Bajo la premisa de que “La poesía nos permite ver el reverso de las cosas”, entre el 5 y el 9 de noviembre se llevó a cabo el Festival Reverso Bogotá, la Poesía en la Radio y en las Bibliotecas.
Invitado a participar, preparé el taller “Libertad, cuerpo y ciudad”, que planteé así dado que entre sus actividades el festival convocó a un concurso al que se debían presentar cinco poemas: tres de tema libre, uno acerca del cuerpo y otro sobre la ciudad.
Gracias a sus revolucionarias Gotas amargas, el genio moderno de Silva instauró el tema libre como un filón por explorar en nuestra por lo general predecible tradición lírica. El mismo poeta grave y solemne que años atrás había definido el verso como un “vaso santo” en el que tan solo se debía verter “un pensamiento puro”, es el mismo atrevido que en Gotas amargas, harto de “poemas llenos de lágrimas” y de “sensiblerías semi-románticas”, al paciente aquejado por un “desaliento de la vida” y un “incesante/ renegar de lo vil de la existencia” le prescribe que más bien duerma, se bañe y coma, porque en realidad “¡Lo que usted tiene es hambre!”. El mismo que además remata un madrigal con un par de versos pioneros del reguetón: “Tu voz, tus ademanes, tu… no te asombre:/ Todo eso está, ya a gritos, pidiendo un hombre”. Y quien en “Idilio” nombró el por entonces y aún innombrable aborto: “Ella lo idolatró, y Él la adoraba./ ―¿Se casaron al fin?/ ―No, señor: ella se casó con otro./ ―¿Y murió de sufrir?/ ―No, señor: de un aborto”…
Si bien a fines del siglo XIX Silva allanó el camino de la libertad temática, transcurrirían dos décadas antes de alcanzar la libertad formal, cuando, a mediados de los años veinte del siglo XX, desarrollando la veta antisolemne de Gotas amargas, Luis Vidales introdujo la poesía colombiana en el verso libre con los compases iniciales de “La música”: “En el rincón/ oscuro del café/ la orquesta/ es un extraño surtidor./ La música se riega/ sobre las cabelleras./ Pasa largamente/ por la nuca/ de los borrachos dormidos”…
“La música” hace parte de Suenan timbres, un libro vanguardista de 1926 cuyo título remite en principio a una nueva época caracterizada por la electricidad, pero que en concreto alude a unos timbres muy carnales que electrizaban a Vidales: “busco debajo de la blusa/ de la mujer hinchada de vigor/ y encuentro el bulto de su seno/ timbre/ para llamar al corazón”.
Saltando décadas, para abordar el tema del cuerpo en la poesía hubiera podido citar a Jaime Jaramillo Escobar: “El cuerpo, Devorador, todo hecho para devorar,/ el alma de este cuerpo no puede ser sino también devoradora”; o a Jaime Manrique: “Mi cuerpo sagrado, mi cuerpo/ maltratado, mi cuerpo desgastado/ y deshecho. Alabado sea el creador/ de todos los cuerpos, de mi alabado/ aventurado, dichoso cuerpo”; o a John Galán Casanova: “El cuerpo es un ídolo rancio/ al que ofrendamos flores por costumbre”.
En vez de eso, opté por repartir fotocopias de “Karawane”, un texto leído por el dadaísta Hugo Ball el 23 de junio de 1916 en el cabaret Voltaire de Zúrich: “jolifanto bambla o falli bambla/ grossiga m’pfa habla horem/ egiga goramen/ higo bloiko russula huju/ hollaka hollala”… Entonar en voz alta este poema hecho de vocablos sin significado ―que a la vez es un poema gráfico en el que cada línea tiene una tipografía distinta― es un ejercicio eficaz para aguzar la conciencia orgánica de la voz como sostén melódico y rítmico de la expresión escrita.
Inevitable, cautivante y desalmada, la ciudad es consustancial a la poesía moderna. En 1927, el poeta belga Henry Michaux, residente en París, vino a Suramérica en busca de una gran selva, “de esas que ya no se ven en Europa desde hace mucho”. Convidado por su colega ecuatoriano Alfredo Gangotena, en Quito escribió un poema fundamental, “He nacido agujereado”, donde declaró: “Pueblecito de Quito, tú no eres para mí./ Yo necesito odio, y envidia; ésta es mi salud./ Es una gran ciudad la que necesito./ Un gran consumo de envidia”.
