1919: en Barranquilla me quiebro
En julio de 1918, tras despedir a un amigo en la estación del Tren de la Sabana, el movimiento de viajeros y mercancías llevó a Tejada a imaginar nuevos rumbos: “Todo eso nos prende en el alma un deseo irresistible de irnos también, de tomar nuestra maleta y largarnos de la ciudad donde hemos estado ya bastante tiempo y donde no hay ya nada nuevo para nosotros”.
Tres meses después viajó hacia Barranquilla, adonde se dirigió, según una nota de El Espectador, “a ocupar un importante puesto en la canalización del río Magdalena”. Al parecer no tenía prisa, porque hizo una escala en Medellín, de modo que cuando finalmente llegó, el importante puesto no estaba disponible. Entonces se dedicó a lo que mejor sabía hacer: escribir para la prensa.
En Barranquilla ya se tenía noticia de él como cronista. El primer comentario que se conoce sobre su obra proviene de El Día, periódico de esa ciudad para el cual, gracias a Tejada, la crónica bogotana empezaba a salir del “monopolio de mediocres” que la mantenía postrada, destacando la “desbordada tendencia a conceptuar”, “la exposición correcta y precisa” y “la soltura exquisita” de su estilo.
En “El viaje”, un artículo escrito en enero de 1919 a raíz de una gira del presidente Marco Fidel Suárez por la Costa, Tejada describió lo que un cachaco proveniente de la adusta capital habría de experimentar al llegar a la región: “adquirirá de súbito la percepción de un existir más amplio, más libre, más franco; sentirá el fuego de estos soles; admirará el cándido cielo, bajo y limpio, que la brisa marina con sus aladas escobas se encarga de barrer bien todas las mañanas”.
La jovialidad del pueblo costeño cautivó a Tejada, y no le costó integrarse al ambiente “alegre y babilónico” de “ruidosas bacanales”. En la Arenosa y en las poblaciones ribereñas del bajo Magdalena se topó con la “cara tremenda” de un dios que los salones timoratos y estirados del interior, “donde el artificio suele primar sobre la naturalidad”, no le habían permitido apreciar: el rostro extático del dios de la Danza, un arte en el que Tejada advertía una dimensión mística esencial: “El baile es religioso por sí mismo, porque en virtud del misterio del ritmo incorpora al ser al alma del Universo, establece una relación inefable entre el hombre, aislado y disgregado, y el cosmos profundo”. En “la cumbiamba” costeña, y no en “los frívolos bailes de etiqueta”, Tejada descubrió esa “significación prístina, religiosa y ritual”, esa realidad “bárbara y emocionante” que arrebata al danzar.
Entre tanto, el Gobierno presidido por Marco Fidel Suarez afrontaba un panorama álgido. La recesión de la posguerra europea había disparado el costo de la vida y los reportes de revueltas y protestas eran cosa de todos los días. Ultraconservador, defensor del principio de autoridad para “domesticar” la especie humana y partidario de una política de sumisión a Estados Unidos, Suárez precipitó la crisis más trágica de su trienio el 16 de marzo de 1919.
Ese domingo, una manifestación liderada por artesanos bogotanos fue reprimida a bala, con un saldo de once manifestantes muertos, quince heridos y trescientos detenidos. Los artesanos, sastres y zapateros, junto con las costureras y confeccionistas de prendas castrenses, exigían la caída de un decreto que autorizaba la compra a Estados Unidos de diez mil uniformes nuevos para el Ejército. El país estaba al borde de la quiebra, los artesanos no tenían cómo vender sus productos y el presidente destinó sesenta mil pesos oro para que los soldados lucieran uniformes made in U. S. A. en el Centenario de la Independencia.
Desde las páginas de Rigoletto, el periódico que con su amigo de infancia Pedro Rodas Pizano le habían comprado al general Faraón Pertuz, Tejada condenó la matanza. El cronista, que recién llegado a Bogotá había contemplado “enternecido, la gloriosa calva de don Marco Fidel Suárez”, y quien llegó a declarar la “confianza” y la “franqueza” que le inspiraba el anciano gobernante, denunció “el fondo de iniquidad, de astucia, de inmoralidad que hay en todas y cada una de sus palabras”, poniendo en evidencia cómo, “sin desvirtuar de un todo la verdad, el Sr. Suárez la descoyunta, la diluye, le quita la dureza real”. En lo sucesivo, crítico feroz de su trayectoria, Tejada lo escarneció varias veces, al punto de referirse a él como “esa figura execrable, la más ingrata y la más inútil que ha pasado por nuestra historia política”.
