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A juzgar por la mayoría de comentarios del foro, la columna pasada fallé en mi propósito de confrontar un mal endémico en nuestro ecosistema cultural: la tendencia a menospreciar y descalificar sin más fundamento que prejuicios del tipo “Pese a sus seis libros y cuarenta años de oficio, X no merece que lo lea porque sospecho que es un poeta posudo y llorón”.
Esto, que puede sonar trivial, en el fondo, deliberada o inconscientemente, entraña un proceder agresivo, una manera desatenta de ―para usar un verbo actual― cancelar a una persona. Me dirán que cualquiera tiene la soberana facultad de desdeñar a un autor si le resultan antipáticos sus títulos o su semblante. Tienen razón. El peligro surge cuando quienes así actúan ejercen presuntas labores intelectuales y/o detentan roles efectivos de gestión cultural. Traten de imaginar, por favor, lo que pasaría si a cuanta bloguera/o, columnista, jurada/o de concurso, funcionaria/o, bibliotecaria/o, librera/o, profesor/a, editor/a de revista, director/a de festival o de feria les da por ignorar al poeta X a partir del supuesto de que es posudo y llorón. ¿Cómo queda X ahí? Me temo que anulado, aplazado, invisibilizado.
El sábado anterior, Julio César Londoño dedicó su columna a objetar objeciones de objetores del presidente Petro, señalando que, en aras del equilibrio, ya que se mostraban tan severos con David, “deberían al menos tirarle una piedrita a Goliat”. El texto generó controversia, y entre los 166 foristas que opinaron hubo quienes sazonaron la discusión con argumentos a favor y en contra de lo planteado en “El nobel, Petro y los escritores”.
El lector Felipe anotó: “En aras de la ponderación puede decirse que Petro es poco serio en varios frentes de su gestión. Se hace muy pasito con sus pares ideológicos Ortega y Maduro, y al interior de su casa y partido le desfila la corrupción. Mantengo la fe por su agenda, pero sin endiosar al personaje porque le falta humildad”. Bernardo agregó: “Julio dice bien que Petro abrió el debate sobre las reformas más necesarias. En efecto, sus críticos le alabamos a Petro su probada capacidad parlamentaria tanto como deploramos su inutilidad ejecutiva. Nadie elige presidentes para que abran debates, pues para eso es el Congreso”.
Corrosivo, Santiago segregó un cáustico escepticismo: “En mi opinión, Petro es un borrachín delirante con tufillo de sub dictador. Corrupto y chambón como Duque. Parásito de los recursos como Gaviria. Violento con unos, permisivo con otros. Tiene algún mérito, pero no es el mesías que dice ser”. Un Angel Guardián con aura de vengador anónimo añadió: “Desde hace más de 200 años, incluyendo al actual gobierno, los políticos acabaron y enrastrojaron cual prostituta a la bella Colombia y sus hijos”. A lo cual Luis terció: “Los anteriores eran ordenaditos, bien hablados y puntuales. Y ladrones a más no poder. Y asesinos. Prefiero estos que son desordenados y no hablan casi bien. Son ladrones, pero no asesinan. Y reforman”.
Uno puede llegar a estar o no de acuerdo con tales apreciaciones, pero, independientemente de eso, las lee con interés y agradece encontrar en ellas una mínima disposición a evaluar, presentar ideas y debatir. Otra cosa ocurre con personas que, reacias a razonar, optan por la reacción visceral, el insulto y la ofensa. Desde todas las aristas ideológicas, su afición al vituperio las puede llevar a rajar de Petro como guerrillero periquero, ladrón, cornudo y travesti, o a calificar a Uribe de “Gnomo Asesino Granparacolombiano, quien fruncirá el asterisco sin pagar siquiera la pena leve de haber sobornado un testigo”.
No voy a mencionar sus nombres, pero en esta oportunidad a Julio César le salieron al paso francotiradores del siguiente calibre: “¿Este divagador no será que hace parte de los bodegueros que cobran por desprestigiar , atacar y calumniar?”; “El tal julio ―con minúscula― es uno más de los borregos adocenados con uniforme caqui y boina roja que posa dizque de intelectual con los burros y mulas que lo leen”; “Julio César escribe bien; claro, no es William Ospina, pero, al igual que este, como opinadores políticos no se sabe cuál es peor, ambos son un desastre”. Y así por el estilo, no faltaron quienes trataron a Londoño de “iluso”, “cínico”, “anciano adulador”, “decrépito y pasado de moda”, “matraca repetitiva y aburridora”, “dictador de la palabra huera”, “consumado mamertico” y “sectario sordo y ciego”. (Ojalá que no te hayas deprimido, hombre, Julio César. Si te sirve de consuelo, a vos por lo menos no te dijeron posudo, llorón, ególatra, bobo intelefantil, chismoso, impresentable y adefesio).
A este fenómeno fue que quise aludir infructuosamente en “Intelectuales ignorantes”. Al hecho de que, por una parte, hay gente que recurre al análisis concienzudo, y, por otra, campean las huestes de quienes perpetran la indignación fácil, el comentario desobligante y la ligereza.
Esto es, la dura razón versus la sinrazón cruda.