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Comenzaré por confesar que mi principal limitación como ser humano es que nunca aprendí a cocinar. Parte de la culpa la tuvo mi madre, a quien desde niño le escuché decir: los hombres en la cocina huelen a caca de gallina. Esto de todos modos no es excusa, pues muchos de mis siete hermanos (y hermanas) sí aprendieron.
Vivo solo, lo cual era una situación privilegiada antes de que sometieran al planeta entero a prisión domiciliaria, como expliqué en “El amor en los tiempos del co… ronavirus”. Pero se llegó la cuarentena y “lo que antes era el deleite de mi soledad de soltero sin compromisos se convirtió en una carga muy difícil de sobrellevar”.
El problema de fondo es que cocinar no me produce el goce que a otros sí. En mi caso, si pongo a hervir agua se me quema. Esta “incapacidad” me ha tocado superarla a la fuerza, comenzando por aprender a hacer arroz —sin que se me queme— o a fritar un lomito de cerdo. Precisamente a eso se restringió mi dieta alimenticia de la primera semana de cuarentena, a comer arroz con un pedazo de cerdo o de pollo (no como carne de res) y una ensalada de tomate y cebolla revueltos.
Pues bien, esa acumulación de grasas y de arroz —un día fresco y al otro trasnochado— terminó por jugarme una mala pasada el sábado pasado. Antes mi rutina diaria era salir a almorzar y luego hacer una caminata para favorecer la digestión, después llegaba a casa a tomar una siesta reparadora y a continuación, con la mente despejada, me sentaba a practicar lo único que (creo) sé hacer bien: escribir.
El sábado en mención procedí a mi siesta habitual después del almuerzo, hasta que de pronto fui despertado por un ardor en la parte baja del estómago, acompañado de una picada en el lado derecho de la mandíbula. El ardor en el estómago me indicaba que podía haber un desorden estomacal, mientras que la picada asustaba, como si fuera el aviso de un infarto inminente.
Lo primero que hice fue llamar a un primo médico, a quien le expuse la situación y manifestó que el asunto estomacal podía relacionarse con cálculos en la vesícula, pero no entendía qué relación podía haber con el dolor en la mandíbula, pues si se tratara de un infarto en ciernes “la molestia se produciría en el lado izquierdo de la cara”. En todo caso, me recomendó ir a las urgencias de mi EPS.
Pero era eso precisamente lo que trataba de evitar, porque significaba sumergirme en un ambiente donde quizá rondaba amenazante el virus del COVID-19. Así que llamé al hospital más cercano de donde vivo —Girón— y una señorita amable escuchó mis cuitas y me respondió, palabras más palabras menos: “Mire, papi (sic), este es un hospital de primer nivel. Si se trata de cálculos y llega a necesitar cirugía, tendríamos que remitirlo al hospital de su EPS. Y habría perdido un tiempo muy valioso”.
Ahora bien, ¿yo qué esperaba tanto del primo médico como de la confianzuda —aunque muy querida— enfermera que me escuchó? Que con base en la información suministrada lograran dar con el diagnóstico de mi mal y en tal medida me dijeran “tómese esto” o “haga aquello”, para evitar el desplazamiento a un lugar donde el peligro del contagio pudiera resultar más contraproducente que la enfermedad.
Fue ahí donde pensé que en Colombia el sistema de salud tal vez no ha desarrollado un plan de contingencia acorde con la “urgencia” que impone la propagación del coronavirus, a sabiendas de las facilidades de comunicación visual que brinda la internet.
Visto desde el plano de lo realizable, lo ideal sería entonces que usted tuviera acceso al WhatsApp del médico de confianza de su EPS y ante el primer síntoma, por sospecha de coronavirus o de otra afectación, se comunicara con él o ella y mediante teleconferencia le expusiera lo que le pasa, de modo que el galeno al “verlo” decidiera si se requiere su desplazamiento a un centro de salud, o si basta con decirle vaya a la droguería y compre tal o cual medicamento, o llame a este número y solicite una ecografía, o ciertamente su caso requiere un tratamiento de urgencia, quédese donde está, respire profundo, tranquilo, no se angustie, ya mismo mandamos una ambulancia a recogerlo.
No sé si así opera en países más avanzados; lo cierto es que, ante los avances tecnológicos y el peligro que representa cualquier desplazamiento, sería lo más razonable. Tampoco se trata de pretender que de ahora en adelante toda consulta médica sea atendida en forma virtual, pero es obvio que la pandemia requiere ser enfrentada con soluciones creativas.
En lo que al suscrito respecta, empecinado en evitar la riesgosa incursión al exterior me puse a “hacer de tripas corazón” y tomé una aspirineta por si fuera algo cardiológico (nada), luego traté de aliviar lo que pintaba como un trancón digestivo consumiendo agua con limón y sal de frutas (nada) y enseguida con bicarbonato (nada) y a continuación una pitaya, hasta que la combinación de tanto menjurje provocó un retorcijón que me mandó corriendo al baño y… santo remedio: aquí me tienen ya repuesto, al otro lado del espanto.
A modo de remate, para todos aquellos que encuentran “alivio” en la oración, va mi humilde visión al respecto:
— Te contagiaste de coronavirus: Dios te va a sanar.
— No te dio coronavirus: Dios te protege.
— Te curaste del coronavirus: Dios te sanó.
— Te moriste por culpa del contagio: Dios sabe cómo hace sus cosas.
No vayan a pensar que es por ponerme de aguafiestas, no, señores, es que la fe sirve para todo.
Twitter: @Jorgomezpinilla
https://jorgegomezpinilla.blogspot.com/