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Llevo más de treinta años viviendo en los Estados Unidos. Me concedieron un permiso de residencia temporal cuando vivía en la capital del país. Unos años después, me enviaron por correo la soñada tarjeta verde, el permiso de residencia permanente. Juré la ciudadanía estadounidense tan pronto como pude. Entonces ya vivía en una isla de Miami, donde continúo viviendo.
Voté por primera vez en este país en las elecciones presidenciales a principios del milenio. Mi voto no fue irrelevante. Bush ganó el estado de la Florida, y por consiguiente la presidencia de la nación, porque obtuvo quinientos treinta y siete votos más que Gore. Yo voté por Bush. Mi voto fue uno de esos quinientos treinta y siete que le dieron la victoria. No me enorgullezco de ello. No sé por qué veía con simpatía a Bush. Gore me parecía altanero, estirado, petulante. Bush era todo un vaquero. Luego fue un presidente discreto: malo en política económica y peor en política exterior.
Como estaba descontento con la presidencia de Bush, no voté por su reelección. Voté por Kerry. Decidí hacerlo cuando vi a Bruce Springsteen cantando en sus mítines. Tengo en un altar a Springsteen. Sus canciones describen con maestría el alma torturada de la nación. Ningún discurso político podría describirla mejor. Lamentablemente, Kerry, más inteligente y sofisticado que Bush, perdió. Por suerte, El Jefe siguió cantando.
Cuatro años después, quedé maravillado por Obama. Me pareció un virtuoso. Sus piezas oratorias eran ejercicios musicales de hipnosis. Hacía levitar a la gente. No era solo un jefe político. Era también un predicador religioso, un líder espiritual. No vacilé en darle mi voto. Su triunfo fue un momento precioso en la historia de este país. Resultó un gran presidente. Sus ocho años en la Casa Blanca trajeron una bonanza espectacular, después de la recesión que heredó al asumir el poder.
No quise votar por Trump, pero tampoco por la señora Clinton, cuando Obama estaba por concluir su segundo mandato. Trump me parecía un chiflado, un fanfarrón. Si bien admiraba la sabiduría de la señora Clinton al perdonar las indiscreciones amorosas de su esposo, el expresidente, su candidatura me parecía espesa, burocrática, aburrida. Por eso dilapidé mi voto, o me permití uno de protesta. Voté por el libertario Gary Johnson. Me di el gusto de votar por quien mejor defendía las ideas liberales. Ahora pienso que fui un irresponsable. Debí votar por la señora Clinton. Lo cierto es que no podía votar por Trump. Lo encontraba impresentable, indefendible. No obstante, vaticiné en la televisión que, contrariando a las encuestas, Trump ganaría. Y ganó. Ganó porque cumplió una ley no escrita: si los candidatos tuvieran programas competidores en la televisión, ganará la elección política quien obtendría los ratings más elevados en la televisión. Y Trump era un experto en tener ratings altos.
Hace cuatro años no quise votar por Trump, pero tampoco por Biden. De nuevo, Trump me parecía impresentable, indefendible. Sin embargo, Biden no se distinguía por ser inteligente. Era un veterano burócrata de la política. No le veía vuelo aguileño de presidente, madera de estadista, mirada penetrante de visionario. Por eso me quedé en casa. No fui a votar. Mi esposa me amonestó porque no voté por Biden. Hubiera sido un voto inútil, me defendí. Trump arrasará en la Florida, añadí. Ya estoy viejo y cansado para ir a votar, sentencié. Luego argumenté: elijo no votar. Elijo preservar una distancia crítica de ambos candidatos. No votar por ninguno es una manera de votar. Es un voto por la independencia, sin hacer concesiones. Si ninguno me gusta, mejor no ir a votar. Ahora celebro que Trump perdiera aquella elección. Si bien Biden ha sido discreto, apenas mediano, de muy corto vuelo, creo que Trump habría sido peor.
Lo que me lleva a la cuestión quemante, inescapable: ¿votaré el próximo martes por Trump o por Kamala? ¿O no iré a votar? ¿O votaré irresponsablemente por la candidata del partido verde?
En principio, había resuelto no votar y así lo había anunciado en la televisión: no quiero votar por Trump, pero tampoco estoy animado de hacerlo por Kamala. Sin embargo, en vísperas de los comicios, he cambiado de opinión. Ahora pienso que no debo ser perezoso, no debo ser frívolo, debo tomarme en serio los riesgos de esta elección, debo ir a votar.
