En principio, decir intelectual ignorante parece, además de un insulto, un contrasentido. No podría ser ignorante una persona dedicada a cultivar el conocimiento, alguien que por su práctica y estudios alcanza una formación profunda y un nivel de excelencia en su campo.
No obstante, la intelectualidad es (o debería ser) ignorante por naturaleza. Sócrates, el intelectual ignorante más importante de Occidente, lo resumió en dos palabras: “nada sé”. No dijo poco sé, algo sé, o más o menos sé. Dijo nada sé. Nada, excepto que sabía que no sabía. Al postular su inmortal “Sólo sé que nada sé” demostró ser un ignorante lúcido, un sabio con mente de principiante y un mamagallista sublime.
Con ese tipo de ignorantes socráticos no tengo ningún problema, por el contrario, les considero carnales modelos a seguir. Quienes sí me sacan de quicio son intelectuales ignorantes de su propia ignorancia que se atribuyen la facultad impune de atacar y desconocer.
Cuando a Harold Alvarado Tenorio, mi profesor de literatura latinoamericana en la universidad, le dio por despotricar de mis versos al reseñar una antología de la cual yo increíblemente no hacía parte, escribí con pena ajena el artículo “Poniéndole el cascabel a Harold” para pedirle que fuera más cuidadoso y consistente.
Hará un par de meses, dediqué una columna a registrar la muerte del maestro D. J. P. La compartí en el muro del Facebook, y allí irrumpió un sujeto a decir que quién diablos era ese tal D. J. P., que él ―el sujeto― era, óigase bien, un gran conocedor de la poesía colombiana y no tenía ni idea, que seguro ese tal D. J. P. solo había sido conocido por sus amigos. Preso de la ira, le respondí que, como gran conocedor de la poesía colombiana, en vez de regodearse en su ignorancia, lo que le correspondía era, en una actitud socrática de curiosidad intelectual genuina, investigar y enterarse de quién diablos había sido D. J. P.
Regodearse en su ignorancia es lo que siento que hizo conmigo hace poco una condiscípula aspirante a influencer. Una mañana, una tarde, o una noche, le dio por buscar mi biografía en la Wikipedia y le pareció ridículo ―ella escribe que le pareció gracioso, pero en realidad le pareció ridículo― que allí se diga que D. J. P. fue mi principal mentor en la carrera de Literatura en la Universidad Nacional. Entonces se frotó las manos, afiló las uñas y procedió a teclear una de sus publicaciones citando mi wiki biografía con el siguiente encabezado: “Biografías en Wikipedia que parecen un chiste y no lo son”.
Su comentario dio pie a opiniones desconsideradas por parte de gente que, regodeándose a su vez en su ignorancia, escribió cosas como “Primera vez que lo escucho”, “Ni idea”, “No ha hecho un culo en la vida”. Embelesada, tras haber clavado el aguijón, la asidua bloguera y aspirante a influencer procedió a segregar su veneno: “¿Por qué se admiten esas “biografías” en Wikipedia?”. “¿Por qué es tan famoso si es un simple estudiante deslumbrado con sus profesores?”. “A mí me asombra que vea como un dios a D. J. P. ¡No es para tanto!”. “No creo que tenga éxito como galán y Casanova, parece que lo seducen más los profesores que le dieron clase hace treinta años”.
Preso de la ira, sacrificando preciosos minutos de ciclovía, le dirigí una diatriba dominical donde, entre otras cosas, le manifesté que sus comentarios me daban la sensación de un abordaje aleve, donde se permitía ponerme en entredicho con una simpleza ingrata, y que si quería ponerse de francotiradora mejor lanzara sus dardos a mi obra, con fundamento, no arrojándome pelotitas de ping-pong.
Dando muestras de una autoestima a toda prueba, #ratonadeslenguada me respondió que lamentaba informarme que la obra de nuestro amado maestro D. J. P. no va a trascender, y que hay más trabajos de grado inspirados en los ensayos de ella que en los libros de él. En cuanto a mí, me despachó diciendo que no lee mis poemas porque con el solo título se predispone, y porque sospecha que soy un poeta posudo y llorón.
Ante tamaño despliegue de arbitrariedad como base del ejercicio crítico, decidí tirar la toalla y dar por zanjado el asunto. Algunas personas chatearon que esta escaramuza adolescente estuvo como para comer palomitas. Otras apelaron al refranero para advertirme que al bagazo poco caso, que a palabras necias oídos sordos y que solo al árbol que da frutos le tiran piedra. Y no faltó quien agregó que le parecía patética esta pelea de egos y que mi reacción resultaba desmedida.
No lo veo así. En mi calidad de adolescente senil, más que una cuestión de ego, lo que aquí me anima a revirar es una cuestión de principios, en donde a la ligereza opongo el rigor y la gratitud.
Y no, no creo incurrir en un proceder impropio al fustigar intelectuales ignorantes de su propia ignorancia que prefieren la descalificación fácil al análisis detenido.
