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                                                                                                                                  Una mariposa en la nieve

                                                                                                                                  Jaime Bayly

                                                                                                                                  Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.

                                                                                                                                  Me gustaría viajar a Córdoba, Argentina, para decirle a un joven residente en esa ciudad, estudiante de aviación, que no puedo dejar de pensar en él, que contrariando a la razón y la prudencia estoy enamorándome de él, pero sé que no debo hacerlo porque a él no le gustan los hombres, o yo intuyo que no le gustan, pues en las fotos jactanciosas que sube a las redes sociales está siempre rodeado de pandilleros tatuados y mujeres guapas, todos sacando la lengua como si estuvieran estimulados por alguna pastilla de moda que los induce al frenesí. Conocí a ese joven cordobés en una gasolinera de Buenos Aires, cuando me ayudó a inflar un neumático pinchado a medianoche, y ahora me escribe de vez en cuando desde Córdoba, tratándome de usted, pidiéndome dinero para pagar sus estudios, y a mi esposa no le parece una buena idea que yo le envíe dinero, pero yo se lo envío de todos modos sin mentirle a mi mujer, aunque sé que el aspirante a piloto es una causa perdida en mi azarosa biografía sentimental, o precisamente por eso.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Hubiera querido ir pronto a Lima, la ciudad en que nací, la ciudad en que todavía resido cuando me siento a escribir ficciones, para reunirme con un amigo del colegio al que no veo hace exactamente cincuenta años, y a quien acabo de escribir un correo electrónico después de medio siglo sin vernos, sin hablarnos, sin saludarnos a la distancia, y es que no sé nada de él, salvo que fue mi mejor amigo en ese colegio británico, un amigo con quien compartía el amor por el fútbol, por ver el fútbol y por jugarlo, una pasión que nos hacía coleccionar revistas de fútbol, camisetas, pelotas, y que nos tenía todo el tiempo pateando una pelota, mientras yo narraba un encuentro imaginario entre dos futbolistas argentinos, Leopoldo Jacinto Luque, que era él, mi amigo pelucón, y Norberto Osvaldo Alonso, el Beto, que era yo, muy delicado siempre con la pelota. Le he escrito gracias a otro amigo del colegio que me ha dado su correo, pero todavía no he recibido respuesta, y dado su silencio comprendo que no conviene viajar con la ilusión de verlo, porque por lo visto él no desea reanudar nuestra amistad, y no sé si está resentido conmigo por algo que escribí en alguna de mis novelas, o si no quiere contarme las cosas privadas de su vida por temor a que yo las cuente luego en mis escritos, o si ya no me recuerda como yo lo recuerdo a él, como el mejor y más divertido de todos los amigos del colegio. Pero además no conviene ir a Lima ahora ni después porque han empezado unas obras de refacción en el edificio donde poseo un apartamento deshabitado, y si hay algo que me enloquece y saca lo peor de mí es que me despierten a martillazos a las ocho de la mañana cuando mi cuerpo me pide dormir hasta mediodía. En qué carajos estaba pensando cuando compré ese bendito apartamento, fuente inagotable de ruidos y conflictos, en nada bueno, nada inteligente, nada que me resultara de provecho: estaba pensando en complacer a mi exesposa, cómo no, y así me fue, ahora soy dueño de una propiedad que es un museo de los amores rotos, de los amores perdidos, de los amores que se volvieron ruidos insufribles.

