Un deporte espectáculo que convoca a diario a millones de aficionados en el mundo no puede ser ajeno a la política, que también mueve multitudes. Sus vínculos y desencuentros explican la memoria del fútbol. En los mundiales y sus sedes, en la organización de las copas internacionales o los campeonatos nacionales, en paralelo con las hazañas de los héroes de estos tiempos mediáticos, ronda la política. Por eso hay dirigencia deportiva y acción social alrededor del fútbol.
El balompié colombiano no escapa a ese lazo invisible. Casualidad o no, debe recordarse que el primer campeonato profesional comenzó semanas después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948. De alguna manera sirvió para atenuar los ánimos exaltados de la violencia partidista. Lo mismo que aconteció en los días de El Dorado, cuando los mejores exponentes del fútbol argentino dieron cátedra de fútbol en los estadios de Colombia, acaparando multitudes, mientras corría la sangre en los campos.
Cada momento tiene un cruce de caminos en los que el fútbol y la política, vibrando en la misma frecuencia o en escenarios separados, agitaron el inconsciente colectivo y el estado emocional del país. Tampoco es coincidencia que el recuerdo de 1989, trasegado en medio de magnicidios, carros bomba y masacres, traiga las evocaciones de Nacional campeón de la Libertadores o del regreso a los Mundiales en Italia 90. Todo enmarcado en la cancelación del campeonato nacional por el asesinato de un árbitro.
En el ajuste de los presupuestos públicos y privados, en la extensión de canchas a los pueblos y barrios, hasta en las camisetas que se enfundan los estadistas en los momentos de júbilo futbolero, se asoma el rostro de la política. Sale al encuentro de los aficionados y se acomoda en el tren de sus celebraciones. Finalmente es con leyes, decretos y sentencias judiciales que se consolidan los triunfos. Es desde la política pública y la consolidación de una cultura deportiva que se crea un país ganador.
Es la medida que equilibran las cargas. El fútbol reparte su influjo deportivo, económico y social. Pero invitada o no, se suma la política, porque hay un toque tribal que se exalta en la divisa o la ola nacionalista que crece en el mismo aire. Lo demás es la memoria que teje los hilos y rememora los encuentros. En momentos de escándalo, como el Proceso 8.000, en las treguas de regocijo ante la violencia como la desairada Copa América de 2001 o en las horas en que volver al Mundial de Fútbol provocó la misma esperanza que alcanzar un entendimiento de paz.
Un deporte espectáculo que convoca a diario a millones de aficionados en el mundo no puede ser ajeno a la política, que también mueve multitudes. Sus vínculos y desencuentros explican la memoria del fútbol. En los mundiales y sus sedes, en la organización de las copas internacionales o los campeonatos nacionales, en paralelo con las hazañas de los héroes de estos tiempos mediáticos, ronda la política. Por eso hay dirigencia deportiva y acción social alrededor del fútbol.
El balompié colombiano no escapa a ese lazo invisible. Casualidad o no, debe recordarse que el primer campeonato profesional comenzó semanas después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948. De alguna manera sirvió para atenuar los ánimos exaltados de la violencia partidista. Lo mismo que aconteció en los días de El Dorado, cuando los mejores exponentes del fútbol argentino dieron cátedra de fútbol en los estadios de Colombia, acaparando multitudes, mientras corría la sangre en los campos.
Cada momento tiene un cruce de caminos en los que el fútbol y la política, vibrando en la misma frecuencia o en escenarios separados, agitaron el inconsciente colectivo y el estado emocional del país. Tampoco es coincidencia que el recuerdo de 1989, trasegado en medio de magnicidios, carros bomba y masacres, traiga las evocaciones de Nacional campeón de la Libertadores o del regreso a los Mundiales en Italia 90. Todo enmarcado en la cancelación del campeonato nacional por el asesinato de un árbitro.
En el ajuste de los presupuestos públicos y privados, en la extensión de canchas a los pueblos y barrios, hasta en las camisetas que se enfundan los estadistas en los momentos de júbilo futbolero, se asoma el rostro de la política. Sale al encuentro de los aficionados y se acomoda en el tren de sus celebraciones. Finalmente es con leyes, decretos y sentencias judiciales que se consolidan los triunfos. Es desde la política pública y la consolidación de una cultura deportiva que se crea un país ganador.
Es la medida que equilibran las cargas. El fútbol reparte su influjo deportivo, económico y social. Pero invitada o no, se suma la política, porque hay un toque tribal que se exalta en la divisa o la ola nacionalista que crece en el mismo aire. Lo demás es la memoria que teje los hilos y rememora los encuentros. En momentos de escándalo, como el Proceso 8.000, en las treguas de regocijo ante la violencia como la desairada Copa América de 2001 o en las horas en que volver al Mundial de Fútbol provocó la misma esperanza que alcanzar un entendimiento de paz.