Contrario a lo que se piensa, que mi amistad con el dirigente liberal Horacio Serpa era de vieja data, lo conocí el 2 de enero de 2009, iniciando él su segundo año como gobernador de Santander. Le había pedido una entrevista para El Espectador y acudí algo escéptico a cumplirle la cita, extrañado de que la hubiera puesto para ese día, el primer viernes de un año nuevo que pintaba como un largo puente festivo. Por tanto, sospechaba que se excusaría.
Pero ahí estuvo, puntualísimo a las ocho de la mañana. La primera pregunta tuvo que ver entonces con esa insólita puntualidad. Me respondió que en su despacho se manejaba la Hora Serpa y acudió a una anécdota: tras ser elegido representante a la Cámara por Santander, el primer día llegó muy cumplido al recinto vacío, y así permaneció durante horas, hasta que la señora del aseo le advirtió: “Señor, no es bueno que llegue tan temprano; de pronto se pierde algo y le echan la culpa”.
La primera cualidad que vi en Serpa fue precisamente su sentido del humor, reflejado además en que después de la publicación de la entrevista me llamó para decirme: “Usted me hizo quedar más inteligente de lo que soy”. Me invitó de nuevo a su oficina y —para sorpresa mía, pues yo residía en Bogotá— me ofreció vincularme a su equipo de trabajo, como editor de Publicaciones y Contenidos.
Otra cosa que admiré de él fue su franqueza, pues me brindó claridad en que a la salida de la Gobernación pretendía crear su propia revista virtual y me quería al frente como editor general.
Esa ruptura geográfica con la capital fue motivo ya no de admiración sino de gratitud con el paisano, pues se convirtió en el culpable de regresarme a vivir a la tierra de la que había partido muchos años atrás, me salvó de seguir viendo en una ciudad fría, caótica, neurótica y en obra negra permanente.
No me equivoco si digo que Horacio Serpa llegó a considerarme amigo suyo, pese a las dificultades que tuve para explicarle que yo no llegaba a su revista virtual, Ola Política, a hacer activismo a favor de una causa, sino a hacer periodismo —con contenido político— a favor de las ideas liberales.
Ahora bien, me consideraba un privilegiado al trabajar con alguien que había sido detective en los almacenes Sears de Barranquilla, ministro de diversas carteras, comisionado de Paz, embajador en Washington y tres veces candidato a la Presidencia de Colombia, y nunca le rehuyó al debate que le planteaba alguien con ideas diferentes. Fue ahí, en la diferencia de criterios antes que en la coincidencia de propósitos, donde más aprendí a apreciarlo.
Parte de mi sentimiento de gratitud se vio plasmado en la idea que le expuse a finales de 2014, unos días después de que la periodista conservadora María Isabel Rueda me hizo echar de Semana. Por esos días ella lo acusaba con saña feroz de haber instigado en compañía de Ernesto Samper el asesinato de Álvaro Gómez, y le propuse la publicación de un libro en forma de entrevista, centrado en los avatares y desventuras del Proceso 8.000, donde pudiera dar explicaciones detalladas sobre lo ocurrido durante el gobierno del que fue ministro del Interior los cuatro años, de principio a fin.
Pero él quería algo más extenso y profundo, que abarcara su vida entera, su primer empleo como juez promiscuo de Tona, su nombramiento como alcalde de Barrancabermeja, su trayectoria como congresista, su exitoso papel en la Constituyente de 1991, las tres campañas a la Presidencia y su visión personal sobre rivales como Andrés Pastrana o Álvaro Uribe. Y el proyecto quedó plasmado en el libro Objetivo: hundir a Serpa, de Ícono Editorial, en cuyo lanzamiento se atrevió a decir que yo lo había entrevistado “con un bisturí en la mano”.
Pero eso no fue culpa mía sino de él mismo, porque antes de someternos a maratónicas jornadas de grabación me pidió que buscara a sus detractores y les preguntara qué querían saber, que él les iba a contestar todo. Eso hice y el resultado fue un cuestionario excesivamente crítico, de ahí el título del libro. Tengo, eso sí, la tranquilidad de que sus palabras muestran a un líder que no le temía a la controversia y que siempre tuvo una respuesta sincera, a veces desabrochada (como cuando habló del “viejito gagá”) a todos los cuestionamientos que le hicieron en su vida política.
