La demencia de cuerpos de Lewy es un trastorno ocasionado por un conglomerado de proteínas que invade las redes neurales y evita la comunicación entre la dendrita y el axón de las células. El resultado es que las neuronas van muriendo y luego de algunos años tanto el sistema nervioso central como el periférico dejan de funcionar.
―La enfermedad es tan desastrosa que parece una venganza de un ser sobrenatural ―nos comentó Juan Jacobo, el hijo mayor de David―. Yo quisiera poder creer en un dios o en ese ser sobrenatural para echarle la culpa, pero como biólogo racionalmente no me puedo poner bravo con un conglomerado proteico que decide dañar unos axones.
“A un olmo seco”, de Antonio Machado, era uno de los poemas favoritos de David. Se lo sabía de memoria, pero la enfermedad lo deshizo en jirones cada vez más pequeños, hasta que desaparecieron. Cuando ya no pudo recordarlo, y no ayudaba que le leyeran y le ayudaran con pedacitos, el maestro le dijo a Rita, la compañera de sus últimos años: “Ya no me lo lea, seguramente llegará el día en que ese fabuloso poema no me diga nada”. A pesar de eso, ella siguió leyéndoselo durante un tiempo, hasta que vio que efectivamente ya nada le decía.
Como tenía que ser, el funeral de David fue una cátedra, una liturgia laica de música y poesía. No se trató de un día frío y oscuro, como el del poema de Auden en memoria de Yeats que le dedicó una de sus alumnas. Por el contrario, un sol radiante iluminó su rostro tallado por la muerte y el retrato en la flor de su madurez captado por Carlos Naranjo.
El bandoneonista Diego Villa y la violinista Flor Lasso, integrantes de la agrupación El Raje 404, desgarraron a todes les presentes con el sublime bisturí del tango. Primero interpretaron “Olvido”, de Piazzolla, al que se sumaron las notas y compases de “Nada”, “Milonga triste”, “Volver”, “Pasional”, “Los sueños”, “Vuelvo al sur”, “Romance de barrio”, “Uno”, “El último café”, “Con el cielo en las manos”, “El día que me quieras” y “Adiós Nonino”, un raudal de música porteña que intenté sobreaguar danzando inmóvil, tarareando mudo, sollozando seco.
Abrumado por esa marejada donde el arco del violín relampagueaba y el fuelle del bandoneón cortaba el aliento, el poeta Juan Manuel Roca, allí presente para manifestar su admiración y aprecio, se retiró. Me late que Juan Manuel, dos años menor que David, sintió a la parca merodeando y prefirió excusarse, pues tenía una cita con el pintor Antonio Samudio que aspiraba poder cumplir.
‘Sobre mi cadáver’ fue una expresión empleada por David cuando se le proponía organizar una lectura de sus poemas. A tal punto era reacio a la publicidad y la figuración. Esta vez, respetando su voluntad, confiando en que no fuera a darle un portazo al féretro, osamos rendirle tributo y compartir algunos de sus versos:
“Una daga más honda/ que el tiempo es tu mirada./ Y de mí mismo parto/ cuando de ti me alejo”.
“He de seguir la huella de tu sombra/ por entre sombras, vientos y desiertos/ palabras en la danza de un instante/ eternidad sonriente de los sueños”.
“Tú eras mi canción,/ una canción muy calma, casi un murmullo/ que uno apenas dice para sí mismo”.
“He tenido, como todo el mundo, supongo, mi ración de odio por mí mismo/ y un poquito de autocompasión. (…) Sé que hay en casa una celda que me espera/ y una cadena con la que forjo (o pretendo forjar) mi libertad/ ―hojas en blanco, lápices gastados, notas, borradores―”.
“Oh, señor, regálame por fin el vacío/ que hace años te pido,/ un vacío mediano y gris/ aquí dentro (…) Por favor, señor, quiero cancelar mi pedido de salvación y vida eterna”.
