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Por cuarta vez se hundió en el Congreso el proyecto de ley destinado a regular el cannabis de uso adulto en Colombia. La iniciativa estuvo cerca de ser aprobada: en el último de ocho debates logró 47 votos a favor contra 43 negativos, le hicieron falta siete para la mayoría calificada. El representante Juan Carlos Losada, autor del proyecto, ha dicho que rendirse no es una opción, que persistirá en una causa por la que vale la pena luchar, y que, junto con la senadora María José Pizarro, revisándolo y mejorándolo, radicará de nuevo el proyecto en la próxima legislatura.
Durante la plenaria del 19 de junio, un día antes de la votación definitiva, el senador conservador Mauricio Giraldo, con un medallón de la Virgen brillándole en el pecho, elevó su índice derecho para asegurar que, primero, “la legalización aumenta el consumo, porque así pasa en los Estados Unidos”; segundo, que “aumenta la tasa del suicidio y accidentes de tránsito”; y tercero, que “la marihuana tiene más sustancias tóxicas que el cigarrillo”.
La Silla Vacía sometió las afirmaciones de Giraldo a su detector de mentiras y encontró, a partir de un estudio publicado en marzo por el Journal of Economic Literature, que la primera resulta cuestionable, y las otras dos, engañosas. El estudio citado hace una revisión exhaustiva de las investigaciones sobre la legalización de la marihuana en los Estados Unidos y permite concluir, refutando a Giraldo, que, primero, el 75 % de la evidencia muestra que la regulación no ha disparado, e incluso ha disminuido el consumo entre los adolescentes; segundo, que el grueso de los informes niega que los accidentes de tránsito o los suicidios hayan aumentado; y tercero, que mientras en el humo del cannabis se han llegado a detectar 110 compuestos nocivos para la salud, en el del cigarrillo se han encontrado 173.
A líderes como el senador Giraldo los tiene sin cuidado que sus planteamientos riñan con la realidad. Si la evidencia científica los contradice, sencillamente la ignoran. Cuando a Harry Anslinger, el padre del prohibicionismo gringo, director durante treinta y dos años de la poderosa Oficina Federal de Narcóticos (FBN), le preguntaron acerca del Informe La Guardia, un estudio realizado por la Academia de Medicina de Nueva York que declaraba inocua la marihuana y recomendaba no reprimir ni penalizar su uso, Anslinger respondió: “Es un documento realmente desafortunado, cuya frivolidad y falacia denunció de inmediato la FBN”.
Tras más de cincuenta años pedaleando en la bicicleta estática de la guerra contra las drogas —”el acto de locura humana más grande de la historia”, según el antropólogo Wade Davis—, enfrascados en una violenta e interminable causa perdida, va siendo hora de darnos cuenta de que la prohibición de una sustancia no elimina los problemas asociados a su uso, sino que, por el contrario, al generar un lucrativo mercado ilegal, los agrava y multiplica. Así sucedió en Chicago durante la prohibición del alcohol, hace un siglo, y la única solución fue legalizarlo y reglamentarlo.
El profesor de la Universidad EAFIT Santiago Tobón resume el asunto con claridad: “La prohibición de la marihuana para fines recreacionales es, en la práctica, la negativa de un gobierno a regular un mercado que ya existe”. La prohibición no elimina el mercado, encarece la sustancia, rebaja los estándares sanitarios y deja su control en mafias generadoras de violencia y corrupción. Siendo realistas, con prohibición o sin prohibición, la gente seguirá consumiendo, pero con la regulación, según plantea el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, “en la medida en que el mercado ilegal se reduzca, se puede prevenir el consumo temprano y el consumo problemático, pues se reducen los entornos inseguros de consumo y se limita el acceso a los menores de edad”.
La lucha por regular el uso adulto del cannabis no pretende hacer una apología de su consumo, ni negar o minimizar sus posibles perjuicios. El problema, como lo tenían claro los antiguos, no está en los fármacos en sí, sino en el uso o abuso que hagamos de ellos —cabe recordar que la etimología de phármakon remite tanto a un remedio como a un veneno—. El representante Losada ha insistido al respecto: “Reconocemos que el consumo de cannabis produce unos daños y unos riesgos para la salud humana, tal como lo hacen otras sustancias peligrosas, como el cigarrillo y el alcohol, cuyos mercados se encuentran regulados. Regular el cannabis es imponerle normas sin promover su consumo”.
No lo afirman solo los académicos o los políticos críticos de la prohibición: el mismísimo Consejo Superior de Política Criminal del Ministerio de Justicia, en el concepto favorable que emitió acerca del proyecto, señala “el efecto contraproducente de la penalización y modelo prohibicionista del uso del cannabis”, y aboga por “un nuevo paradigma en materia de política criminal”, “una visión integral” que le permita al Estado “avanzar en una nueva visión del fenómeno de las drogas y su consumo”.
El representante Losada y la senadora Pizarro no están solos en esta gesta. Además de la estigmatizada y resistente comunidad cannábica, están de su lado la academia, el movimiento social progresista, las altas Cortes, el gobierno, la población campesina e indígena cultivadora, los expectantes empresarios y un 38 % de la ciudadanía dispuesta a cambiar el paradigma de la represión y el control social por uno de tolerancia y consumo responsable.
Hay por delante una ardua pedagogía para persuadir al 58 % de los colombianos que aún manifiestan estar en contra de la regulación, de modo que entiendan que, si lo que realmente se quiere es cuidar a los jóvenes, reducir la violencia, aumentar el fisco y proteger las libertades individuales y la salud pública, este es el camino indicado. Tal como le señaló @CaritoTay al representante Losada: “Ya tuvo la experiencia, ahora le toca convencer a quienes entienden mal el proyecto, no a quienes lo apoyan”.