Hoy, tras su fallecimiento, guardo la plena convicción de que Colombia habría sido un mejor país si en 1998 hubiera elegido a Serpa y no a Andrés Pastrana, e igual si cuatro (y ocho) años después hubiera sido Serpa y no Álvaro Uribe. Hoy seguimos pagando las consecuencias de tan funestas equivocaciones, tres consecutivas.
En el tema de la paz, la solución siempre estuvo en manos de la persona más experimentada en cuanto encuentro o negociación se dio con las guerrillas del Eln y las Farc, comenzando por el gobierno de Virgilio Barco, pasando por el de César Gaviria y llegando hasta Samper, pero a la hora de las definiciones las Farc prefirieron a Pastrana cuando lo invitaron a tomarse una foto con Tirofijo, porque sabían que a él (y al país entero) sí le podían meter el dedo en la boca, mientras que a Serpa no. El resto ya se conoce, y no sobra mencionar algo que dijo en el libro aquí citado: “La primera vez me derrotaron en nombre de la paz; la segunda, en nombre de la guerra”.
Una de las preguntas finales que le hice fue si pensaba en la muerte, y así respondió: “Yo pienso en la muerte, sí. Quiero que me incineren y me metan en una cajita, y las cenizas las boten en el río Magdalena. Sería un final de película. Ah, y que no me llegue la parca antes de que se firme la paz. Espero que el de arriba, siempre tan considerado conmigo, me escuche esta súplica”.
El primer deseo no se le pudo cumplir, porque se atravesó la pandemia del coronavirus, y el segundo quizás tampoco. Si bien es cierto que en 2017 se firmó la paz con las Farc, hace dos años Colombia cometió de nuevo otra de sus más funestas equivocaciones: eligió a la persona menos indicada.
De remate. Si me preguntaran quién creo que debe ser el hombre que nos gobierne en 2022, respondo sin vacilar que Humberto de la Calle. Él hizo posible el Acuerdo de Paz y es la persona idónea para impedir que lo hagan trizas. Cuenta —como Serpa en su momento— con la experiencia requerida. Si los dirigentes de la centroizquierda quisieran dar ejemplo de grandeza, anteponer sus egos y pensar en la salvación del país, se unirían en una sola voluntad y lo harían elegir presidente.
Contrario a lo que se piensa, que mi amistad con el dirigente liberal Horacio Serpa era de vieja data, lo conocí el 2 de enero de 2009, iniciando él su segundo año como gobernador de Santander. Le había pedido una entrevista para El Espectador y acudí algo escéptico a cumplirle la cita, extrañado de que la hubiera puesto para ese día, el primer viernes de un año nuevo que pintaba como un largo puente festivo. Por tanto, sospechaba que se excusaría.
Pero ahí estuvo, puntualísimo a las ocho de la mañana. La primera pregunta tuvo que ver entonces con esa insólita puntualidad. Me respondió que en su despacho se manejaba la Hora Serpa y acudió a una anécdota: tras ser elegido representante a la Cámara por Santander, el primer día llegó muy cumplido al recinto vacío, y así permaneció durante horas, hasta que la señora del aseo le advirtió: “Señor, no es bueno que llegue tan temprano; de pronto se pierde algo y le echan la culpa”.
La primera cualidad que vi en Serpa fue precisamente su sentido del humor, reflejado además en que después de la publicación de la entrevista me llamó para decirme: “Usted me hizo quedar más inteligente de lo que soy”. Me invitó de nuevo a su oficina y —para sorpresa mía, pues yo residía en Bogotá— me ofreció vincularme a su equipo de trabajo, como editor de Publicaciones y Contenidos.
Otra cosa que admiré de él fue su franqueza, pues me brindó claridad en que a la salida de la Gobernación pretendía crear su propia revista virtual y me quería al frente como editor general.
Esa ruptura geográfica con la capital fue motivo ya no de admiración sino de gratitud con el paisano, pues se convirtió en el culpable de regresarme a vivir a la tierra de la que había partido muchos años atrás, me salvó de seguir viendo en una ciudad fría, caótica, neurótica y en obra negra permanente.
No me equivoco si digo que Horacio Serpa llegó a considerarme amigo suyo, pese a las dificultades que tuve para explicarle que yo no llegaba a su revista virtual, Ola Política, a hacer activismo a favor de una causa, sino a hacer periodismo —con contenido político— a favor de las ideas liberales.