“Pierdo el tiempo y no me remuerde./ Justificado por la necesidad/ y al abrigo de toda censura/ me siento, por fin, libre y solo”.
A las cuatro, rumbo a la sala de cremación, el círculo se cerró: el cortejo fúnebre bordeó la Universidad Nacional, en cuyo departamento de Literatura, tras enseñar en Los Andes y en la Pedagógica, David sembró su más hondo legado.
Nos queda su poesía, reunida en Retratos y Día tras día. Así como su Historia de la Crítica literaria en Colombia, los ensayos sobre el modernismo reunidos en Fin de siglo. Decadencia y modernidad y el volumen Poesía y canon. Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia (1920 -1950). Su obra miscelánea, diseminada en libros, periódicos y revistas, queda dispersa y por recopilar, al igual que sus contribuciones para el Seminario de pensamiento colombiano y la revista Razón Pública. Su producción ensayística sobre Lukács, Barthes, Benjamin y Adorno queda inédita y por publicar. Citando a César Vallejo, “hay, hermanos, muchísimo que hacer”.
En el mensaje donde compartió “A la memoria de W. B. Yeats”, Juliana Camacho dio cuenta de lo que podía llegar a ser una clase con David: “casi puedo tocar la potencia de nuestra edad, el silencio de catedral cuando David abría la boca, los libros sobre la mesa en torno a la cual nos sentábamos, la cadencia de la voz cuando alguien leía un poema y el modo en que cada palabra leída pesaba una tonelada o menos que una pluma”.
Llorando con ganas, con gafas y garras y garrafas, en medio de un llanto expreso, excelso, cierro esta despedida con los versos finales que Auden le dedicó a Yeats y Juliana a David Jiménez, nuestro imborrable y liróforo maestro:
“Sigue, poeta, sigue derecho/ hacia el fondo de la noche,/ convéncenos aún de celebrar, con tu voz que no obliga (…) deja fluir la fuente que cura/ los desiertos del corazón,/ en la prisión de sus días/ enseña al hombre libre la manera de alabar”.
La demencia de cuerpos de Lewy es un trastorno ocasionado por un conglomerado de proteínas que invade las redes neurales y evita la comunicación entre la dendrita y el axón de las células. El resultado es que las neuronas van muriendo y luego de algunos años tanto el sistema nervioso central como el periférico dejan de funcionar.
―La enfermedad es tan desastrosa que parece una venganza de un ser sobrenatural ―nos comentó Juan Jacobo, el hijo mayor de David―. Yo quisiera poder creer en un dios o en ese ser sobrenatural para echarle la culpa, pero como biólogo racionalmente no me puedo poner bravo con un conglomerado proteico que decide dañar unos axones.
“A un olmo seco”, de Antonio Machado, era uno de los poemas favoritos de David. Se lo sabía de memoria, pero la enfermedad lo deshizo en jirones cada vez más pequeños, hasta que desaparecieron. Cuando ya no pudo recordarlo, y no ayudaba que le leyeran y le ayudaran con pedacitos, el maestro le dijo a Rita, la compañera de sus últimos años: “Ya no me lo lea, seguramente llegará el día en que ese fabuloso poema no me diga nada”. A pesar de eso, ella siguió leyéndoselo durante un tiempo, hasta que vio que efectivamente ya nada le decía.
Como tenía que ser, el funeral de David fue una cátedra, una liturgia laica de música y poesía. No se trató de un día frío y oscuro, como el del poema de Auden en memoria de Yeats que le dedicó una de sus alumnas. Por el contrario, un sol radiante iluminó su rostro tallado por la muerte y el retrato en la flor de su madurez captado por Carlos Naranjo.
El bandoneonista Diego Villa y la violinista Flor Lasso, integrantes de la agrupación El Raje 404, desgarraron a todes les presentes con el sublime bisturí del tango. Primero interpretaron “Olvido”, de Piazzolla, al que se sumaron las notas y compases de “Nada”, “Milonga triste”, “Volver”, “Pasional”, “Los sueños”, “Vuelvo al sur”, “Romance de barrio”, “Uno”, “El último café”, “Con el cielo en las manos”, “El día que me quieras” y “Adiós Nonino”, un raudal de música porteña que intenté sobreaguar danzando inmóvil, tarareando mudo, sollozando seco.