Un año atrás, Vidales se había apropiado lúdicamente de Bogotá en sus visiones frente a las vitrinas de la carrera Séptima: “Pasaron dos señoritas/ y por primera vez/ desde tanto tiempo que venía preocupándome/ vi cómo sus piesecillos/ iban desenvolviendo/ el hilo de su andar/ que habían dejado amarrado en casa”. Dos décadas después, en 1948, año del Bogotazo, Rogelio Echavarría empezó a escribir El transeúnte, un libro donde emerge el ser citadino que el autor se ocuparía de recrear toda la vida: “Todas las calles que conozco/ son un largo monólogo mío,/ llenas de gentes como árboles/ batidos por oscura batahola. (…) Bajo sus ojos ―que me miran hostiles/ como si yo fuera enemigo de todos―/ no puedo descubrir una conciencia libre,/ de criminal o de artista,/ pero sé que todos luchan solos/ por lo que buscan todos juntos”.
De haber contado con más tiempo, durante la última sesión del taller me hubiera gustado proponer a quienes asistieron a la biblioteca pública Carlos E. Restrepo que saliéramos a hacer un recorrido de observación, pero no fue necesario: en los ejercicios de escritura que realizaron demostraron llevar la ciudad en carne viva, a flor de piel, en la punta de la lengua.
Al finalizar el encuentro compartí un poema que resultó retador leer ante los habitantes de calle que nos acompañaron: “Esta ciudad provoca ganas de escribir poemas quitamanchas./ Manchas de pegante en labios de niñ s,/ manchas de adult s llevando costales de tiempo perdido. (…) Esta ciudad te agarra del cuello/ y te urge a que adviertas/ los muros de sus monumentos/ hechos polvo para mezclar bazuco.// Esta ciudad te llama, no te deja en paz,/ no te es posible huirle./ Parece decir al oído:/ vuélvete loco de amor, escribe un salmo/que haga mi faz menos inhóspita”.
Ante sus rostros atentos tallados por la penuria, se me vino a la mente un dictamen de Saint-John Perse: “el poeta está aún con nosotros, entre los hombres de su tiempo, habitado por su mal”.
Bajo la premisa de que “La poesía nos permite ver el reverso de las cosas”, entre el 5 y el 9 de noviembre se llevó a cabo el Festival Reverso Bogotá, la Poesía en la Radio y en las Bibliotecas.
Invitado a participar, preparé el taller “Libertad, cuerpo y ciudad”, que planteé así dado que entre sus actividades el festival convocó a un concurso al que se debían presentar cinco poemas: tres de tema libre, uno acerca del cuerpo y otro sobre la ciudad.
Gracias a sus revolucionarias Gotas amargas, el genio moderno de Silva instauró el tema libre como un filón por explorar en nuestra por lo general predecible tradición lírica. El mismo poeta grave y solemne que años atrás había definido el verso como un “vaso santo” en el que tan solo se debía verter “un pensamiento puro”, es el mismo atrevido que en Gotas amargas, harto de “poemas llenos de lágrimas” y de “sensiblerías semi-románticas”, al paciente aquejado por un “desaliento de la vida” y un “incesante/ renegar de lo vil de la existencia” le prescribe que más bien duerma, se bañe y coma, porque en realidad “¡Lo que usted tiene es hambre!”. El mismo que además remata un madrigal con un par de versos pioneros del reguetón: “Tu voz, tus ademanes, tu… no te asombre:/ Todo eso está, ya a gritos, pidiendo un hombre”. Y quien en “Idilio” nombró el por entonces y aún innombrable aborto: “Ella lo idolatró, y Él la adoraba./ ―¿Se casaron al fin?/ ―No, señor: ella se casó con otro./ ―¿Y murió de sufrir?/ ―No, señor: de un aborto”…
Si bien a fines del siglo XIX Silva allanó el camino de la libertad temática, transcurrirían dos décadas antes de alcanzar la libertad formal, cuando, a mediados de los años veinte del siglo XX, desarrollando la veta antisolemne de Gotas amargas, Luis Vidales introdujo la poesía colombiana en el verso libre con los compases iniciales de “La música”: “En el rincón/ oscuro del café/ la orquesta/ es un extraño surtidor./ La música se riega/ sobre las cabelleras./ Pasa largamente/ por la nuca/ de los borrachos dormidos”…
“La música” hace parte de Suenan timbres, un libro vanguardista de 1926 cuyo título remite en principio a una nueva época caracterizada por la electricidad, pero que en concreto alude a unos timbres muy carnales que electrizaban a Vidales: “busco debajo de la blusa/ de la mujer hinchada de vigor/ y encuentro el bulto de su seno/ timbre/ para llamar al corazón”.