Ahora bien, me consideraba un privilegiado al trabajar con alguien que había sido detective en los almacenes Sears de Barranquilla, ministro de diversas carteras, comisionado de Paz, embajador en Washington y tres veces candidato a la Presidencia de Colombia, y nunca le rehuyó al debate que le planteaba alguien con ideas diferentes. Fue ahí, en la diferencia de criterios antes que en la coincidencia de propósitos, donde más aprendí a apreciarlo.
Parte de mi sentimiento de gratitud se vio plasmado en la idea que le expuse a finales de 2014, unos días después de que la periodista conservadora María Isabel Rueda me hizo echar de Semana. Por esos días ella lo acusaba con saña feroz de haber instigado en compañía de Ernesto Samper el asesinato de Álvaro Gómez, y le propuse la publicación de un libro en forma de entrevista, centrado en los avatares y desventuras del Proceso 8.000, donde pudiera dar explicaciones detalladas sobre lo ocurrido durante el gobierno del que fue ministro del Interior los cuatro años, de principio a fin.
Pero él quería algo más extenso y profundo, que abarcara su vida entera, su primer empleo como juez promiscuo de Tona, su nombramiento como alcalde de Barrancabermeja, su trayectoria como congresista, su exitoso papel en la Constituyente de 1991, las tres campañas a la Presidencia y su visión personal sobre rivales como Andrés Pastrana o Álvaro Uribe. Y el proyecto quedó plasmado en el libro Objetivo: hundir a Serpa, de Ícono Editorial, en cuyo lanzamiento se atrevió a decir que yo lo había entrevistado “con un bisturí en la mano”.
Pero eso no fue culpa mía sino de él mismo, porque antes de someternos a maratónicas jornadas de grabación me pidió que buscara a sus detractores y les preguntara qué querían saber, que él les iba a contestar todo. Eso hice y el resultado fue un cuestionario excesivamente crítico, de ahí el título del libro. Tengo, eso sí, la tranquilidad de que sus palabras muestran a un líder que no le temía a la controversia y que siempre tuvo una respuesta sincera, a veces desabrochada (como cuando habló del “viejito gagá”) a todos los cuestionamientos que le hicieron en su vida política.
Hoy, tras su fallecimiento, guardo la plena convicción de que Colombia habría sido un mejor país si en 1998 hubiera elegido a Serpa y no a Andrés Pastrana, e igual si cuatro (y ocho) años después hubiera sido Serpa y no Álvaro Uribe. Hoy seguimos pagando las consecuencias de tan funestas equivocaciones, tres consecutivas.
En el tema de la paz, la solución siempre estuvo en manos de la persona más experimentada en cuanto encuentro o negociación se dio con las guerrillas del Eln y las Farc, comenzando por el gobierno de Virgilio Barco, pasando por el de César Gaviria y llegando hasta Samper, pero a la hora de las definiciones las Farc prefirieron a Pastrana cuando lo invitaron a tomarse una foto con Tirofijo, porque sabían que a él (y al país entero) sí le podían meter el dedo en la boca, mientras que a Serpa no. El resto ya se conoce, y no sobra mencionar algo que dijo en el libro aquí citado: “La primera vez me derrotaron en nombre de la paz; la segunda, en nombre de la guerra”.
Una de las preguntas finales que le hice fue si pensaba en la muerte, y así respondió: “Yo pienso en la muerte, sí. Quiero que me incineren y me metan en una cajita, y las cenizas las boten en el río Magdalena. Sería un final de película. Ah, y que no me llegue la parca antes de que se firme la paz. Espero que el de arriba, siempre tan considerado conmigo, me escuche esta súplica”.
El primer deseo no se le pudo cumplir, porque se atravesó la pandemia del coronavirus, y el segundo quizás tampoco. Si bien es cierto que en 2017 se firmó la paz con las Farc, hace dos años Colombia cometió de nuevo otra de sus más funestas equivocaciones: eligió a la persona menos indicada.
De remate. Si me preguntaran quién creo que debe ser el hombre que nos gobierne en 2022, respondo sin vacilar que Humberto de la Calle. Él hizo posible el Acuerdo de Paz y es la persona idónea para impedir que lo hagan trizas. Cuenta —como Serpa en su momento— con la experiencia requerida. Si los dirigentes de la centroizquierda quisieran dar ejemplo de grandeza, anteponer sus egos y pensar en la salvación del país, se unirían en una sola voluntad y lo harían elegir presidente.