Comencemos por diferenciar entre caudillo y tirano.
Caudillo es el líder que recibe la confianza ciega y desbordada de las masas para que les dé solución a sus problemas. Es su ídolo. Se entregan a él como un hijo confía en su padre protector. Tirano es lo mismo que dictador, una persona que gobierna con poder total, sin controles ni contrapesos.
No todo caudillo es tirano, pero hay caudillos que después de elegidos tiranizan a una parte de la población. Por ejemplo, un Adolf Hitler que recibe la fervorosa aprobación de su pueblo porque le rescató el orgullo herido en la Gran Guerra, y tras la toma del poder se dedica a exterminar judíos.
El caudillo conquista por la vía electoral, mientras que el tirano se impone a las malas. Hitler y Mussolini fueron caudillos que devinieron en tiranos, Leónidas Trujillo en República Dominicana también, pero los generales Augusto Pinochet y Rafael Videla fueron tiranos a secas, se apropiaron del poder mediante un golpe de Estado. Y militarizaron la vida de la gente.
Álvaro Uribe Vélez contó a su favor desde joven con un gran carisma, en la oratoria y en el trato personal, aunado a una rígida disciplina de trabajo, cualidades todas estas reseñadas en brillante perfil periodístico de El País de España titulado “Uribe, la sombra política de Colombia”. (Ver perfil).
De no haber sido por ese carisma, Uribe no habría podido sacar adelante una carrera política tan plagada de sospechas. Comenzando por su precoz nombramiento como alcalde de Medellín en 1982 y su despido fulminante cuatro meses después, por orden del presidente Belisario Betancur al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Villegas, ante aparentes vínculos con narcos:
“¿Cómo es posible que tengamos en la Alcaldía de Medellín a una persona de quien me han dicho tiene nexos con narcotraficantes?”, le dijo Betancur al gobernador, según la biografía oficial de Álvaro Villegas Moreno escrita por Germán Jiménez. (Ver noticia).
Uribe superó ese “pequeño” obstáculo y 12 años después se hizo elegir él mismo gobernador de Antioquia, a nombre del Partido Liberal, y el mismo día de su elección se agarró a puñetazos con el rival perdedor, Fabio Valencia Cossio, del Partido Conservador, en anuncio de lo que sería el común denominador en el trato con todo rival que se le atraviese: “Le doy en la cara, marica”.
Fue la suya también una gobernación muy cuestionada, por hechos que en parte son investigados por la Corte Suprema, como las masacres de El Aro y La Granja o el asesinato de su contradictor Jesús María Valle, y en parte son objeto de acusación en centenares de denuncias penales.
Pero dos hechos coincidentes catapultaron a Uribe Vélez, de cuestionado dirigente regional a ídolo nacional: la torpe presidencia de un Andrés Pastrana que les entregó a las Farc un territorio equiparable a la superficie de Suiza, a cambio de nada, y la consecuente —e insolente— crecida militar de esa agrupación, que sirvió de abono al descontento de una nación asaltada en su buena fe y que pidió a grito herido la solución que Uribe dijo tener: “Mano firme, corazón grande”.
Así Uribe no solo logró hacerse elegir presidente, sino que repitió periodo después de torcerle el cuello a la Constitución y de arrodillársele a Yidis Medina en un baño de la Casa de Nariño para “conquistar” su voto. Y quiso quedarse otros cuatro años, pero la Corte Constitucional se lo impidió.
Es a partir de su salida de Palacio y de la “traición” que comete Juan Manuel Santos al entablar conversaciones de paz con las Farc, que comienza a darse la metamorfosis de caudillo a tirano. El fracaso del plebiscito convocado por Santos, creyendo que con el triunfo del Sí le taparía la boca a Uribe, produjo el efecto contrario: lo fortaleció hasta el punto de poner en la Presidencia a un títere suyo.
El problema de fondo para Uribe surge cuando el que hizo elegir no da la talla —las encuestas lo tienen apabullado—, la Corte Suprema le dicta orden de detención y su prestigio como líder comienza a verse horadado. Se presenta entonces un punto de quiebre que lo obliga a tomar medidas radicales.
Medidas radicales, sí, porque Uribe es consciente de que en una futura contienda electoral él y su partido llevan las de perder, pero debe permanecer en el poder el tiempo necesario para resolver los centenares de líos judiciales que lo tienen enredado y que sabe no se resolverán sino a su modo: torciéndole el cuello a la justicia, a cuya Corte Suprema acaba de avasallar mediante una abrumadora presión mediática, aunque sin solución definitiva del proceso que tanto lo atormenta.