La matanza de los artesanos en Bogotá socavó la conciencia nacional y abrió una grieta por donde, poco a poco, se irían desmoronando cuatro décadas de hegemonía conservadora. Tejada percibió esto como “el principio de una serie de conmociones puramente sociales” que revelaban el despertar de una lucha de clases en Colombia. Con una aguda visión del porvenir, vislumbró que lo peor estaba por suceder: “Aún presenciaremos muchas jornadas de marzo ―sentenció en “Obreros”―, aún las ametralladoras y las bocas negras de los fusiles rugirán en las calles y habrá más sangre y más lágrimas”. En diciembre de 1928, los centenares de víctimas de la masacre de las bananeras, en Ciénaga, terminarían dándole la razón.
La experiencia de dirigir Rigoletto con su amigo Rodas Pizano fue importante para Tejada en términos ideológicos, pues le permitió asumir públicamente su cercanía con las tesis socialistas ―bajo el antetítulo “Nuevas Ideologías”, Rigoletto publicó por entregas la Constitución de los Soviets y, ante la sindicación de estar promoviendo el “bolshevismo”, Tejada saludó la propagación del “contagio Bolchevique” y caracterizó la ola revolucionaria rusa como un “neocristianismo sencillo, un sentimiento puro de amor a los humildes”―. No obstante, en lo económico Rigoletto no prosperó: el periódico, que había vuelto a circular en marzo de 1919 como diario vespertino, y cuya beligerancia levantó ampollas en la prensa del resto del país, suspendió labores en noviembre y solo reaparecería al año siguiente, bajo la solitaria dirección de Rodas Pizano.
Para entonces, Tejada había remontado de nuevo el Magdalena, esta vez con destino a Medellín.
(¿Se consideraba Tejada un buen antioqueño? En el centenario de su fallecimiento, no se pierdan la próxima entrega sobre este cultor de la crítica crónica).
1919: en Barranquilla me quiebro
En julio de 1918, tras despedir a un amigo en la estación del Tren de la Sabana, el movimiento de viajeros y mercancías llevó a Tejada a imaginar nuevos rumbos: “Todo eso nos prende en el alma un deseo irresistible de irnos también, de tomar nuestra maleta y largarnos de la ciudad donde hemos estado ya bastante tiempo y donde no hay ya nada nuevo para nosotros”.
Tres meses después viajó hacia Barranquilla, adonde se dirigió, según una nota de El Espectador, “a ocupar un importante puesto en la canalización del río Magdalena”. Al parecer no tenía prisa, porque hizo una escala en Medellín, de modo que cuando finalmente llegó, el importante puesto no estaba disponible. Entonces se dedicó a lo que mejor sabía hacer: escribir para la prensa.
En Barranquilla ya se tenía noticia de él como cronista. El primer comentario que se conoce sobre su obra proviene de El Día, periódico de esa ciudad para el cual, gracias a Tejada, la crónica bogotana empezaba a salir del “monopolio de mediocres” que la mantenía postrada, destacando la “desbordada tendencia a conceptuar”, “la exposición correcta y precisa” y “la soltura exquisita” de su estilo.
En “El viaje”, un artículo escrito en enero de 1919 a raíz de una gira del presidente Marco Fidel Suárez por la Costa, Tejada describió lo que un cachaco proveniente de la adusta capital habría de experimentar al llegar a la región: “adquirirá de súbito la percepción de un existir más amplio, más libre, más franco; sentirá el fuego de estos soles; admirará el cándido cielo, bajo y limpio, que la brisa marina con sus aladas escobas se encarga de barrer bien todas las mañanas”.
