Mi esposa y el argentino
Jaime Bayly
En vísperas del cumpleaños de mi esposa, que ha sumado treinta y seis años de vida contemplativa como escritora, y de vida aguerrida como karateca, tenista y corredora, y que, con su habitual modestia, no deseaba ninguna celebración escandalosa por su aniversario, no tuve mejor idea que enviarle quinientos dólares a un argentino que me escribe de vez en cuando, desde Buenos Aires, pidiéndome dinero, alegando que la crisis se ha ensañado con él. Como mi esposa me había pedido que no le mandase más dinero a ese argentino, preferí no decirle nada a ella, por temor a que se enfadase conmigo. Sin embargo, olvidé borrar los mensajes que intercambié con el argentino, diciéndole que le había enviado la plata (la mitad de lo que él me había pedido) y rogándole que no la gastase en drogas, tragos y prostitutas.
Esa misma tarde, hacia las siete, ya oscureciendo, estaba maquillándome en el cuarto de baño del primer piso de mi casa, ya vestido de traje y corbata, listo para salir a la televisión, cuando mi esposa, desde la mesa del comedor, me pidió mi tableta electrónica. Necesito bajar unas fotos tuyas para tu cuenta de Spotify, me dijo. Ningún problema, saca mi tableta del maletín, le dije, y seguí maquillándome, sin advertir el riesgo que se cernía sobre mí. Tardé unos diez minutos en maquillarme. Sin que yo la viera, mi esposa abrió mi tableta, bajó las fotos que necesitaba y seguramente leyó los mensajes que yo le había escrito al argentino, confirmándole la transferencia del dinero. Soy tan tonto y despistado que no imaginé que eso ocurriría. Por eso salí del baño, ya con la cara pintada, me despedí de ella con un beso y me dirigí tan contento al estudio de televisión, sin sospechar que lo peor estaba por venir.
Regresé a casa a las once de la noche, una hora antes del cumpleaños de mi esposa. La encontré tomando vino, de un humor sombrío. Me decía cosas ácidas, corrosivas. Sin aludir al argentino, me decía que yo era un tonto que andaba regalando dinero a los pedigüeños de medio mundo, quienes se aprovechaban de mi candor. Pensé que estaba cansada, malhumorada. Pensé que el vino la había tornado mezquina. No di importancia a sus comentarios. Cené algo frugal, ella a mi lado, la mirada esquinada, y luego subí a mi habitación, mientras ella salía a pasear al perro. En ningún momento pensé que debía haberle contado a mi esposa el despacho del dinero al argentino. Sabía que eso le sentaría mal y no quería indisponerla en su cumpleaños.
A las doce en punto de la medianoche, ambos en ropa de dormir, abracé a mi esposa, la besé y le dije feliz cumpleaños. Ella estaba sospechosamente seria. Poco después, tendidos en la cama, quise besarla, acariciarla, amarla, pero ella me frenó en seco, me miró con desusada seriedad y me dijo que estaba cansada y prefería irse a dormir a su habitación. Se marchó, ofuscada. Quedé sorprendido, preocupado. Recién entonces comprendí que mi esposa estaba enojada conmigo. Recién entonces, atando cabos, imaginé que seguramente ella había visto mis mensajes al argentino, cuando yo me maquillaba, despreocupado. Esa fue mi conclusión: está molesta porque, al abrir mi tableta, al ver mis correos, mis mensajes y mis fotos, vio, muy a su pesar, que yo la había desobedecido, mandándole dinero al argentino, y que además le había mentido, o escondido la verdad, no contándole que aquello había ocurrido a sus espaldas.
Al día siguiente, día de su cumpleaños, le había prometido a mi esposa que la llevaría a unas tiendas para regalarle un reloj. Por lo general, le obsequio un reloj en su aniversario. Sin embargo, ella estaba tan fría y distante que me pareció una mala idea ir a comprar el reloj. Preferí meter dinero en efectivo en un sobre, escribirle una tarjeta de felicitación y decirle feliz día, este es mi regalo, esta plata es para que compres lo que quieras. No fuimos entonces a comprar su regalo. Nos dirigimos a una cafetería, comimos algo deprisa y volvimos a casa. Luego me encerré a trabajar en mi estudio. Habían llegado flores amarillas de mi madre, siempre tan cumplida, tan atenta a los detalles, y de mis hermanos. Comprensiblemente, mi familia quiere a mi esposa más de lo que me quiere a mí mismo. Por eso no dejaban de llegar las flores y los regalos.