Es aquí cuando asistimos al debut de Álvaro Uribe como tirano. Es entonces cuando comienza a verse claro —en medio de tanta oscuridad— que los homicidios aún impunes de 14 jóvenes a mano armada de la Policía no fueron algo circunstancial, ni los abusos y atropellos de sus agentes a diestra y siniestra, ni los asesinatos selectivos de líderes sociales a cargo de fuerzas oscuras que los organismos de seguridad del Estado se declaran incapaces de controlar, ni las masacres —como la de Samaniego— atribuibles a narcos de ascendencia mexicana asentados estratégicamente en los departamentos más antiuribistas —Cauca y Nariño—, donde el Ejército posee el mayor número de bases militares, vaya omisiva coincidencia.
Lo que ocurrió en días pasados en el Congreso es vergonzoso para la democracia, tuvieron que haberse presentado jugosos acuerdos por debajo de la mesa para que los partidos agrupados en la coalición de gobierno hubieran despachado de manera tan “tiránica”, dando un zarpazo de mayorías vergonzantes, la moción de censura contra el ministro de Defensa que se tramitaba en el Senado.
Ya hemos pasado de la antesala al traspatio de un Gobierno al servicio del sátrapa, les bastó con tener comprado el Congreso con mermelada burocrática y a los más importantes medios domesticados como perritos falderos con pauta y prebendas a granel.
Si en alguna ocasión anterior dije: “Bienvenidos al fascismo”, en esta corrijo: Bienvenidos a la tiranía. No sabemos cuánto durará el tirano en el poder, pero es evidente que está dando pasos de animal gigante para quedarse.
De remate. Según Sara Tufano, “un grupo político vinculado al narcotráfico y al paramilitarismo se tomó el Estado y necesita de un régimen dictatorial para ocultar sus crímenes”. Coincido. Ligado a lo anterior, tiene uno que ser muy estúpido —o cómplice— para creer que la inmensa cantidad de pruebas que hay contra Uribe por los más variados delitos es producto de un montaje.
Comencemos por diferenciar entre caudillo y tirano.
Caudillo es el líder que recibe la confianza ciega y desbordada de las masas para que les dé solución a sus problemas. Es su ídolo. Se entregan a él como un hijo confía en su padre protector. Tirano es lo mismo que dictador, una persona que gobierna con poder total, sin controles ni contrapesos.
No todo caudillo es tirano, pero hay caudillos que después de elegidos tiranizan a una parte de la población. Por ejemplo, un Adolf Hitler que recibe la fervorosa aprobación de su pueblo porque le rescató el orgullo herido en la Gran Guerra, y tras la toma del poder se dedica a exterminar judíos.
El caudillo conquista por la vía electoral, mientras que el tirano se impone a las malas. Hitler y Mussolini fueron caudillos que devinieron en tiranos, Leónidas Trujillo en República Dominicana también, pero los generales Augusto Pinochet y Rafael Videla fueron tiranos a secas, se apropiaron del poder mediante un golpe de Estado. Y militarizaron la vida de la gente.
Álvaro Uribe Vélez contó a su favor desde joven con un gran carisma, en la oratoria y en el trato personal, aunado a una rígida disciplina de trabajo, cualidades todas estas reseñadas en brillante perfil periodístico de El País de España titulado “Uribe, la sombra política de Colombia”. (Ver perfil).
De no haber sido por ese carisma, Uribe no habría podido sacar adelante una carrera política tan plagada de sospechas. Comenzando por su precoz nombramiento como alcalde de Medellín en 1982 y su despido fulminante cuatro meses después, por orden del presidente Belisario Betancur al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Villegas, ante aparentes vínculos con narcos:
“¿Cómo es posible que tengamos en la Alcaldía de Medellín a una persona de quien me han dicho tiene nexos con narcotraficantes?”, le dijo Betancur al gobernador, según la biografía oficial de Álvaro Villegas Moreno escrita por Germán Jiménez. (Ver noticia).
Uribe superó ese “pequeño” obstáculo y 12 años después se hizo elegir él mismo gobernador de Antioquia, a nombre del Partido Liberal, y el mismo día de su elección se agarró a puñetazos con el rival perdedor, Fabio Valencia Cossio, del Partido Conservador, en anuncio de lo que sería el común denominador en el trato con todo rival que se le atraviese: “Le doy en la cara, marica”.
