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                                                                                                                                Un amor del tamaño del mar

                                                                                                                                Jaime Bayly

                                                                                                                                Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.

                                                                                                                                La señora que viene los fines de semana a limpiar la casa se llama Lorenza. Es paraguaya. Habla como paraguaya. Es una delicia escucharla. Tiene un acento musical. No ha cumplido cuarenta años. Tiene apenas treinta y ocho. Lleva diez años viviendo en este país.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Cuando le pregunto por sus hijos, se emociona, se le corta la voz, se le humedecen los ojos. Diez años sin verlos es mucho tiempo, demasiado. Está loca por verlos. No sabe qué hacer. Está tramitando su residencia. Mientras no se la concedan, no puede salir de los Estados Unidos. Si viaja al extranjero, no la admitirán de regreso. A veces se entristece, se llena de melancolía, decide que volverá a Paraguay de una buena vez y para siempre. Pero luego hace acopio de valor y perseverancia y se promete trabajar unos años más, hasta que tenga un dinero ahorrado que le permita abrir un negocio allá. No quiere volver a su tierra a pedir trabajo como empleada. Su sueño es abrir un negocio, ser la dueña, la jefa, y no obedecer órdenes de nadie. Yo la animo a que no desmaye y cumpla su sueño. Ella piensa en abrir un negocio simple, una tienda de abarrotes, una bodega, una ferretería. Le pregunto si una peluquería sería una buena idea y me dice que no. Le pregunto si una licorería sería rentable y me dice que seguramente sí, pero ella es una mujer seria, honorable, de convicciones religiosas y valores morales, y no quiere hacer dinero vendiendo cosas que hacen daño, que intoxican, que sacan lo peor de la gente. Admiro su sabiduría. No lee libros de alta literatura, pero me parece que sabe de la vida mucho más que yo. Y su ética de trabajo es, en verdad, asombrosa. Nunca se queja, nunca pide vacaciones, nunca se enferma o indispone, y cuando viene los fines de semana, está siempre atareada, limpiando algo, inventándose un quehacer, una faena, no descansando ni mirando la televisión. Yo no trabajo ni la décima parte de lo que ella trabaja. Yo voy a la televisión, me pintan la cara y hablo. Me pagan por hablar. Eso no es trabajar. También escribo cosas raras, ficciones que no lo parecen. Eso tampoco califica como trabajar. No a mis ojos ni a los de mi madre.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los chicos aparecen a lo lejos, empujando unos carritos metálicos con maletas abultadas. Isidro y Paula corren extasiados a abrazar a su madre. Lloran con ella. Le dicen cosas dictadas por el amor más profundo, un amor que nace en esa zona del espíritu que no perecerá, que es inmortal. Se parecen muchísimo a ella. Son gorditos y pecosos como ella. Son buenos, bonachones, querendones, su mirada los delata. Ambos la han sobrepasado en altura, sobre todo él, que es ya un hombre, un muchachón. Les doy un abrazo, les doy las flores. Les digo que su madre es una campeona, que tengo tanta suerte de haberla conocido, que todos quienes la conocemos, la respetamos y admiramos profundamente. Entramos en la camioneta, las grandes maletas apretujadas atrás. Comemos chocolates. Ellos hablan en su lengua pintoresca, musical. Cuentan cómo fue el viaje. Nunca habían viajado en avión. No se dieron cuenta de que iban en clase ejecutiva. Lorenza y yo nos reímos.

                                                                                                                                Al llegar a casa de Lorenza, nos despedimos con un gran abrazo y les dejo a los chicos unos sobres con dólares para que puedan costear sus gastos y comprar regalitos a su madre. Qué lindos chicos, qué humildes, qué tiernos, qué agradecidos con la vida. Le digo a Lorenza que venga con ellos a la casa el fin de semana. Quiero que mi hija los conozca, los escuche, aprenda a quererlos. Les recuerdo que deben traer traje de baño para meternos en la piscina.

                                                                                                                                El fin de semana los chicos vienen con Lorenza a mi casa. Dormirán con su madre, en el cuarto de huéspedes. Hemos puesto dos camas plegables, y es un cuarto grande, de espacios generosos. Han traído ropa de baño. No saben nadar. Por suerte la piscina no es tan honda y tienen piso en una parte de ella. Lorenza y su hija Paula no se animan a meterse en el agua. Solo el joven Isidro se da un chapuzón rápido. Luego nos echamos en las tumbonas y hablamos de fútbol, sobre todo de fútbol argentino, mientras Lorenza y su hija hablan con mi esposa y nuestra hija. Ellos, los visitantes paraguayos, son muy comedidos y solo aceptan agua y helados, no toman vino ni cerveza. Mi mujer toma cerveza, yo, vino helado canadiense.

                                                                                                                                Más tarde entramos en la casa y, cuando ven el cuarto de música de nuestra hija, los hijos de Lorenza parecen especialmente felices, sus ojos refulgen de ilusión. De pronto descubro que sienten pasión por la música. Cuando dije que vendrían al programa a cantar y hablar de su nuevo disco, pensé que estaba mintiendo en toda la línea. Pero ahora los chicos me preguntan si pueden cantar dos o tres canciones. Les digo que sí, por supuesto. Paula toca el piano, Isidro la guitarra, ambos cantan y Lorenza, embriagada de amor y ternura y gratitud, me mira y llora y lloramos, y en ese momento somos eternos, inmortales, y todo el amor que ella siente por sus hijos es del tamaño del mar.

