“Homicidios colectivos”: bienvenidos al fascismo
Tiene razón María Jimena Duzán cuando en su columna del domingo pasado (“Uribe, el fascista”) afirma que “un Uribe desbordado quiere imponer un Estado en que los individuos no tengan libertades individuales y en el que se nos someta a un solo pensamiento y a un solo partido, como sucede en el fascismo”.
Un solo pensamiento se percibió en el subpresidente Iván Duque y en el ministro de Defensa, Carlos H. Trujillo, cuando coincidieron —el mismo día y en escenarios diferentes— en declarar ante los medios que no se debía hablar de masacres sino de “homicidios colectivos”. Según Trujillo, “masacres es un término que se viene utilizando de manera periodística, coloquial”. Y agregó, para no dejar duda: “Los homicidios colectivos son definidos como el asesinato de cuatro o más personas en estado de indefensión, en el mismo sitio, bajo las mismas circunstancias y por los mismos autores”. Que es exactamente la definición de masacre.
Esto hacía pensar que el uso de la palabra masacre quedaba excluido del lenguaje oficial, pero no fue así: unos días después, a raíz del asesinato de cuatro soldados en cercanías de Sardinata (Norte de Santander), Duque y el mindefensa salieron de nuevo en coro —desde sus respectivas cuentas de Twitter— a condenar la acción armada y recurrieron a la palabra que para el asesinato de líderes sociales habían proscrito:
“Atroz masacre de 3 soldados y 1 suboficial en Sardinata duele e indigna”: Carlos Holmes Trujillo (Ver trino).
“Execrable masacre de tres soldados y un suboficial en Nte. Santander, quienes dieron sus vidas enfrentando al narcotráfico, no quedará impune”. Iván Duque. (Ver trino).
Según la información oficial, “los uniformados acompañaban labores de erradicación de cultivos ilícitos en la zona y se desconoce quiénes fueron los autores de la emboscada”. (Ver noticia). ¿O sea que nadie reivindicó el ataque… y los organismos de Inteligencia no logran ubicar su origen… y el Ejército no pudo evitarlo? Vaya, vaya…
Pero lo llamativo no solo está ahí, sino en el atropello semántico, la ostensible contradicción de Duque y Trujillo al usar el término más inapropiado: no se le puede llamar masacre a un ataque armado contra unos soldados que de ningún modo se hallaban “en estado de indefensión”, pues estaban armados.
Se trata es de una afrenta deliberada contras las víctimas de las verdaderas masacres, porque se las rebaja, se las ignora, el Gobierno las revictimiza cuando asume que murieron por algo que ni siquiera el Código Penal contempla, “homicidio colectivo”, mientras glorifica como víctimas de una masacre a quienes nunca lo fueron ni podían serlo: cuatro soldados del Ejército que, además de estar armados, eran conscientes del riesgo que representaba su acompañamiento a la erradicación de cultivos ilícitos. ¿Y por qué los mataron tan fácil? “Siguiente pregunta, joven”.
Otra pregunta obligada es a qué obedece que ministro y subpresidente, desde lugares diferentes, declaren a dúo que no se debe hablar de masacre sino de homicidio colectivo, y días después, de nuevo en simultaneidad temporal, utilicen ahí sí la palabra masacre para definir —equivocadamente, por supuesto— el asesinato de unos soldados. ¿Por qué hacen esto de manera tan coincidente, tanto al negar una cosa como al afirmar luego la contraria? Porque les pasan el libreto de lo que deben decir, por eso coinciden.
¿Y quién o quiénes hacen esto? Hombre, quizá los libretistas estén entre las filas de quienes asumen que los organismos de seguridad del Estado le han declarado la guerra a un enemigo identificado como el comunismo, y ese comunismo está encarnado en líderes comunitarios o en reclamantes de tierras, del mismo modo que en un pasado no muy lejano el enemigo fueron los 4.153 miembros de la Unión Patriótica exterminados de manera sistemática y genocida por paramilitares y unidades militares, actuando en forma estrecha y coordinada. (Ver informe de Verdad Abierta).
¿Qué nombre reciben hoy los asesinatos de líderes y las masacres indiscriminadas que siembran “ríos de sangre”, particularmente en los dos departamentos más antiburibistas de Colombia, Cauca y Nariño? Reciben el nombre de “homicidios selectivos con fines de exterminio”.
