Hay dos temas frente a los cuales la humanidad entera permanece aún sumida en una especie de involución cerebral, a años luz de lo que impone la sensatez. Esos temas son la droga y los gais.
La droga pertenece al terreno de la muy humana experimentación en busca de estados de conciencia alterados, los cuales también se logran con licor o con el uso de fármacos aprobados en el vademécum, mientras que el homosexualismo corresponde a una condición inalterable, la de quien nace así o en algún momento de su vida descubre que le gustan las personas de su mismo sexo. Así de simple.
Esto no debería someterse a discusión ni a reproche alguno, es cuestión de sentido común, las cosas son como son y no como se supone que deben ser. ¿Cómo se le puede ordenar a la gente que consuma esto sí pero aquello no, o a alguien que ama a otra persona de su mismo sexo que deje de hacerlo y se ponga a amar a personas de un género que su naturaleza homosexual rechaza? Es algo incomprensible, salido de toda lógica. Aquí nos centraremos en las drogas y su prohibición, porque el abordaje de cada tema encierra un marco conceptual diferente.
Es absurdo e inverosímil que discriminen, ataquen o, lo que es peor, metan a la cárcel a una persona porque decidió fumar marihuana o inhalar cocaína, bajo el manido argumento de que lo hacen para proteger a la sociedad del “flagelo del consumo”. Es de lógica elemental que no se debe dejar un tarro de veneno al alcance de un niño, pero cuando ese niño se convierta en joven o adulto el frasco seguirá estando en la parte más alta de la alacena. Para entonces ya podrá alcanzarlo, pero sabrá por qué no debe ingerir esa sustancia, de modo que si lo hace será porque tiene algún sentimiento autodestructivo o porque no recibió la educación, los valores o la información adecuada.
Frente al consumo de cualquier tipo de sustancia habrá siempre tres opciones: la del adicto, la del consumidor social y la del abstinente. Parte del absurdo reside en que por cuenta de quienes cargan desajustes emocionales que los empujan a la dependencia, terminan pagando los consumidores ocasionales, aquellos que disfrutan responsablemente esas drogas sin que se les vuelva un problema de conciencia ni un ataque permanente al hígado, como sí ocurre con el alcohol. Los que consumen por recreación y de manera responsable deben pagar las consecuencias en términos del peligro que representa desplazarse hasta una ‘olla’, y pagar en lo económico porque la prohibición eleva escandalosamente los precios, y pagar en su salud, pues a la droga callejera le hacen cortes para ‘rendir’ las ganancias.
No nos llamemos a engaños, si la preocupación por la salud de los connacionales fuera legítima deberían prohibir también las bebidas energéticas, o al menos su publicidad indiscriminada, pues son toneladas de cafeína y otros poderosos estimulantes lo que les meten a esos envases para mantener “despierta” la mente y el organismo del consumidor. Conozco jóvenes que con frecuencia de al menos una vez al día se toman una botellita de Vive 100, en un estado ya cercano a la adicción y a quienes de nada vale advertirles, porque la copiosa publicidad les avala su consumo y el acceso en cualquier semáforo les facilita el acceso, sin medir las consecuencias por el ataque permanente de esos compuestos químicos sobre los riñones.
Pero la solución no es legalizar unas y prohibir otras, no señores. La solución es legalizar el consumo de todas las drogas. Eso de “drogas ilícitas” es la aplicación dañina e injerencista de una política que les impone Estados Unidos a sus países satélite, mientras en su propio patio se abre de piernas a la legalización, a su modo. Según Soren Kierkegaard, “a veces el ángulo desde el cual vemos algo como un problema, es el problema”. ¿Quién dijo que a la gente le pueden prohibir que se dé en la cabeza, sea porque la estrella contra una pared o porque se emborracha o porque acude a una sustancia psicoactiva? Consecuentes con esta línea, ¿prohibimos también el suicidio?