                                                                                                                                  Debería entonces viajar con mi esposa y nuestra hija adolescente a San Juan, Puerto Rico, aprovechando que nuestra hija tendrá un fin de semana largo en el colegio, pero no me tienta viajar a la capital de la Isla del Encanto, porque mis últimas visitas a aquella ciudad aplatanada fueron una caída al pozo hondo del desencanto, del progreso interrumpido hace décadas, de la abulia y la melancolía, del sopor espeso, de la inescapable sensación de decadencia terminal en que se halla la ciudad que tantas veces visité cuando era joven. Pero además me frena poderosamente la certeza de que cuando estoy en el aeropuerto de Miami, ciudad en la que vivo hace décadas, me siento prisionero, cautivo, despojado de mi libertad, y entonces el personal uniformado (las señoritas de la aerolínea, los agentes migratorios, los inspectores aduaneros, los choferes de los carritos eléctricos para ancianos, obesos y tullidos) hace conmigo lo que le da la soberana gana, mientras yo me arrastro, baboso, sediento, como si fuera su mascota. Odio a los aeropuertos, y a ese aeropuerto en particular, y no me apetece en modo alguno resbalar de nuevo por aquellos pasillos superpoblados donde me siento reo, preso político, rehén, un bulto pesado que de milagro aún respira.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Me gustaría viajar a Córdoba, Argentina, para decirle a un joven residente en esa ciudad, estudiante de aviación, que no puedo dejar de pensar en él, que contrariando a la razón y la prudencia estoy enamorándome de él, pero sé que no debo hacerlo porque a él no le gustan los hombres, o yo intuyo que no le gustan, pues en las fotos jactanciosas que sube a las redes sociales está siempre rodeado de pandilleros tatuados y mujeres guapas, todos sacando la lengua como si estuvieran estimulados por alguna pastilla de moda que los induce al frenesí. Conocí a ese joven cordobés en una gasolinera de Buenos Aires, cuando me ayudó a inflar un neumático pinchado a medianoche, y ahora me escribe de vez en cuando desde Córdoba, tratándome de usted, pidiéndome dinero para pagar sus estudios, y a mi esposa no le parece una buena idea que yo le envíe dinero, pero yo se lo envío de todos modos sin mentirle a mi mujer, aunque sé que el aspirante a piloto es una causa perdida en mi azarosa biografía sentimental, o precisamente por eso.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Hubiera querido ir pronto a Lima, la ciudad en que nací, la ciudad en que todavía resido cuando me siento a escribir ficciones, para reunirme con un amigo del colegio al que no veo hace exactamente cincuenta años, y a quien acabo de escribir un correo electrónico después de medio siglo sin vernos, sin hablarnos, sin saludarnos a la distancia, y es que no sé nada de él, salvo que fue mi mejor amigo en ese colegio británico, un amigo con quien compartía el amor por el fútbol, por ver el fútbol y por jugarlo, una pasión que nos hacía coleccionar revistas de fútbol, camisetas, pelotas, y que nos tenía todo el tiempo pateando una pelota, mientras yo narraba un encuentro imaginario entre dos futbolistas argentinos, Leopoldo Jacinto Luque, que era él, mi amigo pelucón, y Norberto Osvaldo Alonso, el Beto, que era yo, muy delicado siempre con la pelota. Le he escrito gracias a otro amigo del colegio que me ha dado su correo, pero todavía no he recibido respuesta, y dado su silencio comprendo que no conviene viajar con la ilusión de verlo, porque por lo visto él no desea reanudar nuestra amistad, y no sé si está resentido conmigo por algo que escribí en alguna de mis novelas, o si no quiere contarme las cosas privadas de su vida por temor a que yo las cuente luego en mis escritos, o si ya no me recuerda como yo lo recuerdo a él, como el mejor y más divertido de todos los amigos del colegio. Pero además no conviene ir a Lima ahora ni después porque han empezado unas obras de refacción en el edificio donde poseo un apartamento deshabitado, y si hay algo que me enloquece y saca lo peor de mí es que me despierten a martillazos a las ocho de la mañana cuando mi cuerpo me pide dormir hasta mediodía. En qué carajos estaba pensando cuando compré ese bendito apartamento, fuente inagotable de ruidos y conflictos, en nada bueno, nada inteligente, nada que me resultara de provecho: estaba pensando en complacer a mi exesposa, cómo no, y así me fue, ahora soy dueño de una propiedad que es un museo de los amores rotos, de los amores perdidos, de los amores que se volvieron ruidos insufribles.

                                                                                                                                  Debería entonces viajar con mi esposa y nuestra hija adolescente a San Juan, Puerto Rico, aprovechando que nuestra hija tendrá un fin de semana largo en el colegio, pero no me tienta viajar a la capital de la Isla del Encanto, porque mis últimas visitas a aquella ciudad aplatanada fueron una caída al pozo hondo del desencanto, del progreso interrumpido hace décadas, de la abulia y la melancolía, del sopor espeso, de la inescapable sensación de decadencia terminal en que se halla la ciudad que tantas veces visité cuando era joven. Pero además me frena poderosamente la certeza de que cuando estoy en el aeropuerto de Miami, ciudad en la que vivo hace décadas, me siento prisionero, cautivo, despojado de mi libertad, y entonces el personal uniformado (las señoritas de la aerolínea, los agentes migratorios, los inspectores aduaneros, los choferes de los carritos eléctricos para ancianos, obesos y tullidos) hace conmigo lo que le da la soberana gana, mientras yo me arrastro, baboso, sediento, como si fuera su mascota. Odio a los aeropuertos, y a ese aeropuerto en particular, y no me apetece en modo alguno resbalar de nuevo por aquellos pasillos superpoblados donde me siento reo, preso político, rehén, un bulto pesado que de milagro aún respira.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Por Jaime Bayly

                                                                                                                                  Escritor, periodista y conductor de televisión peruano.
                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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