El ‘carameleo’ de Mauricio Gómez y la muerte súbita de Myles Frechette
Estoy escribiendo un libro sobre el asesinato del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado y, por paradojas del destino, un suceso de reciente ocurrencia con su hijo Mauricio lo tiene trancado. Si hoy lo cuento, es en busca de destrancarlo.
Hace unos meses recibí una comunicación anónima, de alguien que me recomendaba hacerle seguimiento al asesinato del abogado Marceliano Cabezas, ocurrido el 28 de junio de 1997 en Bogotá. Cabezas era el abogado defensor de una de las personas implicadas en el asesinato de Gómez Hurtado y en el atentado al abogado Antonio José Cancino, apoderado del presidente Ernesto Samper, ocurridos respectivamente el 2 de noviembre y el 27 de septiembre de 1995.
El día de su desaparición, al salir de su casa Cabezas paró un taxi y se subió. Tan pronto partió el vehículo llegó a la esquina una camioneta roja, recogió a dos hombres y comenzó a seguir el taxi. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente en la calle 200 entre la carrera séptima y la autopista Norte. Presentaba señales de tortura, sus ojos fueron vendados con cinta adhesiva y sus manos atadas a la espalda. Tenía dos tiros en la cabeza. Según su viuda en artículo de El Tiempo, luego de su muerte los vecinos le contaron que días atrás habían visto en turnos de dos a sujetos rondando por la cuadra, y al otro día los rotaban. Ello muestra un entramado criminal de alta capacidad logística.
La persona anónima habló también de una entrevista que el abogado había dado al noticiero CM& días antes del homicidio, de la que tengo certeza material de su ocurrencia y donde se habría referido a una supuesta participación de militares retirados en el asesinato de Álvaro Gómez.
Llevo varios años investigando el tema y nunca antes había escuchado el nombre de Marceliano Cabezas. Por eso me puse a la tarea de buscar esa grabación, convencido de que no tardaría más de una semana en dar con su paradero. En una primera comunicación fui remitido a la gerencia de CM&, donde unos días después de mi solicitud se me informó que la persona encargada sería, válgame Dios, el hijo de Álvaro Gómez… El asunto me causó profunda extrañeza, pues bastaba con comisionar al muchacho ‘patinador’ que en todo medio maneja el archivo y en tres patadas consigue el material que se le solicita, lo cual debe hacer con prontitud porque se trata de un noticiero, no de la Hemeroteca Nacional. Pero antes que un facilitador, me entregaron un obstáculo para llegar al material informativo.
Mauricio Gómez Escobar es un excelente periodista, realizador de unos informes regionales de impecable factura que han ganado varios premios, pero tuve la impresión de que era y sigue siendo la persona menos indicada para atender mi requerimiento, pues lo que siempre he expuesto en mis columnas sobre los posibles autores del crimen es por completo antagónico a lo que sostienen los deudos del líder inmolado. Mi tesis es que la familia Gómez Hurtado está haciendo todo lo que tiene a su alcance para que lo declaren crimen de Estado y así hacerse a una indemnización multimillonaria. Según Carlos Castaño en su libro Mi confesión, “la verdad ya la conocen los afectados (o sea los familiares). Por una extraña razón, entre ellos y los victimarios parece que se hubiese pactado un armisticio sordo y rencoroso”. Pág. 234.
Obligado como estaba a seguir un conducto ‘irregular’, llamé al conmutador de CM& a preguntar por Mauricio Gómez y me lo pasaron. Le conté lo del libro en torno al asesinato de su padre, él me escuchó en los más amables términos de bogotana cordialidad, no hizo mayores preguntas, me dijo que iba a averiguar por la cinta y que lo llamara unos días después.
Al final de esos días después me dijo que qué pena, que se le había olvidado mi encargo, que lo llamara otros días después, como en efecto hice. Y luego de los otros días después me volvió a preguntar como si no recordara nada de lo que ya le había contado, y así. El hecho es que han pasado casi tres meses en los que a cada llamada le atraviesa una justificación de por qué no ha podido encargarse de eso. A la última, el pasado jueves 21 de diciembre, ya le metió un impedimento repentino: a la persona encargada del archivo “se le quebró una pata, le dieron incapacidad y no tengo a nadie más, eso ya va a tocar es esperar hasta después del 9 de enero…”
Vi que no eligió la fecha al azar, pues el 9 es el día siguiente al lunes festivo de Reyes, pero constaté ante todo que yo estaba siendo sometido a una operación de carameleo, entendida por el diccionario RAE como la “acción de dilatar, diferir con engaños un asunto haciendo creer que pronto se va a solucionar”. Se trataba, en síntesis, de vencerme por la vía del cansancio.