Hacia el final de la tarde, mi esposa entró en mi estudio, se sentó frente a mí y me dijo: tenemos que hablar. Estaba llorando levemente, y ella no es de llorar por cosas menores. Me dijo que me había notado raro desde el día anterior, como si yo estuviera escondiéndole algo. Sospeché que, al abrir mi tableta sin que yo estuviera a su lado, ella había visto mis mensajes al argentino. Por eso preferí decirle la verdad, toda la verdad, porque presentí que ella ya la sabía. Le dije que el argentino me había escrito, pidiéndome dinero, y que le había despachado quinientos dólares. Le dije: preferí no contártelo porque imaginé que, si te lo decía, te pondrías de mal humor y no quería correr el riesgo de estropearte el cumpleaños. Le pregunté, mirándola a los ojos, si, al abrir mi tableta, buscando supuestamente una foto mía, había leído mis mensajes. Lo negó con énfasis. Dijo que no había leído nada. No le creí del todo. Le pedí disculpas por no haberle contado que había mandado plata al argentino. No me pareció importante, le dije. No tenía sentido decírtelo cuando sabía que te molestarías y me regañarías, añadí. Con razón te veía tan raro, dijo ella. Y luego me criticó por dejarme manipular por el argentino, y por otras personas que me escriben pidiéndome dinero, y me rogó que no les mandase más plata a los picaflores y chupamieles de este mundo de convenencieros. Le prometí que no volvería a cometer ese error. No tenía sentido pelear con ella solo por quedar bien con el argentino.
Después salí a caminar. Ya era de noche. Por suerte no tenía que ir a la televisión. Iríamos a cenar para festejar el cumpleaños de mi esposa. Andando a paso lento, pensé: qué bruto fui al no borrar los mensajes al argentino, qué torpe fui al prestarle la tableta a mi esposa sin imaginar que ella los vería, qué desatinado e inoportuno fui al hacer todo eso en vísperas de su cumpleaños, jodiéndole el cumpleaños. Como estaba enfadado conmigo y con ella y con el argentino y con la vida misma, pensé lo que suelo pensar cuando me encuentro enojado con mi esposa: gasta mucho dinero, debo ponerle un límite en las tarjetas de crédito. También pensé: mejor no viajaremos a las montañas y la nieve en dos semanas, mejor nos quedaremos en casa. Finalmente pensé: en pocos meses, cuando cumpla sesenta años, compraré un apartamento en Buenos Aires para escaparme de vez en cuando y dar rienda suelta a mi pasión argentina, sin que nadie lea mi tableta y mis mensajes.
Aquella noche fuimos a cenar al restaurante que mi esposa eligió. Ella comió ostras y carne roja y bebió champaña y vino tinto. La vi contenta, contentísima, recuperada del incidente. Fue una cena espléndida. Nuestra hija de trece años estaba feliz y cuando ella está feliz no para de hablar. De pronto, todo volvía a estar bien, de nuevo éramos felices y la sombra del argentino se había desvanecido. Llegando a la casa, ya pasada la medianoche, nuestra hija se retiró a dormir y mi esposa salió a pasear al perro. Más tarde, tendidos en la cama, sentí que ella me había perdonado por no contarle lo del argentino. Me dejó besarla, acariciarla, amarla. Le dije: no he amado a nadie como te amo a ti. Le dije: eres el gran amor de mi vida. Luego ella me dijo: si el argentino sigue escribiéndote, lo voy a poner en su sitio. Le prometí que no contestaría más los mensajes del argentino. Cuando mi esposa se fue a dormir, me quedé solo en mi cama, pensando: qué estúpido fui al no contarle que le había mandado quinientos dólares al argentino, qué idiota fui al pensar que debía imponer unos límites a las tarjetas de crédito de mi esposa, qué necio fui al pensar que no debíamos viajar a las montañas y la nieve en dos semanas. Y entonces recordé, por si hacía falta, que cuando mi esposa no desea hacer el amor conmigo, soy una persona triste, cabreada y rencorosa, y cuando ella condesciende a amarme, soy una persona infinitamente mejor, un hombre paciente y generoso, risueño y bondadoso. Lo que yo soy, entonces, depende enteramente de ella.