La jovialidad del pueblo costeño cautivó a Tejada, y no le costó integrarse al ambiente “alegre y babilónico” de “ruidosas bacanales”. En la Arenosa y en las poblaciones ribereñas del bajo Magdalena se topó con la “cara tremenda” de un dios que los salones timoratos y estirados del interior, “donde el artificio suele primar sobre la naturalidad”, no le habían permitido apreciar: el rostro extático del dios de la Danza, un arte en el que Tejada advertía una dimensión mística esencial: “El baile es religioso por sí mismo, porque en virtud del misterio del ritmo incorpora al ser al alma del Universo, establece una relación inefable entre el hombre, aislado y disgregado, y el cosmos profundo”. En “la cumbiamba” costeña, y no en “los frívolos bailes de etiqueta”, Tejada descubrió esa “significación prístina, religiosa y ritual”, esa realidad “bárbara y emocionante” que arrebata al danzar.
Entre tanto, el Gobierno presidido por Marco Fidel Suarez afrontaba un panorama álgido. La recesión de la posguerra europea había disparado el costo de la vida y los reportes de revueltas y protestas eran cosa de todos los días. Ultraconservador, defensor del principio de autoridad para “domesticar” la especie humana y partidario de una política de sumisión a Estados Unidos, Suárez precipitó la crisis más trágica de su trienio el 16 de marzo de 1919.
Ese domingo, una manifestación liderada por artesanos bogotanos fue reprimida a bala, con un saldo de once manifestantes muertos, quince heridos y trescientos detenidos. Los artesanos, sastres y zapateros, junto con las costureras y confeccionistas de prendas castrenses, exigían la caída de un decreto que autorizaba la compra a Estados Unidos de diez mil uniformes nuevos para el Ejército. El país estaba al borde de la quiebra, los artesanos no tenían cómo vender sus productos y el presidente destinó sesenta mil pesos oro para que los soldados lucieran uniformes made in U. S. A. en el Centenario de la Independencia.
Desde las páginas de Rigoletto, el periódico que con su amigo de infancia Pedro Rodas Pizano le habían comprado al general Faraón Pertuz, Tejada condenó la matanza. El cronista, que recién llegado a Bogotá había contemplado “enternecido, la gloriosa calva de don Marco Fidel Suárez”, y quien llegó a declarar la “confianza” y la “franqueza” que le inspiraba el anciano gobernante, denunció “el fondo de iniquidad, de astucia, de inmoralidad que hay en todas y cada una de sus palabras”, poniendo en evidencia cómo, “sin desvirtuar de un todo la verdad, el Sr. Suárez la descoyunta, la diluye, le quita la dureza real”. En lo sucesivo, crítico feroz de su trayectoria, Tejada lo escarneció varias veces, al punto de referirse a él como “esa figura execrable, la más ingrata y la más inútil que ha pasado por nuestra historia política”.
La matanza de los artesanos en Bogotá socavó la conciencia nacional y abrió una grieta por donde, poco a poco, se irían desmoronando cuatro décadas de hegemonía conservadora. Tejada percibió esto como “el principio de una serie de conmociones puramente sociales” que revelaban el despertar de una lucha de clases en Colombia. Con una aguda visión del porvenir, vislumbró que lo peor estaba por suceder: “Aún presenciaremos muchas jornadas de marzo ―sentenció en “Obreros”―, aún las ametralladoras y las bocas negras de los fusiles rugirán en las calles y habrá más sangre y más lágrimas”. En diciembre de 1928, los centenares de víctimas de la masacre de las bananeras, en Ciénaga, terminarían dándole la razón.
La experiencia de dirigir Rigoletto con su amigo Rodas Pizano fue importante para Tejada en términos ideológicos, pues le permitió asumir públicamente su cercanía con las tesis socialistas ―bajo el antetítulo “Nuevas Ideologías”, Rigoletto publicó por entregas la Constitución de los Soviets y, ante la sindicación de estar promoviendo el “bolshevismo”, Tejada saludó la propagación del “contagio Bolchevique” y caracterizó la ola revolucionaria rusa como un “neocristianismo sencillo, un sentimiento puro de amor a los humildes”―. No obstante, en lo económico Rigoletto no prosperó: el periódico, que había vuelto a circular en marzo de 1919 como diario vespertino, y cuya beligerancia levantó ampollas en la prensa del resto del país, suspendió labores en noviembre y solo reaparecería al año siguiente, bajo la solitaria dirección de Rodas Pizano.
Para entonces, Tejada había remontado de nuevo el Magdalena, esta vez con destino a Medellín.
(¿Se consideraba Tejada un buen antioqueño? En el centenario de su fallecimiento, no se pierdan la próxima entrega sobre este cultor de la crítica crónica).