Ahí ya entré en estado de alerta, no por la molestia derivada de la prolongación del tiempo sino porque presentía la nueva explicación que podría darme el 9 de enero: “hombre, qué pena con usted pero de regreso al noticiero me encuentro con que esa cinta no existe, o se desapareció, no sé, precisamente esa, oiga qué cosa tan extraña, así ni modo de seguir colaborándole…”.
Entendí entonces que debía contar a mis lectores lo ocurrido, como medida de salvaguarda del propósito periodístico que me anima, pues todo indica que esas declaraciones del abogado días antes de ser asesinado podrían arrojar alguna nueva luz sobre los móviles del crimen de Álvaro Gómez, mientras que su eventual desaparición solo arrojaría un nuevo manto de oscuridad.
Además de lo anterior, hay otro hecho que tampoco puede pasar desapercibido al objeto de mi libro: el embajador de Estados Unidos en Colombia por los días en que ocurrió el homicidio de Álvaro Gómez era Myles Frechette (sin duda el hombre mejor informado durante los azarosos días del proceso 8.000), a quien entrevisté en Washington D.C. el 1 de abril y cuyas declaraciones generaron un gran revuelo nacional tras su publicación aquí, en El Espectador (Ver entrevista).
Frechette murió exactamente tres meses después de esa entrevista, el 1 de julio. Eso en parte es extraño, pues yo noté a un hombre vigoroso y lúcido a punto de cumplir 81 años, no tenía el semblante de alguien que va a morir tres meses después. Pero más extraño aún es que su esposa Bárbara se demoró un mes en contar la noticia. Y yo me preguntaba: ¿cuándo se ha visto que alguien muere y callan el suceso tanto tiempo? ¿Qué hay detrás de ese silencio?
Por los días en que había muerto pero todavía no se sabía, intrigado al ver que Frechette no respondía algunos correos que le envié, decidí llamar a su casa en Bethesda. Contestó doña Bárbara, me identifiqué en inglés y le dije querer hablar con el exembajador, y esto me respondió:
-He has died.
Antes de que pudiera responderle se soltó a llorar, y a continuación pronunció en inglés algunos balbuceos precipitados de los que solo pude reconocer las palabras Bogotá y Embassy, y colgó. No sé si esa llamada mía precipitó la divulgación de la noticia, pero no pasaron 48 horas cuando por fin se supo de su fallecimiento.
Sea como fuere, esas dos palabras identificables a mi oído de hispanoparlante darían para pensar que ante la Embajada de EE. UU. pudo presentarse alguna queja por las cosas que contó Frechette, unas sobre los posibles autores del magnicidio y otras sobre los vínculos que señaló entre Álvaro Uribe y el paramilitarismo. No olvidemos que éste desde su cuenta de Twitter le respondió a Frechette tratándolo de “sinvergüenza”. (Ver reacción). Puedo estar equivocado, pero no es descartable que considerando las buenas relaciones que mantiene Uribe con la derecha política asentada en el Departamento de Estado o dentro del mismo gobierno de Donald Trump, las hubiera aprovechado para provocar alguna reacción de alto nivel que le amargara el rato a Frechette.
Aquí la única fuente de primera mano para resolver el enigma es la misma viuda de Frechette, doña Bárbara. Después de esa última llamada, otras que le he hecho desde diferentes puntos de Colombia han sido en vano, como si ella identificara su origen y se abstuviera de responder. Pero avanzo en un plan B, convencido como estoy de algún factor sobreviniente que pudo agravar la salud del diplomático.
Así las cosas, tanto por la entrevista al occiso Marceliano Cabezas que Mauricio Gómez trata de embolatarme, como por el misterio que envuelve la muerte súbita de Myles Frechette, esta columna se convierte en una “noticia en desarrollo”.
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.
Nota del director: El señor Mauricio Gómez Escobar envió una carta de protesta por esta columna que se puede leer aquí: Mauricio Gómez protesta por una columna.