En vísperas del cumpleaños de mi esposa, que ha sumado treinta y seis años de vida contemplativa como escritora, y de vida aguerrida como karateca, tenista y corredora, y que, con su habitual modestia, no deseaba ninguna celebración escandalosa por su aniversario, no tuve mejor idea que enviarle quinientos dólares a un argentino que me escribe de vez en cuando, desde Buenos Aires, pidiéndome dinero, alegando que la crisis se ha ensañado con él. Como mi esposa me había pedido que no le mandase más dinero a ese argentino, preferí no decirle nada a ella, por temor a que se enfadase conmigo. Sin embargo, olvidé borrar los mensajes que intercambié con el argentino, diciéndole que le había enviado la plata (la mitad de lo que él me había pedido) y rogándole que no la gastase en drogas, tragos y prostitutas.
Esa misma tarde, hacia las siete, ya oscureciendo, estaba maquillándome en el cuarto de baño del primer piso de mi casa, ya vestido de traje y corbata, listo para salir a la televisión, cuando mi esposa, desde la mesa del comedor, me pidió mi tableta electrónica. Necesito bajar unas fotos tuyas para tu cuenta de Spotify, me dijo. Ningún problema, saca mi tableta del maletín, le dije, y seguí maquillándome, sin advertir el riesgo que se cernía sobre mí. Tardé unos diez minutos en maquillarme. Sin que yo la viera, mi esposa abrió mi tableta, bajó las fotos que necesitaba y seguramente leyó los mensajes que yo le había escrito al argentino, confirmándole la transferencia del dinero. Soy tan tonto y despistado que no imaginé que eso ocurriría. Por eso salí del baño, ya con la cara pintada, me despedí de ella con un beso y me dirigí tan contento al estudio de televisión, sin sospechar que lo peor estaba por venir.
Regresé a casa a las once de la noche, una hora antes del cumpleaños de mi esposa. La encontré tomando vino, de un humor sombrío. Me decía cosas ácidas, corrosivas. Sin aludir al argentino, me decía que yo era un tonto que andaba regalando dinero a los pedigüeños de medio mundo, quienes se aprovechaban de mi candor. Pensé que estaba cansada, malhumorada. Pensé que el vino la había tornado mezquina. No di importancia a sus comentarios. Cené algo frugal, ella a mi lado, la mirada esquinada, y luego subí a mi habitación, mientras ella salía a pasear al perro. En ningún momento pensé que debía haberle contado a mi esposa el despacho del dinero al argentino. Sabía que eso le sentaría mal y no quería indisponerla en su cumpleaños.
A las doce en punto de la medianoche, ambos en ropa de dormir, abracé a mi esposa, la besé y le dije feliz cumpleaños. Ella estaba sospechosamente seria. Poco después, tendidos en la cama, quise besarla, acariciarla, amarla, pero ella me frenó en seco, me miró con desusada seriedad y me dijo que estaba cansada y prefería irse a dormir a su habitación. Se marchó, ofuscada. Quedé sorprendido, preocupado. Recién entonces comprendí que mi esposa estaba enojada conmigo. Recién entonces, atando cabos, imaginé que seguramente ella había visto mis mensajes al argentino, cuando yo me maquillaba, despreocupado. Esa fue mi conclusión: está molesta porque, al abrir mi tableta, al ver mis correos, mis mensajes y mis fotos, vio, muy a su pesar, que yo la había desobedecido, mandándole dinero al argentino, y que además le había mentido, o escondido la verdad, no contándole que aquello había ocurrido a sus espaldas.
Al día siguiente, día de su cumpleaños, le había prometido a mi esposa que la llevaría a unas tiendas para regalarle un reloj. Por lo general, le obsequio un reloj en su aniversario. Sin embargo, ella estaba tan fría y distante que me pareció una mala idea ir a comprar el reloj. Preferí meter dinero en efectivo en un sobre, escribirle una tarjeta de felicitación y decirle feliz día, este es mi regalo, esta plata es para que compres lo que quieras. No fuimos entonces a comprar su regalo. Nos dirigimos a una cafetería, comimos algo deprisa y volvimos a casa. Luego me encerré a trabajar en mi estudio. Habían llegado flores amarillas de mi madre, siempre tan cumplida, tan atenta a los detalles, y de mis hermanos. Comprensiblemente, mi familia quiere a mi esposa más de lo que me quiere a mí mismo. Por eso no dejaban de llegar las flores y los regalos.
