La expresión “ríos voladores” no proviene de un poema de Gonzalo Rojas ni de un relato de Haruki Murakami. Es una imagen científica. Meteorólogos de California crearon el término Aerial Rivers (ríos aéreos) para describir vientos concentrados con una gran cantidad de humedad, capaces de generar lluvias e inundaciones. En el caso suramericano, el climatólogo peruano brasilero José Marengo denominó ríos voladores a esas gigantescas masas de aire del Atlántico que fluyen hacia la cuenca del Amazonas, donde se cargan de toneladas de vapor y siguen su curso hacia los Andes e irrigan los páramos de Colombia, las montañas de Ecuador, Perú y Bolivia, así como las planicies del sur de Brasil, Paraguay, Uruguay y el norte de Argentina.
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La expresión “ríos voladores” no proviene de un poema de Gonzalo Rojas ni de un relato de Haruki Murakami. Es una imagen científica. Meteorólogos de California crearon el término Aerial Rivers (ríos aéreos) para describir vientos concentrados con una gran cantidad de humedad, capaces de generar lluvias e inundaciones. En el caso suramericano, el climatólogo peruano brasilero José Marengo denominó ríos voladores a esas gigantescas masas de aire del Atlántico que fluyen hacia la cuenca del Amazonas, donde se cargan de toneladas de vapor y siguen su curso hacia los Andes e irrigan los páramos de Colombia, las montañas de Ecuador, Perú y Bolivia, así como las planicies del sur de Brasil, Paraguay, Uruguay y el norte de Argentina.
La mala noticia es que tan formidables manantiales aéreos se están secando. El río Amazonas se deshidrata, y la Amazonía arde deforestada y reseca. En esta estación, el caudal medio del río se ha reducido en un 82 %, y en algunos puntos ha perdido hasta el 80 % de su lámina de agua. Brasil vive una sequía de una severidad que no se registraba desde 1950. Los incendios recientes han devastado más de 6,7 millones de hectáreas; si una hectárea de bosque tropical libera hacia la atmósfera 30 toneladas de agua, se trata de una pérdida de 201 millones de toneladas diarias del preciado líquido.
A estas alturas del pandémico y recalentado siglo XXI, en asuntos cruciales ligados a nuestra supervivencia como especie, creo hacer parte de una aldea global atolondrada, depredadora, sobreinformada, desinformada, insensata, ignorante de su propia ignorancia, refractaria a la evidencia crítica.
Ante la crisis ambiental y los cada vez más sensibles efectos del cambio climático, algo de conciencia ecológica creemos tener, pero nuestros niveles y hábitos de consumo y nuestra precaria cultura del reciclaje (lo que millones de personas en el país hacemos y no hacemos a diario con nuestros residuos) dan la medida de un modelo de desarrollo insostenible y de una urbanidad insalubre: toneladas y toneladas de basura sin aprovechar anegando los rellenos sanitarios de las ciudades, el papel higiénico mezclado con los empaques y las sobras, echándose a perder lo orgánico, lo reciclable y lo reutilizable.
Mediocres para reciclar y, en cambio, ágiles para derrochar todo tipo de productos orgánicos, artificiales, primordiales, superfluos, lícitos e informales. Sustentamos un modo de vida, una cultura, un sistema que consume compulsivamente datos, internet, petróleo, tecnología, armas, entretenimiento, películas, televisión, videojuegos, porno, deportes, cosméticos, agua, comida chatarra, carnes, agroquímicos, especias, azúcar, conservantes, saborizantes, detergentes, aceites, pastillas, píldoras, papel, plástico, mascotas, electricidad, publicidad, farándula, marcas, música, religión, noticias, tabaco, café, drogas, naturaleza, sexo y alcohol.
Hace seis años, en marzo de 2018, le preguntaron al geocientífico brasilero António Nobre cuánto tiempo quedaba para detener la destrucción de la Amazonía. Aparte de denunciar que para entonces ya se había perdido casi la mitad de la selva original, Nobre respondió que en 2009, ante la misma pregunta, había calculado que en cinco o seis años los desastres ambientales se multiplicarían. “Desde entonces, ante la confirmación de mi pronóstico ―puntualizó―, cuando me repiten esa pregunta contesto que el tiempo se acabó. De esta forma advierto que, aun si se lograra detener la deforestación, se requeriría de un esfuerzo masivo para restaurar los bosques destruidos”.
Hace diez años, a propósito de la misma pregunta, su colega Marengo señaló: “Llegó el tiempo de actuar, no da para esperar más. El cambio climático es como una enfermedad que diagnosticada a tiempo es posible curar, pero si se atiende en una fase terminal, si ya está fuera de control no se la puede tratar”.
Ante esta realidad, usted o yo, ¿qué decimos, qué hacemos? Me temo que poco, prácticamente nada. Mientras podamos, seguiremos explotando a escala mundial los recursos naturales, los combustibles fósiles y la electricidad. Trataremos de medio ahorrar agua, sin dejar de incrementar nuestra huella de carbono para satisfacer nuestras ingentes necesidades de alimentación, locomoción, esparcimiento, vestido y abrigo.
Así se avecinen tiempos de restricciones y racionamientos, siempre y cuando brillen hipnóticas las pantallas de nuestros dispositivos, nos daremos el lujo de ignorar que la sequía de los ríos voladores tiene todo que ver con la escasez en los embalses que surten de agua nuestras tuberías.