Mientras en Europa, Canadá y EE.UU. la sana y arrolladora tendencia es hacia la legalización plena de la marihuana (allá ya no abren puertas sino compuertas), aquí el presidente Iván Duque asume como propio el libreto de la extrema derecha y anuncia un regreso al pasado, a la prohibición de la dosis mínima y a una guerra frontal contra el microtráfico, porque se cree que es en las propiedades diabólicas de la sustancia y no en la estructura misma de una sociedad enferma e inequitativa donde reside el problema. La teoría fascista de atacar al enemigo interno siempre tendrá un alto rating.
El saliente presidente Juan Manuel Santos tuvo el coraje de reconocer ante la Asamblea de Naciones Unidas que la guerra contra las drogas fue un rotundo fracaso -como en su momento lo fue la Ley Seca en EE.UU.- y se le abona haber logrado la aprobación de la hierba medicinal (cuarto país de Latinoamérica en hacerlo), aunque no contó con la correlación de fuerzas requerida para haber impulsado su legalización como corresponde, hasta su cultivo y exportación llegado el caso, en consideración a que el grano del café viene perdiendo puntos por la sobreoferta y la hoja de la marihuana podría representar una excelente alternativa, frente a una demanda internacional insaciable.
Pero como dicen por ahí, de eso tan bueno no dan tanto. A sabiendas de que al menos la marihuana será legal en todo el mundo de aquí a 10 o 15 años, en Colombia debemos prepararnos para cuatro años más de satanización de todo aquello que en lugar de poder disfrutar o experimentar, se nos prohíbe.
DE REMATE: Cuando de adicciones se trata, el consumo debe asumirse como un asunto de salud pública, como ocurre con el alcohol. Cualquier remedio de tipo represivo solo conduce a agravar la enfermedad y se emparenta con la reedición de métodos inhumanos, como los que se practicaban durante la Santa Inquisición, cuando creían que quemar brujas servía para erradicar al demonio. El demonio son los diferentes, para el que cree que las cosas solo pueden ser como a él se las enseñaron.
Ah, otra cosita: el título de esta columna es parodia de la frase que en 1992 se inventó James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton. Para mantener la atención centrada en lo fundamental, Carville pegó en la cartelera de su oficina este cartel: “¡Es la economía, estúpido!”. Nadie debe darse por ofendido.
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.
Hay dos temas frente a los cuales la humanidad entera permanece aún sumida en una especie de involución cerebral, a años luz de lo que impone la sensatez. Esos temas son la droga y los gais.
La droga pertenece al terreno de la muy humana experimentación en busca de estados de conciencia alterados, los cuales también se logran con licor o con el uso de fármacos aprobados en el vademécum, mientras que el homosexualismo corresponde a una condición inalterable, la de quien nace así o en algún momento de su vida descubre que le gustan las personas de su mismo sexo. Así de simple.
Esto no debería someterse a discusión ni a reproche alguno, es cuestión de sentido común, las cosas son como son y no como se supone que deben ser. ¿Cómo se le puede ordenar a la gente que consuma esto sí pero aquello no, o a alguien que ama a otra persona de su mismo sexo que deje de hacerlo y se ponga a amar a personas de un género que su naturaleza homosexual rechaza? Es algo incomprensible, salido de toda lógica. Aquí nos centraremos en las drogas y su prohibición, porque el abordaje de cada tema encierra un marco conceptual diferente.
Es absurdo e inverosímil que discriminen, ataquen o, lo que es peor, metan a la cárcel a una persona porque decidió fumar marihuana o inhalar cocaína, bajo el manido argumento de que lo hacen para proteger a la sociedad del “flagelo del consumo”. Es de lógica elemental que no se debe dejar un tarro de veneno al alcance de un niño, pero cuando ese niño se convierta en joven o adulto el frasco seguirá estando en la parte más alta de la alacena. Para entonces ya podrá alcanzarlo, pero sabrá por qué no debe ingerir esa sustancia, de modo que si lo hace será porque tiene algún sentimiento autodestructivo o porque no recibió la educación, los valores o la información adecuada.