Hacia el final de la tarde, mi esposa entró en mi estudio, se sentó frente a mí y me dijo: tenemos que hablar. Estaba llorando levemente, y ella no es de llorar por cosas menores. Me dijo que me había notado raro desde el día anterior, como si yo estuviera escondiéndole algo. Sospeché que, al abrir mi tableta sin que yo estuviera a su lado, ella había visto mis mensajes al argentino. Por eso preferí decirle la verdad, toda la verdad, porque presentí que ella ya la sabía. Le dije que el argentino me había escrito, pidiéndome dinero, y que le había despachado quinientos dólares. Le dije: preferí no contártelo porque imaginé que, si te lo decía, te pondrías de mal humor y no quería correr el riesgo de estropearte el cumpleaños. Le pregunté, mirándola a los ojos, si, al abrir mi tableta, buscando supuestamente una foto mía, había leído mis mensajes. Lo negó con énfasis. Dijo que no había leído nada. No le creí del todo. Le pedí disculpas por no haberle contado que había mandado plata al argentino. No me pareció importante, le dije. No tenía sentido decírtelo cuando sabía que te molestarías y me regañarías, añadí. Con razón te veía tan raro, dijo ella. Y luego me criticó por dejarme manipular por el argentino, y por otras personas que me escriben pidiéndome dinero, y me rogó que no les mandase más plata a los picaflores y chupamieles de este mundo de convenencieros. Le prometí que no volvería a cometer ese error. No tenía sentido pelear con ella solo por quedar bien con el argentino.
Después salí a caminar. Ya era de noche. Por suerte no tenía que ir a la televisión. Iríamos a cenar para festejar el cumpleaños de mi esposa. Andando a paso lento, pensé: qué bruto fui al no borrar los mensajes al argentino, qué torpe fui al prestarle la tableta a mi esposa sin imaginar que ella los vería, qué desatinado e inoportuno fui al hacer todo eso en vísperas de su cumpleaños, jodiéndole el cumpleaños. Como estaba enfadado conmigo y con ella y con el argentino y con la vida misma, pensé lo que suelo pensar cuando me encuentro enojado con mi esposa: gasta mucho dinero, debo ponerle un límite en las tarjetas de crédito. También pensé: mejor no viajaremos a las montañas y la nieve en dos semanas, mejor nos quedaremos en casa. Finalmente pensé: en pocos meses, cuando cumpla sesenta años, compraré un apartamento en Buenos Aires para escaparme de vez en cuando y dar rienda suelta a mi pasión argentina, sin que nadie lea mi tableta y mis mensajes.
Aquella noche fuimos a cenar al restaurante que mi esposa eligió. Ella comió ostras y carne roja y bebió champaña y vino tinto. La vi contenta, contentísima, recuperada del incidente. Fue una cena espléndida. Nuestra hija de trece años estaba feliz y cuando ella está feliz no para de hablar. De pronto, todo volvía a estar bien, de nuevo éramos felices y la sombra del argentino se había desvanecido. Llegando a la casa, ya pasada la medianoche, nuestra hija se retiró a dormir y mi esposa salió a pasear al perro. Más tarde, tendidos en la cama, sentí que ella me había perdonado por no contarle lo del argentino. Me dejó besarla, acariciarla, amarla. Le dije: no he amado a nadie como te amo a ti. Le dije: eres el gran amor de mi vida. Luego ella me dijo: si el argentino sigue escribiéndote, lo voy a poner en su sitio. Le prometí que no contestaría más los mensajes del argentino. Cuando mi esposa se fue a dormir, me quedé solo en mi cama, pensando: qué estúpido fui al no contarle que le había mandado quinientos dólares al argentino, qué idiota fui al pensar que debía imponer unos límites a las tarjetas de crédito de mi esposa, qué necio fui al pensar que no debíamos viajar a las montañas y la nieve en dos semanas. Y entonces recordé, por si hacía falta, que cuando mi esposa no desea hacer el amor conmigo, soy una persona triste, cabreada y rencorosa, y cuando ella condesciende a amarme, soy una persona infinitamente mejor, un hombre paciente y generoso, risueño y bondadoso. Lo que yo soy, entonces, depende enteramente de ella.