Fue la suya también una gobernación muy cuestionada, por hechos que en parte son investigados por la Corte Suprema, como las masacres de El Aro y La Granja o el asesinato de su contradictor Jesús María Valle, y en parte son objeto de acusación en centenares de denuncias penales.
Pero dos hechos coincidentes catapultaron a Uribe Vélez, de cuestionado dirigente regional a ídolo nacional: la torpe presidencia de un Andrés Pastrana que les entregó a las Farc un territorio equiparable a la superficie de Suiza, a cambio de nada, y la consecuente —e insolente— crecida militar de esa agrupación, que sirvió de abono al descontento de una nación asaltada en su buena fe y que pidió a grito herido la solución que Uribe dijo tener: “Mano firme, corazón grande”.
Así Uribe no solo logró hacerse elegir presidente, sino que repitió periodo después de torcerle el cuello a la Constitución y de arrodillársele a Yidis Medina en un baño de la Casa de Nariño para “conquistar” su voto. Y quiso quedarse otros cuatro años, pero la Corte Constitucional se lo impidió.
Es a partir de su salida de Palacio y de la “traición” que comete Juan Manuel Santos al entablar conversaciones de paz con las Farc, que comienza a darse la metamorfosis de caudillo a tirano. El fracaso del plebiscito convocado por Santos, creyendo que con el triunfo del Sí le taparía la boca a Uribe, produjo el efecto contrario: lo fortaleció hasta el punto de poner en la Presidencia a un títere suyo.
El problema de fondo para Uribe surge cuando el que hizo elegir no da la talla —las encuestas lo tienen apabullado—, la Corte Suprema le dicta orden de detención y su prestigio como líder comienza a verse horadado. Se presenta entonces un punto de quiebre que lo obliga a tomar medidas radicales.
Medidas radicales, sí, porque Uribe es consciente de que en una futura contienda electoral él y su partido llevan las de perder, pero debe permanecer en el poder el tiempo necesario para resolver los centenares de líos judiciales que lo tienen enredado y que sabe no se resolverán sino a su modo: torciéndole el cuello a la justicia, a cuya Corte Suprema acaba de avasallar mediante una abrumadora presión mediática, aunque sin solución definitiva del proceso que tanto lo atormenta.
Es aquí cuando asistimos al debut de Álvaro Uribe como tirano. Es entonces cuando comienza a verse claro —en medio de tanta oscuridad— que los homicidios aún impunes de 14 jóvenes a mano armada de la Policía no fueron algo circunstancial, ni los abusos y atropellos de sus agentes a diestra y siniestra, ni los asesinatos selectivos de líderes sociales a cargo de fuerzas oscuras que los organismos de seguridad del Estado se declaran incapaces de controlar, ni las masacres —como la de Samaniego— atribuibles a narcos de ascendencia mexicana asentados estratégicamente en los departamentos más antiuribistas —Cauca y Nariño—, donde el Ejército posee el mayor número de bases militares, vaya omisiva coincidencia.
Lo que ocurrió en días pasados en el Congreso es vergonzoso para la democracia, tuvieron que haberse presentado jugosos acuerdos por debajo de la mesa para que los partidos agrupados en la coalición de gobierno hubieran despachado de manera tan “tiránica”, dando un zarpazo de mayorías vergonzantes, la moción de censura contra el ministro de Defensa que se tramitaba en el Senado.
Ya hemos pasado de la antesala al traspatio de un Gobierno al servicio del sátrapa, les bastó con tener comprado el Congreso con mermelada burocrática y a los más importantes medios domesticados como perritos falderos con pauta y prebendas a granel.
Si en alguna ocasión anterior dije: “Bienvenidos al fascismo”, en esta corrijo: Bienvenidos a la tiranía. No sabemos cuánto durará el tirano en el poder, pero es evidente que está dando pasos de animal gigante para quedarse.
De remate. Según Sara Tufano, “un grupo político vinculado al narcotráfico y al paramilitarismo se tomó el Estado y necesita de un régimen dictatorial para ocultar sus crímenes”. Coincido. Ligado a lo anterior, tiene uno que ser muy estúpido —o cómplice— para creer que la inmensa cantidad de pruebas que hay contra Uribe por los más variados delitos es producto de un montaje.