La vida de Dydine se repite en la de muchas niñas y adolescentes colombianas
Dydine Umunyana Anderson no perdió la inocencia en la guerra. No tuvo tiempo para la inocencia. Apenas alcanzaba los cuatro años cuando uno de los genocidios más aterradores de la historia de la humanidad sucedía frente a sus ojos. La mañana del 7 de abril de 1994, aferrada a su biberón y preocupada por la pulcritud de su vestido preferido, caminó entre cadáveres apilados, charcos de sangre y vio y escuchó, con la dimensión que le permitía su edad, a un grupo de hombres hutus que la rodeaban en la casa de uno de sus vecinos y, en vocinglería festiva, se disputaban el privilegio de matarla.
Dydine es de Ruanda, es tutsi. Se salvó. El sábado pasado, la masacre que le tocó vivir a temprana edad cumplió 30 años –nosotros la vimos por televisión y a partir de eso nos enteramos de que Ruanda existía–, y la joven editorial independiente Artimaña acaba de publicar sus memorias con el título Abrazar la vida. Así sobreviví al genocidio Tutsi en Ruanda.
En los últimos años, Colombia se ha mirado en el espejo de los países africanos en la lógica de reencontrarse en la memoria histórica de la diáspora como una forma de reforzar los fundamentos de las apuestas políticas, éticas y estéticas de sus comunidades afrodescendientes. El libro de Umunyana ofrece otro espejo o quizás otras maneras de mirarse en ese espejo. Está la diáspora, pero no la de la travesía trasatlántica, sino la de las copiosas migraciones del tiempo contemporáneo producidas por la guerra, tan comunes a la República de Ruanda y a Colombia. La vida de Dydine bien podría repetirse en la de muchas niñas y adolescentes colombianas que crecieron en medio del conflicto con la errancia como único destino.
Pero hay otras coincidencias que sirven para ubicar diferencias: el Genocidio en Ruanda comenzó en abril –la tarde del 6 de abril de 1994–, y el mes se convirtió oficialmente en el espacio de tiempo de la conmemoración de la masacre. En Colombia, se institucionalizó el 9 de abril como el día de las víctimas del conflicto armado en referencia al asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1948. En ambos casos, las conmemoraciones traen consigo reconocimiento de las víctimas, duelo, homenajes, memoria, compromisos de no repetición y arrepentimientos públicos de los perpetuadores. Pero en Colombia son pocos los testigos vivos o las víctimas de lo que produjo aquel suceso: éste opera como una fecha simbólica. En Ruanda, en cambio, los que sobrevivieron y fueron testigos del Genocidio, están allí, en su mayoría, con las cicatrices en el cuerpo y en el alma. Es una fecha que los toca en lo profundo, más allá de lo simbólico. “Odiaba abril”, dice Dydine, porque la conmemoración le traía recuerdos terribles y la certeza de la agudización del trauma de su padre que en algunas ocasiones asistió a reuniones donde antiguos miembros del grupo paramilitar daban escabrosos detalles de cómo habían asesinado a sus familiares.
Por estos días, Dydine Umunyana Anderson está en Colombia, presentado su libro en varias ciudades del país, contando cómo se encontró con la epifanía en una visita escolar al Memorial del Genocidio en Kigali. Allí, en la sala dedicada a los niños y niñas, mientras veía las fotografías de los infantes que murieron, se le reveló el propósito de su vida. Ella bien había podido ser uno de esos niños, pero había sobrevivido. Y, en la conciencia del horror sufrido, abrazó la inocencia que nunca tuvo tiempo de experimentar y el libreto para asumir su vida de activismo creativo por la reconciliación.
Dydine Umunyana Anderson no perdió la inocencia en la guerra. No tuvo tiempo para la inocencia. Apenas alcanzaba los cuatro años cuando uno de los genocidios más aterradores de la historia de la humanidad sucedía frente a sus ojos. La mañana del 7 de abril de 1994, aferrada a su biberón y preocupada por la pulcritud de su vestido preferido, caminó entre cadáveres apilados, charcos de sangre y vio y escuchó, con la dimensión que le permitía su edad, a un grupo de hombres hutus que la rodeaban en la casa de uno de sus vecinos y, en vocinglería festiva, se disputaban el privilegio de matarla.
Dydine es de Ruanda, es tutsi. Se salvó. El sábado pasado, la masacre que le tocó vivir a temprana edad cumplió 30 años –nosotros la vimos por televisión y a partir de eso nos enteramos de que Ruanda existía–, y la joven editorial independiente Artimaña acaba de publicar sus memorias con el título Abrazar la vida. Así sobreviví al genocidio Tutsi en Ruanda.
En los últimos años, Colombia se ha mirado en el espejo de los países africanos en la lógica de reencontrarse en la memoria histórica de la diáspora como una forma de reforzar los fundamentos de las apuestas políticas, éticas y estéticas de sus comunidades afrodescendientes. El libro de Umunyana ofrece otro espejo o quizás otras maneras de mirarse en ese espejo. Está la diáspora, pero no la de la travesía trasatlántica, sino la de las copiosas migraciones del tiempo contemporáneo producidas por la guerra, tan comunes a la República de Ruanda y a Colombia. La vida de Dydine bien podría repetirse en la de muchas niñas y adolescentes colombianas que crecieron en medio del conflicto con la errancia como único destino.
Pero hay otras coincidencias que sirven para ubicar diferencias: el Genocidio en Ruanda comenzó en abril –la tarde del 6 de abril de 1994–, y el mes se convirtió oficialmente en el espacio de tiempo de la conmemoración de la masacre. En Colombia, se institucionalizó el 9 de abril como el día de las víctimas del conflicto armado en referencia al asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido el 9 de abril de 1948. En ambos casos, las conmemoraciones traen consigo reconocimiento de las víctimas, duelo, homenajes, memoria, compromisos de no repetición y arrepentimientos públicos de los perpetuadores. Pero en Colombia son pocos los testigos vivos o las víctimas de lo que produjo aquel suceso: éste opera como una fecha simbólica. En Ruanda, en cambio, los que sobrevivieron y fueron testigos del Genocidio, están allí, en su mayoría, con las cicatrices en el cuerpo y en el alma. Es una fecha que los toca en lo profundo, más allá de lo simbólico. “Odiaba abril”, dice Dydine, porque la conmemoración le traía recuerdos terribles y la certeza de la agudización del trauma de su padre que en algunas ocasiones asistió a reuniones donde antiguos miembros del grupo paramilitar daban escabrosos detalles de cómo habían asesinado a sus familiares.
Por estos días, Dydine Umunyana Anderson está en Colombia, presentado su libro en varias ciudades del país, contando cómo se encontró con la epifanía en una visita escolar al Memorial del Genocidio en Kigali. Allí, en la sala dedicada a los niños y niñas, mientras veía las fotografías de los infantes que murieron, se le reveló el propósito de su vida. Ella bien había podido ser uno de esos niños, pero había sobrevivido. Y, en la conciencia del horror sufrido, abrazó la inocencia que nunca tuvo tiempo de experimentar y el libreto para asumir su vida de activismo creativo por la reconciliación.