                                                                                                                                La señora que viene los fines de semana a limpiar la casa se llama Lorenza. Es paraguaya. Habla como paraguaya. Es una delicia escucharla. Tiene un acento musical. No ha cumplido cuarenta años. Tiene apenas treinta y ocho. Lleva diez años viviendo en este país.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Cuando le pregunto por sus hijos, se emociona, se le corta la voz, se le humedecen los ojos. Diez años sin verlos es mucho tiempo, demasiado. Está loca por verlos. No sabe qué hacer. Está tramitando su residencia. Mientras no se la concedan, no puede salir de los Estados Unidos. Si viaja al extranjero, no la admitirán de regreso. A veces se entristece, se llena de melancolía, decide que volverá a Paraguay de una buena vez y para siempre. Pero luego hace acopio de valor y perseverancia y se promete trabajar unos años más, hasta que tenga un dinero ahorrado que le permita abrir un negocio allá. No quiere volver a su tierra a pedir trabajo como empleada. Su sueño es abrir un negocio, ser la dueña, la jefa, y no obedecer órdenes de nadie. Yo la animo a que no desmaye y cumpla su sueño. Ella piensa en abrir un negocio simple, una tienda de abarrotes, una bodega, una ferretería. Le pregunto si una peluquería sería una buena idea y me dice que no. Le pregunto si una licorería sería rentable y me dice que seguramente sí, pero ella es una mujer seria, honorable, de convicciones religiosas y valores morales, y no quiere hacer dinero vendiendo cosas que hacen daño, que intoxican, que sacan lo peor de la gente. Admiro su sabiduría. No lee libros de alta literatura, pero me parece que sabe de la vida mucho más que yo. Y su ética de trabajo es, en verdad, asombrosa. Nunca se queja, nunca pide vacaciones, nunca se enferma o indispone, y cuando viene los fines de semana, está siempre atareada, limpiando algo, inventándose un quehacer, una faena, no descansando ni mirando la televisión. Yo no trabajo ni la décima parte de lo que ella trabaja. Yo voy a la televisión, me pintan la cara y hablo. Me pagan por hablar. Eso no es trabajar. También escribo cosas raras, ficciones que no lo parecen. Eso tampoco califica como trabajar. No a mis ojos ni a los de mi madre.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los chicos aparecen a lo lejos, empujando unos carritos metálicos con maletas abultadas. Isidro y Paula corren extasiados a abrazar a su madre. Lloran con ella. Le dicen cosas dictadas por el amor más profundo, un amor que nace en esa zona del espíritu que no perecerá, que es inmortal. Se parecen muchísimo a ella. Son gorditos y pecosos como ella. Son buenos, bonachones, querendones, su mirada los delata. Ambos la han sobrepasado en altura, sobre todo él, que es ya un hombre, un muchachón. Les doy un abrazo, les doy las flores. Les digo que su madre es una campeona, que tengo tanta suerte de haberla conocido, que todos quienes la conocemos, la respetamos y admiramos profundamente. Entramos en la camioneta, las grandes maletas apretujadas atrás. Comemos chocolates. Ellos hablan en su lengua pintoresca, musical. Cuentan cómo fue el viaje. Nunca habían viajado en avión. No se dieron cuenta de que iban en clase ejecutiva. Lorenza y yo nos reímos.

                                                                                                                                Al llegar a casa de Lorenza, nos despedimos con un gran abrazo y les dejo a los chicos unos sobres con dólares para que puedan costear sus gastos y comprar regalitos a su madre. Qué lindos chicos, qué humildes, qué tiernos, qué agradecidos con la vida. Le digo a Lorenza que venga con ellos a la casa el fin de semana. Quiero que mi hija los conozca, los escuche, aprenda a quererlos. Les recuerdo que deben traer traje de baño para meternos en la piscina.

                                                                                                                                El fin de semana los chicos vienen con Lorenza a mi casa. Dormirán con su madre, en el cuarto de huéspedes. Hemos puesto dos camas plegables, y es un cuarto grande, de espacios generosos. Han traído ropa de baño. No saben nadar. Por suerte la piscina no es tan honda y tienen piso en una parte de ella. Lorenza y su hija Paula no se animan a meterse en el agua. Solo el joven Isidro se da un chapuzón rápido. Luego nos echamos en las tumbonas y hablamos de fútbol, sobre todo de fútbol argentino, mientras Lorenza y su hija hablan con mi esposa y nuestra hija. Ellos, los visitantes paraguayos, son muy comedidos y solo aceptan agua y helados, no toman vino ni cerveza. Mi mujer toma cerveza, yo, vino helado canadiense.

                                                                                                                                Más tarde entramos en la casa y, cuando ven el cuarto de música de nuestra hija, los hijos de Lorenza parecen especialmente felices, sus ojos refulgen de ilusión. De pronto descubro que sienten pasión por la música. Cuando dije que vendrían al programa a cantar y hablar de su nuevo disco, pensé que estaba mintiendo en toda la línea. Pero ahora los chicos me preguntan si pueden cantar dos o tres canciones. Les digo que sí, por supuesto. Paula toca el piano, Isidro la guitarra, ambos cantan y Lorenza, embriagada de amor y ternura y gratitud, me mira y llora y lloramos, y en ese momento somos eternos, inmortales, y todo el amor que ella siente por sus hijos es del tamaño del mar.

                                                                                                                                Por Jaime Bayly

                                                                                                                                Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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