Estoy escribiendo un libro sobre el asesinato del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado y, por paradojas del destino, un suceso de reciente ocurrencia con su hijo Mauricio lo tiene trancado. Si hoy lo cuento, es en busca de destrancarlo.
Hace unos meses recibí una comunicación anónima, de alguien que me recomendaba hacerle seguimiento al asesinato del abogado Marceliano Cabezas, ocurrido el 28 de junio de 1997 en Bogotá. Cabezas era el abogado defensor de una de las personas implicadas en el asesinato de Gómez Hurtado y en el atentado al abogado Antonio José Cancino, apoderado del presidente Ernesto Samper, ocurridos respectivamente el 2 de noviembre y el 27 de septiembre de 1995.
El día de su desaparición, al salir de su casa Cabezas paró un taxi y se subió. Tan pronto partió el vehículo llegó a la esquina una camioneta roja, recogió a dos hombres y comenzó a seguir el taxi. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente en la calle 200 entre la carrera séptima y la autopista Norte. Presentaba señales de tortura, sus ojos fueron vendados con cinta adhesiva y sus manos atadas a la espalda. Tenía dos tiros en la cabeza. Según su viuda en artículo de El Tiempo, luego de su muerte los vecinos le contaron que días atrás habían visto en turnos de dos a sujetos rondando por la cuadra, y al otro día los rotaban. Ello muestra un entramado criminal de alta capacidad logística.
La persona anónima habló también de una entrevista que el abogado había dado al noticiero CM& días antes del homicidio, de la que tengo certeza material de su ocurrencia y donde se habría referido a una supuesta participación de militares retirados en el asesinato de Álvaro Gómez.
Llevo varios años investigando el tema y nunca antes había escuchado el nombre de Marceliano Cabezas. Por eso me puse a la tarea de buscar esa grabación, convencido de que no tardaría más de una semana en dar con su paradero. En una primera comunicación fui remitido a la gerencia de CM&, donde unos días después de mi solicitud se me informó que la persona encargada sería, válgame Dios, el hijo de Álvaro Gómez… El asunto me causó profunda extrañeza, pues bastaba con comisionar al muchacho ‘patinador’ que en todo medio maneja el archivo y en tres patadas consigue el material que se le solicita, lo cual debe hacer con prontitud porque se trata de un noticiero, no de la Hemeroteca Nacional. Pero antes que un facilitador, me entregaron un obstáculo para llegar al material informativo.
Mauricio Gómez Escobar es un excelente periodista, realizador de unos informes regionales de impecable factura que han ganado varios premios, pero tuve la impresión de que era y sigue siendo la persona menos indicada para atender mi requerimiento, pues lo que siempre he expuesto en mis columnas sobre los posibles autores del crimen es por completo antagónico a lo que sostienen los deudos del líder inmolado. Mi tesis es que la familia Gómez Hurtado está haciendo todo lo que tiene a su alcance para que lo declaren crimen de Estado y así hacerse a una indemnización multimillonaria. Según Carlos Castaño en su libro Mi confesión, “la verdad ya la conocen los afectados (o sea los familiares). Por una extraña razón, entre ellos y los victimarios parece que se hubiese pactado un armisticio sordo y rencoroso”. Pág. 234.
Obligado como estaba a seguir un conducto ‘irregular’, llamé al conmutador de CM& a preguntar por Mauricio Gómez y me lo pasaron. Le conté lo del libro en torno al asesinato de su padre, él me escuchó en los más amables términos de bogotana cordialidad, no hizo mayores preguntas, me dijo que iba a averiguar por la cinta y que lo llamara unos días después.
Al final de esos días después me dijo que qué pena, que se le había olvidado mi encargo, que lo llamara otros días después, como en efecto hice. Y luego de los otros días después me volvió a preguntar como si no recordara nada de lo que ya le había contado, y así. El hecho es que han pasado casi tres meses en los que a cada llamada le atraviesa una justificación de por qué no ha podido encargarse de eso. A la última, el pasado jueves 21 de diciembre, ya le metió un impedimento repentino: a la persona encargada del archivo “se le quebró una pata, le dieron incapacidad y no tengo a nadie más, eso ya va a tocar es esperar hasta después del 9 de enero…”
Vi que no eligió la fecha al azar, pues el 9 es el día siguiente al lunes festivo de Reyes, pero constaté ante todo que yo estaba siendo sometido a una operación de carameleo, entendida por el diccionario RAE como la “acción de dilatar, diferir con engaños un asunto haciendo creer que pronto se va a solucionar”. Se trataba, en síntesis, de vencerme por la vía del cansancio.