Frente al consumo de cualquier tipo de sustancia habrá siempre tres opciones: la del adicto, la del consumidor social y la del abstinente. Parte del absurdo reside en que por cuenta de quienes cargan desajustes emocionales que los empujan a la dependencia, terminan pagando los consumidores ocasionales, aquellos que disfrutan responsablemente esas drogas sin que se les vuelva un problema de conciencia ni un ataque permanente al hígado, como sí ocurre con el alcohol. Los que consumen por recreación y de manera responsable deben pagar las consecuencias en términos del peligro que representa desplazarse hasta una ‘olla’, y pagar en lo económico porque la prohibición eleva escandalosamente los precios, y pagar en su salud, pues a la droga callejera le hacen cortes para ‘rendir’ las ganancias.
No nos llamemos a engaños, si la preocupación por la salud de los connacionales fuera legítima deberían prohibir también las bebidas energéticas, o al menos su publicidad indiscriminada, pues son toneladas de cafeína y otros poderosos estimulantes lo que les meten a esos envases para mantener “despierta” la mente y el organismo del consumidor. Conozco jóvenes que con frecuencia de al menos una vez al día se toman una botellita de Vive 100, en un estado ya cercano a la adicción y a quienes de nada vale advertirles, porque la copiosa publicidad les avala su consumo y el acceso en cualquier semáforo les facilita el acceso, sin medir las consecuencias por el ataque permanente de esos compuestos químicos sobre los riñones.
Pero la solución no es legalizar unas y prohibir otras, no señores. La solución es legalizar el consumo de todas las drogas. Eso de “drogas ilícitas” es la aplicación dañina e injerencista de una política que les impone Estados Unidos a sus países satélite, mientras en su propio patio se abre de piernas a la legalización, a su modo. Según Soren Kierkegaard, “a veces el ángulo desde el cual vemos algo como un problema, es el problema”. ¿Quién dijo que a la gente le pueden prohibir que se dé en la cabeza, sea porque la estrella contra una pared o porque se emborracha o porque acude a una sustancia psicoactiva? Consecuentes con esta línea, ¿prohibimos también el suicidio?
Mientras en Europa, Canadá y EE.UU. la sana y arrolladora tendencia es hacia la legalización plena de la marihuana (allá ya no abren puertas sino compuertas), aquí el presidente Iván Duque asume como propio el libreto de la extrema derecha y anuncia un regreso al pasado, a la prohibición de la dosis mínima y a una guerra frontal contra el microtráfico, porque se cree que es en las propiedades diabólicas de la sustancia y no en la estructura misma de una sociedad enferma e inequitativa donde reside el problema. La teoría fascista de atacar al enemigo interno siempre tendrá un alto rating.
El saliente presidente Juan Manuel Santos tuvo el coraje de reconocer ante la Asamblea de Naciones Unidas que la guerra contra las drogas fue un rotundo fracaso -como en su momento lo fue la Ley Seca en EE.UU.- y se le abona haber logrado la aprobación de la hierba medicinal (cuarto país de Latinoamérica en hacerlo), aunque no contó con la correlación de fuerzas requerida para haber impulsado su legalización como corresponde, hasta su cultivo y exportación llegado el caso, en consideración a que el grano del café viene perdiendo puntos por la sobreoferta y la hoja de la marihuana podría representar una excelente alternativa, frente a una demanda internacional insaciable.
Pero como dicen por ahí, de eso tan bueno no dan tanto. A sabiendas de que al menos la marihuana será legal en todo el mundo de aquí a 10 o 15 años, en Colombia debemos prepararnos para cuatro años más de satanización de todo aquello que en lugar de poder disfrutar o experimentar, se nos prohíbe.
DE REMATE: Cuando de adicciones se trata, el consumo debe asumirse como un asunto de salud pública, como ocurre con el alcohol. Cualquier remedio de tipo represivo solo conduce a agravar la enfermedad y se emparenta con la reedición de métodos inhumanos, como los que se practicaban durante la Santa Inquisición, cuando creían que quemar brujas servía para erradicar al demonio. El demonio son los diferentes, para el que cree que las cosas solo pueden ser como a él se las enseñaron.
Ah, otra cosita: el título de esta columna es parodia de la frase que en 1992 se inventó James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton. Para mantener la atención centrada en lo fundamental, Carville pegó en la cartelera de su oficina este cartel: “¡Es la economía, estúpido!”. Nadie debe darse por ofendido.
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.