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                                                                                                                                Homenaje a mí mismo

                                                                                                                                Jaime Bayly

                                                                                                                                Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.

                                                                                                                                Mi hija me pidió por correo electrónico que le comprase un boleto aéreo para viajar a una isla caribeña con su novio. Como soy torpe, traté de adquirirlo, pero me confundí de isla caribeña y no encontré el vuelo que ella me había sugerido. Debido a ese malentendido, le sugerí que comprase ella misma el pasaje y le prometí que le enviaría el dinero sin demora. En efecto, ella compró el billete y tuvo la cortesía de hacerlo en clase turista y no en ejecutiva. Quedé, por tanto, debiéndole un dinero.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Veintitrés horas y media después de comprar el pasaje aéreo a nombre de mi hija, y como ella no me había escrito agradeciéndome, me sentí tan triste y decepcionado que llamé a la aerolínea, hablé con un operador irritante que me dejaba esperando largos minutos y, tras cancelar el boleto, pedí reembolso de inmediato. Por suerte, me dieron el reembolso, pues aún estaba a tiempo de solicitarlo. No me sentí contento ni orgulloso, pero eso fue lo que hice. Pensé: si no me agradeces, no lo mereces. Pensé: como no me agradeces, no enviaré el dinero por el vuelo a la isla caribeña. Pensé: solo me escribes para pedirme dinero, y cuando accedo mansamente a tus peticiones, no dedicas medio minuto tan siquiera para decirme gracias.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los gerentes me dijeron que esa noche no debía salir en directo, que debía abortar mi programa y propalar una repetición. Me dijeron que debía subir a la camioneta negra con ellos y que me conducirían a un restaurante en el centro de la ciudad, donde el dueño y fundador de ese canal de televisión, donde trabajo hace muchos años, recibiría un homenaje a las nueve en punto de la noche, la misma hora en que debía comenzar mi programa.

                                                                                                                                Sorprendido, les dije que, si querían que yo acompañase al dueño de la estación en dicha ceremonia, tendrían que habérmelo dicho el día anterior, para organizarme con tiempo. Me negué a subir a la camioneta, me negué a cumplir sus órdenes apremiantes, me negué a obedecer al dueño del canal, me negué a sumarme al tributo en su honor. Incrédulos, los gerentes insistieron una y otra vez que el dueño del canal les había ordenado que yo no hiciera mi programa esa noche y me dirigiera de inmediato al homenaje que estaba por comenzar, porque al parecer las personas ilustres que le rendían dicho reconocimiento habían reclamado mi presencia para que yo dijese unas palabras y para que se hicieran fotos conmigo. Me dieron a entender que yo no podía elegir, que estaba obligado a desertar de mi programa y dirigirme mansamente al agasajo a mi jefe, el dueño y fundador de la televisora en que trabajo.

                                                                                                                                Yo sentía que los gerentes estaban literalmente empujándome para que entrase en la camioneta negra. Sentía que era un atropello, una descortesía, una falta de respeto. Les reproché los malos modales, me quejé de que no me hubieran avisado con el debido tiempo del homenaje. Pensé: el dueño del canal debió escribirme un correo, invitarme al acto en su honor, pedirme que pasara una repetición esa noche y entonces con mucho gusto hubiese acudido al evento. Me puse terco como una mula exhausta y dije que no subiría a la camioneta ni iría al homenaje, que haría mi programa en directo y luego manejaría al centro de la ciudad y llegaría al restaurante hacia las diez y media de la noche. Los gerentes me miraban como si estuvieran contemplando a un suicida que se arrojaba al vacío desde el último piso de un edificio. Siguieron insistiendo, hasta que se agotaron y se hartaron de mí. Comprendieron que yo no daría mi brazo a torcer. Me dieron a entender que el dueño estaría disgustado y decepcionado porque yo lo había desobedecido. Les dije que, si querían despedirme por díscolo y por querer trabajar y no desairar a mi público aquella noche tensa, podían despedirme al día siguiente, pues estaba dispuesto a pagar ese precio. Antes de irse, me preguntaron si en verdad iría a la ceremonia tan pronto como concluyese el programa. Les prometí que honraría mi palabra. Se fueron ofuscados, contrariados. Seguramente pensaron: este tipo está loco, el jefe lo va a despedir.

                                                                                                                                Acabado el programa a las diez en punto de la noche, me encerré en mi despacho, pasé paños húmedos por mi rostro, limpiándome el maquillaje, y caminé hasta la camioneta. Tras dejar las latas de comida a los gatos del canal, me dirigí al restaurante en el centro de la ciudad, como les había prometido a los gerentes. Llegué a las once en punto de la noche. Cuando entré al segundo piso del restaurante, el homenaje había concluido y el dueño del canal y sus gerentes se habían retirado. Sin embargo, algunos de los ilustres anfitriones me recibieron con cariño, me dieron un micrófono y me pidieron que dijera unas palabras. Nada me gusta más que decir unas palabras. Les dije la verdad: estoy acá por temor a que me despidan mañana. Se rieron. Pero no era una broma.