Abrumado por esa marejada donde el arco del violín relampagueaba y el fuelle del bandoneón cortaba el aliento, el poeta Juan Manuel Roca, allí presente para manifestar su admiración y aprecio, se retiró. Me late que Juan Manuel, dos años menor que David, sintió a la parca merodeando y prefirió excusarse, pues tenía una cita con el pintor Antonio Samudio que aspiraba poder cumplir.
‘Sobre mi cadáver’ fue una expresión empleada por David cuando se le proponía organizar una lectura de sus poemas. A tal punto era reacio a la publicidad y la figuración. Esta vez, respetando su voluntad, confiando en que no fuera a darle un portazo al féretro, osamos rendirle tributo y compartir algunos de sus versos:
“Una daga más honda/ que el tiempo es tu mirada./ Y de mí mismo parto/ cuando de ti me alejo”.
“He de seguir la huella de tu sombra/ por entre sombras, vientos y desiertos/ palabras en la danza de un instante/ eternidad sonriente de los sueños”.
“Tú eras mi canción,/ una canción muy calma, casi un murmullo/ que uno apenas dice para sí mismo”.
“He tenido, como todo el mundo, supongo, mi ración de odio por mí mismo/ y un poquito de autocompasión. (…) Sé que hay en casa una celda que me espera/ y una cadena con la que forjo (o pretendo forjar) mi libertad/ ―hojas en blanco, lápices gastados, notas, borradores―”.
“Oh, señor, regálame por fin el vacío/ que hace años te pido,/ un vacío mediano y gris/ aquí dentro (…) Por favor, señor, quiero cancelar mi pedido de salvación y vida eterna”.
“Pierdo el tiempo y no me remuerde./ Justificado por la necesidad/ y al abrigo de toda censura/ me siento, por fin, libre y solo”.
A las cuatro, rumbo a la sala de cremación, el círculo se cerró: el cortejo fúnebre bordeó la Universidad Nacional, en cuyo departamento de Literatura, tras enseñar en Los Andes y en la Pedagógica, David sembró su más hondo legado.
Nos queda su poesía, reunida en Retratos y Día tras día. Así como su Historia de la Crítica literaria en Colombia, los ensayos sobre el modernismo reunidos en Fin de siglo. Decadencia y modernidad y el volumen Poesía y canon. Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia (1920 -1950). Su obra miscelánea, diseminada en libros, periódicos y revistas, queda dispersa y por recopilar, al igual que sus contribuciones para el Seminario de pensamiento colombiano y la revista Razón Pública. Su producción ensayística sobre Lukács, Barthes, Benjamin y Adorno queda inédita y por publicar. Citando a César Vallejo, “hay, hermanos, muchísimo que hacer”.
En el mensaje donde compartió “A la memoria de W. B. Yeats”, Juliana Camacho dio cuenta de lo que podía llegar a ser una clase con David: “casi puedo tocar la potencia de nuestra edad, el silencio de catedral cuando David abría la boca, los libros sobre la mesa en torno a la cual nos sentábamos, la cadencia de la voz cuando alguien leía un poema y el modo en que cada palabra leída pesaba una tonelada o menos que una pluma”.
Llorando con ganas, con gafas y garras y garrafas, en medio de un llanto expreso, excelso, cierro esta despedida con los versos finales que Auden le dedicó a Yeats y Juliana a David Jiménez, nuestro imborrable y liróforo maestro:
“Sigue, poeta, sigue derecho/ hacia el fondo de la noche,/ convéncenos aún de celebrar, con tu voz que no obliga (…) deja fluir la fuente que cura/ los desiertos del corazón,/ en la prisión de sus días/ enseña al hombre libre la manera de alabar”.