Días antes de viajar hacia Caracas conversé, telefónicamente, con dos corresponsales de medios internacionales que trabajaron en la ciudad. Ambos coincidieron en que la ciudad era un gran vividero y en que me sorprendería con lo que encontraría recorriendo sus calles. También me advirtieron sobre la inseguridad. El consejo fue práctico: trate de vestirse de forma casual, ojalá con zapatos gastados, jeans y camiseta. Mejor no lleve reloj y si lo hace, que sea de combate. Uno de ellos, preocupado por migración en el aeropuerto de Maiquetía, sugirió no mencionar mi oficio.
Y así viajé a Venezuela. Tenía, por lecturas permanentes, la idea de que encontraría unas calles en guerra civil, cerca del caos total. Que Caracas estaba a un paso del infierno. El objetivo primordial era contar, en un reportaje para RCN Radio, cómo se movía la ciudad. ¿Pasa algo allí además de las protestas, de los muertos, del desabastecimiento? Bajé del avión en Maiquetía, en el aeropuerto Simón Bolívar, y pasé los controles sin problemas. Ningún funcionario me preguntó quién era, ni a qué iba a Caracas. Una vez en la carretera que lleva a la capital, a doble calzada y en buen estado, me sorprendí con los murales y la permanente propaganda política. Mensajes que no permiten al conductor, incluso al desprevenido, recordar que Hugo Chávez sigue estando allí.
En Caracas, siguiendo también el consejo de mis colegas, contraté un moto taxista, que hay muchos, para recorrer los barrios. Es la manera más práctica. Las autopistas son amplias, están bien tenidas y el tráfico es más ligero que en Bogotá. En ciertas zonas, sobre todo cercanas al Palacio de Miraflores, hay tanquetas de la Guardia Nacional Bolivariana custodiando las aceras. Mi primera impresión es que la guerra no se siente en las calles. Y que nadie se confunda, que no estoy diciendo que no existan protestas, que sí las hay, sino que uno puede moverse con relativa tranquilidad. Es posible ir del Este al Oeste, de Chacao a Catia, sin caer en una lluvia de balas y de muertos.
Le pregunté al moto taxista por las protestas. Me dijo que en los últimos días hubo "trancazos" programados, es decir, manifestaciones, más bien pequeñas, de personas que en algunos barrios bloquean vías. Luego vi a ciudadanos poniendo llantas en la calle y cerrando el paso. Fui a un centro comercial y en la entrada vi algunos incidentes menores entre la Guardia y manifestantes jóvenes. Hubo gases lacrimógenos, piedras, insultos, gente corriendo. Y sin embargo, en los pasillos del centro comercial, había gente mirando vitrinas, comprando alguna cosa, comiéndose un helado. Es extraño ver ese contraste: es evidente que pasan cosas, pero lo es también que la gente trata de seguir su rutina.
Es cierto, como lo cuentan algunas crónicas, que hay filas de gente comprando, o tratando de comprar, productos básicos de la dieta venezolana: pan, harina, aceite. Con suerte y 300 bolívares a un caraqueño le venden una bolsa con seis panes. Luego, los bachaqueros (contrabandistas) lo revenden a 500 “bolos”. Hay cierto ambiente indigno, en todo caso, en aquellas extensas filas que pueden durar horas. Y que son diarias. Vi también que es difícil conseguir crema dental, papel higiénico, pañales, azúcar, arroz… Incluso en los mercados del gobierno hay estantes vacíos, no todos, no como muestran algunas fotos tomadas desde el ángulo que los muestra vacíos, pero sí muchos de ellos.
Pero tal vez el drama más delicado es el de los medicamentos. Visité varias farmacias, algunas controladas por el Estado, y la escasez es real. Hablé con una señora que tiene cáncer y que depende de lo que sus familiares en Colombia le envíen cada mes. Hablé con una mamá que tiene a su hija enferma -hiperplasia suprarrenal congénita- y que llevaba dos días visitando farmacias por toda la ciudad. No encontraba lo que necesitaba. Hablé con dos médicos, en dos zonas distintas de Caracas, y ambos hicieron un diagnóstico similar: cada día hay menos insumos. Uno de los médicos me dijo “no tenemos para nebulizar, a veces no tenemos inyectadoras, no tenemos de 20 ni de 10”. Recordemos que el presidente de la Federación Farmacéutica de Venezuela , Freddy Ceballos, reconoció en enero de este año que la escasez de medicamentos se acercaba al 85 por ciento.
Concluí que a Nicolás Maduro no lo van a sacar las protestas. Caracas está lejos de ser El Cairo cuando los manifestantes obligaron la renuncia de Mubarak en el 2011. Sin duda hay una inconformidad enorme con el estado de las cosas. Si hay una elección en 2018, es muy posible que el gobierno la pierda. Esa, la democrática, tiene que ser la solución a la crisis. Mientras escribo esto, Leopoldo López ya está en su casa. Ese es un gesto -buscando oxigeno para la Constituyente- que no es menor por parte de Maduro y de los suyos. Invito, además, a que los colegas duden de las noticias que son solo catastróficas. Uno puede, en lo personal, creer que Maduro es un desastre y que la revolución ha sido un fracaso. Pero eso no da licencia para contar solo una parte de la historia.
