó como una bendición divina, se apresuraron a recogerlos, y durante mucho tiempo se vio a los niños del pueblo usando pedacitos de piedra colgados del cuello o en las muñecas a modo de amuleto, para prevenir enfermedades y evitar accidentes. Al parecer, la creencia en el milagro y la fe en el nuevo talismán, ni siquiera disminuyeron cuando, en un esfuerzo de racionalidad, la compañía ferroviaria explicó que en realidad la causa de la “lluvia de piedras celestiales” había sido la detonación de una roca en la vía del tren, que esparció́ cientos de fragmentos a varias millas de distancia.
Pero quizá el relato más curioso de Hart, en la lógica de denunciar lucha constante entre los atavismos locales y el progreso redentor, fue la negociación que se desarrolló entre la compañía ferroviaria y el obispo de Cartagena: para los días de Semana Santa, desde el jueves por la mañana hasta el Domingo de Pascua, la Iglesia católica prohibía todo tipo de trabajos que no fueran absolutamente necesarios dentro de la ciudad, de modo que la mayor preocupación de la compañía ferroviaria para esos días consistía en encontrar la manera de operar el ferrocarril sin ofender la fe católica. La solución vendría del obispo Eugenio Biffi, a través de un permiso de surrealismo devoto: “Permiso otorgado a la Compañía de Ferrocarriles para operar sus trenes, como es costumbre en los países europeos, siempre que se muevan lo más posible sin ruido y a la velocidad de un hombre caminando, y que el silbato no sea sonado ni se toque la campana, excepto para evitar accidentes”.
En 1861 en su historia ilustrada sobre el ferrocarril, Fessenden Nott Otis dijo que los capitalistas norteamericanos, a diferencia de los europeos “que retrocedieron con temor”, se impusieron a todos los obstáculos: habían vencido –decía Otis– la selva más densa y repleta de malaria, los “reptiles nocivos y los insectos venenosos”, los abismos de vértigo, las lluvias babilónicas, los pantanos profundos y los ríos turbulentos. Y, por supuesto, la indolencia de “una raza mestiza de españoles, indios y negros”, poco acostumbrados al trabajo.
Uno de los herederos de este empresariado que aceitaban las dragas, los martinetes y las locomotoras con el discurso civilizador en constante coqueteo con las visiones raciales fue Francis Rusell Hart. Este ingeniero eléctrico del Instituto Tecnológico de Massachusetts –MIT, por sus siglas en inglés–, apasionado por la historia, autor de varios libros sobre el Caribe, las acciones de los británicos en las Antillas y poseedor de una colección de más de 200 documentos históricos y 700 libros que hacen parte el repositorio de la Sociedad Histórica de Massachussets, fue el primer gerente del ferrocarril Cartagena-Calamar, y sería nombrado presidente de la United Fruit Company en 1933.
Conoció muy bien a Colombia. Hart no solo sería vicecónsul y cónsul de este país en Boston, sino que también fue miembro de la Academia de Historia de Colombia y en 1914 publicó unas memorias con el título Personal Reminiscences of the Caribbean Sea and the Spanish Main. Allí, en la narración de su momento como gerente del ferrocarril, y a propósito del lugar común en este tipo de memorias en los que parte de la gracia retórica era mostrar la irracionalidad con la que debían luchar los ferroviarios en los terrenos donde trabajaban, contó que una mañana de domingo, después de misa, los habitantes de Turbaco (Bolívar) se sorprendieron con lo que creyeron era un milagro. Pequeños fragmentos de roca empezaron a caer del cielo; la gente lo tomó como una bendición divina, se apresuraron a recogerlos, y durante mucho tiempo se vio a los niños del pueblo usando pedacitos de piedra colgados del cuello o en las muñecas a modo de amuleto, para prevenir enfermedades y evitar accidentes. Al parecer, la creencia en el milagro y la fe en el nuevo talismán, ni siquiera disminuyeron cuando, en un esfuerzo de racionalidad, la compañía ferroviaria explicó que en realidad la causa de la “lluvia de piedras celestiales” había sido la detonación de una roca en la vía del tren, que esparció́ cientos de fragmentos a varias millas de distancia.
Pero quizá el relato más curioso de Hart, en la lógica de denunciar lucha constante entre los atavismos locales y el progreso redentor, fue la negociación que se desarrolló entre la compañía ferroviaria y el obispo de Cartagena: para los días de Semana Santa, desde el jueves por la mañana hasta el Domingo de Pascua, la Iglesia católica prohibía todo tipo de trabajos que no fueran absolutamente necesarios dentro de la ciudad, de modo que la mayor preocupación de la compañía ferroviaria para esos días consistía en encontrar la manera de operar el ferrocarril sin ofender la fe católica. La solución vendría del obispo Eugenio Biffi, a través de un permiso de surrealismo devoto: “Permiso otorgado a la Compañía de Ferrocarriles para operar sus trenes, como es costumbre en los países europeos, siempre que se muevan lo más posible sin ruido y a la velocidad de un hombre caminando, y que el silbato no sea sonado ni se toque la campana, excepto para evitar accidentes”.