                                                                                                                                Mi hija me pidió por correo electrónico que le comprase un boleto aéreo para viajar a una isla caribeña con su novio. Como soy torpe, traté de adquirirlo, pero me confundí de isla caribeña y no encontré el vuelo que ella me había sugerido. Debido a ese malentendido, le sugerí que comprase ella misma el pasaje y le prometí que le enviaría el dinero sin demora. En efecto, ella compró el billete y tuvo la cortesía de hacerlo en clase turista y no en ejecutiva. Quedé, por tanto, debiéndole un dinero.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Veintitrés horas y media después de comprar el pasaje aéreo a nombre de mi hija, y como ella no me había escrito agradeciéndome, me sentí tan triste y decepcionado que llamé a la aerolínea, hablé con un operador irritante que me dejaba esperando largos minutos y, tras cancelar el boleto, pedí reembolso de inmediato. Por suerte, me dieron el reembolso, pues aún estaba a tiempo de solicitarlo. No me sentí contento ni orgulloso, pero eso fue lo que hice. Pensé: si no me agradeces, no lo mereces. Pensé: como no me agradeces, no enviaré el dinero por el vuelo a la isla caribeña. Pensé: solo me escribes para pedirme dinero, y cuando accedo mansamente a tus peticiones, no dedicas medio minuto tan siquiera para decirme gracias.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los gerentes me dijeron que esa noche no debía salir en directo, que debía abortar mi programa y propalar una repetición. Me dijeron que debía subir a la camioneta negra con ellos y que me conducirían a un restaurante en el centro de la ciudad, donde el dueño y fundador de ese canal de televisión, donde trabajo hace muchos años, recibiría un homenaje a las nueve en punto de la noche, la misma hora en que debía comenzar mi programa.

                                                                                                                                Sorprendido, les dije que, si querían que yo acompañase al dueño de la estación en dicha ceremonia, tendrían que habérmelo dicho el día anterior, para organizarme con tiempo. Me negué a subir a la camioneta, me negué a cumplir sus órdenes apremiantes, me negué a obedecer al dueño del canal, me negué a sumarme al tributo en su honor. Incrédulos, los gerentes insistieron una y otra vez que el dueño del canal les había ordenado que yo no hiciera mi programa esa noche y me dirigiera de inmediato al homenaje que estaba por comenzar, porque al parecer las personas ilustres que le rendían dicho reconocimiento habían reclamado mi presencia para que yo dijese unas palabras y para que se hicieran fotos conmigo. Me dieron a entender que yo no podía elegir, que estaba obligado a desertar de mi programa y dirigirme mansamente al agasajo a mi jefe, el dueño y fundador de la televisora en que trabajo.

                                                                                                                                Yo sentía que los gerentes estaban literalmente empujándome para que entrase en la camioneta negra. Sentía que era un atropello, una descortesía, una falta de respeto. Les reproché los malos modales, me quejé de que no me hubieran avisado con el debido tiempo del homenaje. Pensé: el dueño del canal debió escribirme un correo, invitarme al acto en su honor, pedirme que pasara una repetición esa noche y entonces con mucho gusto hubiese acudido al evento. Me puse terco como una mula exhausta y dije que no subiría a la camioneta ni iría al homenaje, que haría mi programa en directo y luego manejaría al centro de la ciudad y llegaría al restaurante hacia las diez y media de la noche. Los gerentes me miraban como si estuvieran contemplando a un suicida que se arrojaba al vacío desde el último piso de un edificio. Siguieron insistiendo, hasta que se agotaron y se hartaron de mí. Comprendieron que yo no daría mi brazo a torcer. Me dieron a entender que el dueño estaría disgustado y decepcionado porque yo lo había desobedecido. Les dije que, si querían despedirme por díscolo y por querer trabajar y no desairar a mi público aquella noche tensa, podían despedirme al día siguiente, pues estaba dispuesto a pagar ese precio. Antes de irse, me preguntaron si en verdad iría a la ceremonia tan pronto como concluyese el programa. Les prometí que honraría mi palabra. Se fueron ofuscados, contrariados. Seguramente pensaron: este tipo está loco, el jefe lo va a despedir.

                                                                                                                                Acabado el programa a las diez en punto de la noche, me encerré en mi despacho, pasé paños húmedos por mi rostro, limpiándome el maquillaje, y caminé hasta la camioneta. Tras dejar las latas de comida a los gatos del canal, me dirigí al restaurante en el centro de la ciudad, como les había prometido a los gerentes. Llegué a las once en punto de la noche. Cuando entré al segundo piso del restaurante, el homenaje había concluido y el dueño del canal y sus gerentes se habían retirado. Sin embargo, algunos de los ilustres anfitriones me recibieron con cariño, me dieron un micrófono y me pidieron que dijera unas palabras. Nada me gusta más que decir unas palabras. Les dije la verdad: estoy acá por temor a que me despidan mañana. Se rieron. Pero no era una broma.

                                                                                                                                Por Jaime Bayly

                                                                                                                                Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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