Días antes de viajar hacia Caracas conversé, telefónicamente, con dos corresponsales de medios internacionales que trabajaron en la ciudad. Ambos coincidieron en que la ciudad era un gran vividero y en que me sorprendería con lo que encontraría recorriendo sus calles. También me advirtieron sobre la inseguridad. El consejo fue práctico: trate de vestirse de forma casual, ojalá con zapatos gastados, jeans y camiseta. Mejor no lleve reloj y si lo hace, que sea de combate. Uno de ellos, preocupado por migración en el aeropuerto de Maiquetía, sugirió no mencionar mi oficio.
Y así viajé a Venezuela. Tenía, por lecturas permanentes, la idea de que encontraría unas calles en guerra civil, cerca del caos total. Que Caracas estaba a un paso del infierno. El objetivo primordial era contar, en un reportaje para RCN Radio, cómo se movía la ciudad. ¿Pasa algo allí además de las protestas, de los muertos, del desabastecimiento? Bajé del avión en Maiquetía, en el aeropuerto Simón Bolívar, y pasé los controles sin problemas. Ningún funcionario me preguntó quién era, ni a qué iba a Caracas. Una vez en la carretera que lleva a la capital, a doble calzada y en buen estado, me sorprendí con los murales y la permanente propaganda política. Mensajes que no permiten al conductor, incluso al desprevenido, recordar que Hugo Chávez sigue estando allí.
En Caracas, siguiendo también el consejo de mis colegas, contraté un moto taxista, que hay muchos, para recorrer los barrios. Es la manera más práctica. Las autopistas son amplias, están bien tenidas y el tráfico es más ligero que en Bogotá. En ciertas zonas, sobre todo cercanas al Palacio de Miraflores, hay tanquetas de la Guardia Nacional Bolivariana custodiando las aceras. Mi primera impresión es que la guerra no se siente en las calles. Y que nadie se confunda, que no estoy diciendo que no existan protestas, que sí las hay, sino que uno puede moverse con relativa tranquilidad. Es posible ir del Este al Oeste, de Chacao a Catia, sin caer en una lluvia de balas y de muertos.
Le pregunté al moto taxista por las protestas. Me dijo que en los últimos días hubo "trancazos" programados, es decir, manifestaciones, más bien pequeñas, de personas que en algunos barrios bloquean vías. Luego vi a ciudadanos poniendo llantas en la calle y cerrando el paso. Fui a un centro comercial y en la entrada vi algunos incidentes menores entre la Guardia y manifestantes jóvenes. Hubo gases lacrimógenos, piedras, insultos, gente corriendo. Y sin embargo, en los pasillos del centro comercial, había gente mirando vitrinas, comprando alguna cosa, comiéndose un helado. Es extraño ver ese contraste: es evidente que pasan cosas, pero lo es también que la gente trata de seguir su rutina.
Es cierto, como lo cuentan algunas crónicas, que hay filas de gente comprando, o tratando de comprar, productos básicos de la dieta venezolana: pan, harina, aceite. Con suerte y 300 bolívares a un caraqueño le venden una bolsa con seis panes. Luego, los bachaqueros (contrabandistas) lo revenden a 500 “bolos”. Hay cierto ambiente indigno, en todo caso, en aquellas extensas filas que pueden durar horas. Y que son diarias. Vi también que es difícil conseguir crema dental, papel higiénico, pañales, azúcar, arroz… Incluso en los mercados del gobierno hay estantes vacíos, no todos, no como muestran algunas fotos tomadas desde el ángulo que los muestra vacíos, pero sí muchos de ellos.
Pero tal vez el drama más delicado es el de los medicamentos. Visité varias farmacias, algunas controladas por el Estado, y la escasez es real. Hablé con una señora que tiene cáncer y que depende de lo que sus familiares en Colombia le envíen cada mes. Hablé con una mamá que tiene a su hija enferma -hiperplasia suprarrenal congénita- y que llevaba dos días visitando farmacias por toda la ciudad. No encontraba lo que necesitaba. Hablé con dos médicos, en dos zonas distintas de Caracas, y ambos hicieron un diagnóstico similar: cada día hay menos insumos. Uno de los médicos me dijo “no tenemos para nebulizar, a veces no tenemos inyectadoras, no tenemos de 20 ni de 10”. Recordemos que el presidente de la Federación Farmacéutica de Venezuela , Freddy Ceballos, reconoció en enero de este año que la escasez de medicamentos se acercaba al 85 por ciento.
Concluí que a Nicolás Maduro no lo van a sacar las protestas. Caracas está lejos de ser El Cairo cuando los manifestantes obligaron la renuncia de Mubarak en el 2011. Sin duda hay una inconformidad enorme con el estado de las cosas. Si hay una elección en 2018, es muy posible que el gobierno la pierda. Esa, la democrática, tiene que ser la solución a la crisis. Mientras escribo esto, Leopoldo López ya está en su casa. Ese es un gesto -buscando oxigeno para la Constituyente- que no es menor por parte de Maduro y de los suyos. Invito, además, a que los colegas duden de las noticias que son solo catastróficas. Uno puede, en lo personal, creer que Maduro es un desastre y que la revolución ha sido un fracaso. Pero eso no da licencia para contar solo una parte de la historia.