Girardot, octubre 24 de 2024
En principio, decir intelectual ignorante parece, además de un insulto, un contrasentido. No podría ser ignorante una persona dedicada a cultivar el conocimiento, alguien que por su práctica y estudios alcanza una formación profunda y un nivel de excelencia en su campo.
No obstante, la intelectualidad es (o debería ser) ignorante por naturaleza. Sócrates, el intelectual ignorante más importante de Occidente, lo resumió en dos palabras: “nada sé”. No dijo poco sé, algo sé, o más o menos sé. Dijo nada sé. Nada, excepto que sabía que no sabía. Al postular su inmortal “Sólo sé que nada sé” demostró ser un ignorante lúcido, un sabio con mente de principiante y un mamagallista sublime.
Con ese tipo de ignorantes socráticos no tengo ningún problema, por el contrario, les considero carnales modelos a seguir. Quienes sí me sacan de quicio son intelectuales ignorantes de su propia ignorancia que se atribuyen la facultad impune de atacar y desconocer.
Cuando a Harold Alvarado Tenorio, mi profesor de literatura latinoamericana en la universidad, le dio por despotricar de mis versos al reseñar una antología de la cual yo increíblemente no hacía parte, escribí con pena ajena el artículo “Poniéndole el cascabel a Harold” para pedirle que fuera más cuidadoso y consistente.
Hará un par de meses, dediqué una columna a registrar la muerte del maestro D. J. P. La compartí en el muro del Facebook, y allí irrumpió un sujeto a decir que quién diablos era ese tal D. J. P., que él ―el sujeto― era, óigase bien, un gran conocedor de la poesía colombiana y no tenía ni idea, que seguro ese tal D. J. P. solo había sido conocido por sus amigos. Preso de la ira, le respondí que, como gran conocedor de la poesía colombiana, en vez de regodearse en su ignorancia, lo que le correspondía era, en una actitud socrática de curiosidad intelectual genuina, investigar y enterarse de quién diablos había sido D. J. P.
Regodearse en su ignorancia es lo que siento que hizo conmigo hace poco una condiscípula aspirante a influencer. Una mañana, una tarde, o una noche, le dio por buscar mi biografía en la Wikipedia y le pareció ridículo ―ella escribe que le pareció gracioso, pero en realidad le pareció ridículo― que allí se diga que D. J. P. fue mi principal mentor en la carrera de Literatura en la Universidad Nacional. Entonces se frotó las manos, afiló las uñas y procedió a teclear una de sus publicaciones citando mi wiki biografía con el siguiente encabezado: “Biografías en Wikipedia que parecen un chiste y no lo son”.
Su comentario dio pie a opiniones desconsideradas por parte de gente que, regodeándose a su vez en su ignorancia, escribió cosas como “Primera vez que lo escucho”, “Ni idea”, “No ha hecho un culo en la vida”. Embelesada, tras haber clavado el aguijón, la asidua bloguera y aspirante a influencer procedió a segregar su veneno: “¿Por qué se admiten esas “biografías” en Wikipedia?”. “¿Por qué es tan famoso si es un simple estudiante deslumbrado con sus profesores?”. “A mí me asombra que vea como un dios a D. J. P. ¡No es para tanto!”. “No creo que tenga éxito como galán y Casanova, parece que lo seducen más los profesores que le dieron clase hace treinta años”.
Preso de la ira, sacrificando preciosos minutos de ciclovía, le dirigí una diatriba dominical donde, entre otras cosas, le manifesté que sus comentarios me daban la sensación de un abordaje aleve, donde se permitía ponerme en entredicho con una simpleza ingrata, y que si quería ponerse de francotiradora mejor lanzara sus dardos a mi obra, con fundamento, no arrojándome pelotitas de ping-pong.
Dando muestras de una autoestima a toda prueba, #ratonadeslenguada me respondió que lamentaba informarme que la obra de nuestro amado maestro D. J. P. no va a trascender, y que hay más trabajos de grado inspirados en los ensayos de ella que en los libros de él. En cuanto a mí, me despachó diciendo que no lee mis poemas porque con el solo título se predispone, y porque sospecha que soy un poeta posudo y llorón.
Ante tamaño despliegue de arbitrariedad como base del ejercicio crítico, decidí tirar la toalla y dar por zanjado el asunto. Algunas personas chatearon que esta escaramuza adolescente estuvo como para comer palomitas. Otras apelaron al refranero para advertirme que al bagazo poco caso, que a palabras necias oídos sordos y que solo al árbol que da frutos le tiran piedra. Y no faltó quien agregó que le parecía patética esta pelea de egos y que mi reacción resultaba desmedida.
No lo veo así. En mi calidad de adolescente senil, más que una cuestión de ego, lo que aquí me anima a revirar es una cuestión de principios, en donde a la ligereza opongo el rigor y la gratitud.
Y no, no creo incurrir en un proceder impropio al fustigar intelectuales ignorantes de su propia ignorancia que prefieren la descalificación fácil al análisis detenido.
Girardot, octubre 24 de 2024