He anunciado que no votaré por Trump. Si no voté por él en las dos presidenciales anteriores, menos lo haré ahora, cuando su candidatura me parece grotesca, esperpéntica. Ya sé que es el favorito. Ya sé que los expertos predicen que ganará. Ya sé que arrasará en la Florida con el voto de los cubanoamericanos. A sabiendas de todo ello, me niego a subirme a esa ola. Yo no voto por Trump. Ni antes, ni ahora, ni nunca. Es un sujeto que no posee las aptitudes morales e intelectuales para ser presidente de la nación. Lo demostró en el poder y, por si hacía falta, también en la oposición. Es un caudillo autoritario, un líder bananero, el jefe de una secta de fanáticos.
Repudio las maneras y los modales de Trump, su lenguaje acanallado, sus insultos de cantina. Me exasperan su arrogancia de emperador y su desprecio a las ventajas de la humildad. Los hombres más sabios que he conocido eran todos humildes. Trump no es sabio porque no es humilde. No sabe leer, no sabe escuchar, no sabe rodearse de gente que lo supera en inteligencia, información y sabiduría. Por eso se rodea de adulones. Por eso estimula el culto a la personalidad. Nada le gusta más que elogiarse a sí mismo. Es triste y patético ver cuánto se ama a sí mismo: él es siempre el mejor en todo.
Pero, por supuesto, no es el mejor en todo. Si en las formas se comporta como un canalla y un patán, en el fondo sus ideas son malas. No lo digo yo: lo dice la revista The Economist, que estos días ha pedido el voto por Kamala. Trump quiere construir un muro: es una mala idea, ¿y por qué no lo construyó cuando fue presidente? Quiere deportar a millones de indocumentados, a los que acusa de “envenenar la sangre pura de la nación”: es una mala idea, porque la mayoría de esos refugiados son mano de obra barata en la agricultura y la construcción y, si los deportan, subirá la inflación. Quiere imponer aranceles a los productos importados, en particular a los fabricados en China: es una mala idea, porque la barrera arancelaria opera como un impuesto a la venta y encarece los productos importados, lo que disparará la inflación. Y lo más grave: dice que los matones que asaltaron el Capitolio, envenenados y azuzados por él mismo, que fue el autor intelectual de aquel acto de barbarie, y que por eso debería enfrentar a la justicia, son “presos políticos” y que él los indultará: es una pésima idea, no son presos políticos, son criminales, merecen estar en la cárcel, y es repugnante que Trump diga que son “grandes patriotas” y que ese día trágico fue “un día de amor”.
Yo soy un inmigrante. Llegué a los Estados Unidos hace más de tres décadas, huyendo de un dictador que había dado un golpe de Estado. Detesto a los dictadores y los matones. No puedo votar por un matón pendenciero como Trump, que desprecia a los inmigrantes. Así como yo fui bienvenido en este país, creo que es justo recibir a los forasteros que huyen de otras dictaduras, a menos que estos sean criminales. Por lo pronto, soy partidario de que este país reciba a los cubanos, los venezolanos y los nicaragüenses. Me parece una crueldad deportar a los que ya han entrado y están trabajando honradamente, aunque no tengan papeles para hacerlo. La solución no es deportarlos: es darles papeles, como me los dieron a mí.
He anunciado que votaré por Kamala. Me cae bien que se haya casado a punto de cumplir cincuenta años, que no sea madre biológica, que tenga una brillante carrera como abogada, que sea una mujer independiente, de éxito. Me parece inteligente, educada, bien intencionada. Si es “retardada” y “discapacitada mental”, como dice el chocarrero de Trump, ¿entonces por qué Kamala le ganó el debate? En general, creo que sus ideas son las correctas, tanto en la economía como en la política exterior, así como en el aborto y en la defensa de los valores democráticos.
Si Kamala pierde, estoy seguro de que aceptará con nobleza la derrota y felicitará a su adversario. Si Trump pierde, dirá sin pruebas que ha sido un fraude, que le han robado la elección. Solo esa profunda deshonestidad moral e intelectual da una idea exacta de que ese matón acanallado no merece volver a ser presidente, porque constituye una seria amenaza a su país y al mundo.