Ahí ya entré en estado de alerta, no por la molestia derivada de la prolongación del tiempo sino porque presentía la nueva explicación que podría darme el 9 de enero: “hombre, qué pena con usted pero de regreso al noticiero me encuentro con que esa cinta no existe, o se desapareció, no sé, precisamente esa, oiga qué cosa tan extraña, así ni modo de seguir colaborándole…”.
Entendí entonces que debía contar a mis lectores lo ocurrido, como medida de salvaguarda del propósito periodístico que me anima, pues todo indica que esas declaraciones del abogado días antes de ser asesinado podrían arrojar alguna nueva luz sobre los móviles del crimen de Álvaro Gómez, mientras que su eventual desaparición solo arrojaría un nuevo manto de oscuridad.
Además de lo anterior, hay otro hecho que tampoco puede pasar desapercibido al objeto de mi libro: el embajador de Estados Unidos en Colombia por los días en que ocurrió el homicidio de Álvaro Gómez era Myles Frechette (sin duda el hombre mejor informado durante los azarosos días del proceso 8.000), a quien entrevisté en Washington D.C. el 1 de abril y cuyas declaraciones generaron un gran revuelo nacional tras su publicación aquí, en El Espectador (Ver entrevista).
Frechette murió exactamente tres meses después de esa entrevista, el 1 de julio. Eso en parte es extraño, pues yo noté a un hombre vigoroso y lúcido a punto de cumplir 81 años, no tenía el semblante de alguien que va a morir tres meses después. Pero más extraño aún es que su esposa Bárbara se demoró un mes en contar la noticia. Y yo me preguntaba: ¿cuándo se ha visto que alguien muere y callan el suceso tanto tiempo? ¿Qué hay detrás de ese silencio?
Por los días en que había muerto pero todavía no se sabía, intrigado al ver que Frechette no respondía algunos correos que le envié, decidí llamar a su casa en Bethesda. Contestó doña Bárbara, me identifiqué en inglés y le dije querer hablar con el exembajador, y esto me respondió:
-He has died.
Antes de que pudiera responderle se soltó a llorar, y a continuación pronunció en inglés algunos balbuceos precipitados de los que solo pude reconocer las palabras Bogotá y Embassy, y colgó. No sé si esa llamada mía precipitó la divulgación de la noticia, pero no pasaron 48 horas cuando por fin se supo de su fallecimiento.
Sea como fuere, esas dos palabras identificables a mi oído de hispanoparlante darían para pensar que ante la Embajada de EE. UU. pudo presentarse alguna queja por las cosas que contó Frechette, unas sobre los posibles autores del magnicidio y otras sobre los vínculos que señaló entre Álvaro Uribe y el paramilitarismo. No olvidemos que éste desde su cuenta de Twitter le respondió a Frechette tratándolo de “sinvergüenza”. (Ver reacción). Puedo estar equivocado, pero no es descartable que considerando las buenas relaciones que mantiene Uribe con la derecha política asentada en el Departamento de Estado o dentro del mismo gobierno de Donald Trump, las hubiera aprovechado para provocar alguna reacción de alto nivel que le amargara el rato a Frechette.
Aquí la única fuente de primera mano para resolver el enigma es la misma viuda de Frechette, doña Bárbara. Después de esa última llamada, otras que le he hecho desde diferentes puntos de Colombia han sido en vano, como si ella identificara su origen y se abstuviera de responder. Pero avanzo en un plan B, convencido como estoy de algún factor sobreviniente que pudo agravar la salud del diplomático.
Así las cosas, tanto por la entrevista al occiso Marceliano Cabezas que Mauricio Gómez trata de embolatarme, como por el misterio que envuelve la muerte súbita de Myles Frechette, esta columna se convierte en una “noticia en desarrollo”.
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.
Nota del director: El señor Mauricio Gómez Escobar envió una carta de protesta por esta columna que se puede leer aquí: Mauricio Gómez protesta por una columna.