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La semana pasada, en un almuerzo en la ciudad de Cali, un reconocido abogado me contó que en una zona rural de un municipio al norte del departamento del Valle del Cauca un hombre bajaba por la ladera de la montaña con un pesado bulto en el hombro:
–¿Qué lleva allí? –le preguntó un campesino que iba en sentido contrario.
–Pájaros –respondió el hombre y siguió su camino cuesta abajo.
El hombre del bulto venía de uno de los cultivos de aguacates, producto que en los últimos años ocupa extensas zonas de tierra de montaña en los departamentos de Quindío, Caldas, Risaralda y la parte occidental del Valle del Cauca –el año pasado se estimaba que solo en el departamento del Quindío había más de 7.000 hectáreas sembradas, y Colombia, en un corto período de tiempo, pasó a convertirse en el segundo país productor de aguacate de la variedad Hass para la exportación, solo superado por México–.
Lo que llevaba aquel hombre en el costal era un montón de pájaros muertos y, según la versión de los campesinos de la zona, la mortandad de aves se debe a que los productores usan insumos para deshacerse de ellas porque en sus deposiciones estas dejan semillas de una planta parásita que crece en los arbustos y deteriora la producción. Había aves de todas las especies y su muerte masiva se suma a un rosario de quejas ambientalistas sobre los cultivos de esta variedad de aguacate inventada por Rudolph Hass, en 1935, pensada precisamente para la producción a gran escala para la exportación por su tamaño ideal para el transporte y su corteza oscura y resistente.
Los expertos señalan que en Colombia se usan 4.945 litros de agua para producir un kilo de aguacate Hass, y que esto, por supuesto, está generando, además de la contaminación del agua, el deterioro de las fuentes hídricas, el secamiento de los ríos y la afectación de los acueductos locales porque los cultivos se ubican en la parte alta y media de la montaña, cerca del nacimiento de las más importantes fuentes de agua de la zona.
El año pasado una compañía fue multada porque se le comprobaron tres delitos en las prácticas de producción: utilizaba el agua sin permiso de un riachuelo, arrojaba contaminantes en la zona y deforestó un área a menos de 30 metros de distancia del cauce de un río; pero la multa fue de apenas 64 millones de pesos. Un insulto para las denunciantes del caso y para la comunidad. “Esto es una burla, estas empresas gastan más en el café de la oficina”, dijo uno de los ambientalistas de la zona.
También se dice que pese a que los cultivos se promocionan ante el mercado internacional como alimentos orgánicos que no usan pesticidas y herbicidas fuertes, es imposible que en Europa se puede rechazar el producto porque dos meses antes de su exportación simplemente se sustituyen los productos químicos por orgánicos, de modo que en la traza de la producción es imposible detectarlos.
Nadie duda que una de las estrategias de la denuncia ambientalista es el uso de una retórica para llamar la atención. Algunos, incluso, han criticado la tendencia exagerada y apocalíptica. Pero lo que sí es cierto es que aquellos pájaros muertos que un hombre bajaba por la montaña en un costal no son parte de un arquetipo poético: pertenecen a una realidad compleja de la producción a gran escala de aguacates para la exportación en Colombia, que por lo menos merece un análisis reposado.