Saltando décadas, para abordar el tema del cuerpo en la poesía hubiera podido citar a Jaime Jaramillo Escobar: “El cuerpo, Devorador, todo hecho para devorar,/ el alma de este cuerpo no puede ser sino también devoradora”; o a Jaime Manrique: “Mi cuerpo sagrado, mi cuerpo/ maltratado, mi cuerpo desgastado/ y deshecho. Alabado sea el creador/ de todos los cuerpos, de mi alabado/ aventurado, dichoso cuerpo”; o a John Galán Casanova: “El cuerpo es un ídolo rancio/ al que ofrendamos flores por costumbre”.
En vez de eso, opté por repartir fotocopias de “Karawane”, un texto leído por el dadaísta Hugo Ball el 23 de junio de 1916 en el cabaret Voltaire de Zúrich: “jolifanto bambla o falli bambla/ grossiga m’pfa habla horem/ egiga goramen/ higo bloiko russula huju/ hollaka hollala”… Entonar en voz alta este poema hecho de vocablos sin significado ―que a la vez es un poema gráfico en el que cada línea tiene una tipografía distinta― es un ejercicio eficaz para aguzar la conciencia orgánica de la voz como sostén melódico y rítmico de la expresión escrita.
Inevitable, cautivante y desalmada, la ciudad es consustancial a la poesía moderna. En 1927, el poeta belga Henry Michaux, residente en París, vino a Suramérica en busca de una gran selva, “de esas que ya no se ven en Europa desde hace mucho”. Convidado por su colega ecuatoriano Alfredo Gangotena, en Quito escribió un poema fundamental, “He nacido agujereado”, donde declaró: “Pueblecito de Quito, tú no eres para mí./ Yo necesito odio, y envidia; ésta es mi salud./ Es una gran ciudad la que necesito./ Un gran consumo de envidia”.
Un año atrás, Vidales se había apropiado lúdicamente de Bogotá en sus visiones frente a las vitrinas de la carrera Séptima: “Pasaron dos señoritas/ y por primera vez/ desde tanto tiempo que venía preocupándome/ vi cómo sus piesecillos/ iban desenvolviendo/ el hilo de su andar/ que habían dejado amarrado en casa”. Dos décadas después, en 1948, año del Bogotazo, Rogelio Echavarría empezó a escribir El transeúnte, un libro donde emerge el ser citadino que el autor se ocuparía de recrear toda la vida: “Todas las calles que conozco/ son un largo monólogo mío,/ llenas de gentes como árboles/ batidos por oscura batahola. (…) Bajo sus ojos ―que me miran hostiles/ como si yo fuera enemigo de todos―/ no puedo descubrir una conciencia libre,/ de criminal o de artista,/ pero sé que todos luchan solos/ por lo que buscan todos juntos”.
De haber contado con más tiempo, durante la última sesión del taller me hubiera gustado proponer a quienes asistieron a la biblioteca pública Carlos E. Restrepo que saliéramos a hacer un recorrido de observación, pero no fue necesario: en los ejercicios de escritura que realizaron demostraron llevar la ciudad en carne viva, a flor de piel, en la punta de la lengua.
Al finalizar el encuentro compartí un poema que resultó retador leer ante los habitantes de calle que nos acompañaron: “Esta ciudad provoca ganas de escribir poemas quitamanchas./ Manchas de pegante en labios de niñ s,/ manchas de adult s llevando costales de tiempo perdido. (…) Esta ciudad te agarra del cuello/ y te urge a que adviertas/ los muros de sus monumentos/ hechos polvo para mezclar bazuco.// Esta ciudad te llama, no te deja en paz,/ no te es posible huirle./ Parece decir al oído:/ vuélvete loco de amor, escribe un salmo/que haga mi faz menos inhóspita”.
Ante sus rostros atentos tallados por la penuria, se me vino a la mente un dictamen de Saint-John Perse: “el poeta está aún con nosotros, entre los hombres de su tiempo, habitado por su mal”.