¿Y por qué desde la Presidencia de la República y el Ministerio de Defensa les cambian cínicamente el nombre a las masacres por el de homicidios colectivos, mientras que al asesinato de unos soldados que el Ejército fue incapaz de cuidar sí le dan el glorificador apelativo de “masacre”?
Porque estamos asistiendo al debut de un régimen fascista donde lo de menos son las bajas colaterales. En este escenario de guerra “por debajo de la mesa”, los detentadores del poder les dan a las palabras el eufemístico nombre de su conveniencia (por ejemplo, falso positivo en lugar de ejecución extrajudicial), no el que rige en el derecho internacional humanitario para un conflicto armado que han logrado resucitar pero pretenden mostrar como originado en fuerzas que escapan a su control.
¿Que no las pueden controlar? ¡Mentira! Es el mismo macabro escenario que avizora María Jimena Duzán cuando dice que “en Colombia se ha iniciado una toma de nuestro Estado que busca arrasar con las libertades individuales, con la independencia de los jueces, con el derecho al disenso y a la oposición”, y (…) “quien nos está llevando a esa debacle es el propio expresidente Álvaro Uribe y sus devaneos fascistas”.
Esta violencia salvaje que el Estado es incapaz de controlar, en muestra no de ineptitud sino de deliberada omisión y negligencia, se asemeja a los días en que los grupos paramilitares asolaban con sus masacres la geografía nacional y numerosas brigadas o bases militares se hacían las de la vista gorda o cooperaban, como está documentado por muy variadas fuentes y testimonios.
En columna de noviembre del año pasado Antonio Caballero hablaba de “la corrupción moral de las Fuerzas Armadas de Colombia, convertidas en protectoras de asesinos venidos de sus propias filas y mandados por sus propios jefes”. (Ver columna). ¿A quiénes se refería Caballero? En parte, a los asesinos del desmovilizado Dimar Torres, para cuya consumación del crimen hasta crearon grupo de WhatsApp, mientras que al subteniente cuyo testimonio fue definitivo para esclarecer el crimen, John Javier Blanco, lo echaron del Ejército.
Igual le pasó al honesto sargento Juan Carlos Díaz, que denunció la violación que hicieron sus propios soldados de una mujer indígena y fue despedido públicamente por el mismísimo comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro, quien justificó el despido en que el superior inmediato no pudo “prevenir” el hecho. (Ver video). De donde surge un interrogante: ¿también van a despedir al superior inmediato de los soldados asesinados en Sardinata que no logró prevenir esa “masacre”?
Así las cosas, con cada día que pasa se aprecia más nítidamente quiénes son los que tienen la sartén por el mango e instruyen a sus subalternos en el orden jerárquico sobre lo que deben decir, comenzando por el subpresidente de la República y continuando con el ministrico de Defensa.
Por eso dije desde arriba: “bienvenidos al fascismo”. Y que Dios nos coja confesados.
DE REMATE. Quince días atrás hablamos de una Semana polarizada, donde una mitad de su redacción se dedica a hacer periodismo y la otra a hacer propaganda uribista. Ni que se hubieran puesto de acuerdo en darnos la razón, a la columna ya citada de María Jimena Duzán (“Uribe, el fascista”) le surgió su contraparte en la de Vicky Dávila: “La verdad sobre Álvaro Uribe”. Es fácil identificar en cuál bando se ubica cada quien, y digamos de salida que se requiere asumir una mentalidad fascista para creerse única poseedora de la verdad revelada sobre determinado sujeto procesal.
Tiene razón María Jimena Duzán cuando en su columna del domingo pasado (“Uribe, el fascista”) afirma que “un Uribe desbordado quiere imponer un Estado en que los individuos no tengan libertades individuales y en el que se nos someta a un solo pensamiento y a un solo partido, como sucede en el fascismo”.
Un solo pensamiento se percibió en el subpresidente Iván Duque y en el ministro de Defensa, Carlos H. Trujillo, cuando coincidieron —el mismo día y en escenarios diferentes— en declarar ante los medios que no se debía hablar de masacres sino de “homicidios colectivos”. Según Trujillo, “masacres es un término que se viene utilizando de manera periodística, coloquial”. Y agregó, para no dejar duda: “Los homicidios colectivos son definidos como el asesinato de cuatro o más personas en estado de indefensión, en el mismo sitio, bajo las mismas circunstancias y por los mismos autores”. Que es exactamente la definición de masacre.
Esto hacía pensar que el uso de la palabra masacre quedaba excluido del lenguaje oficial, pero no fue así: unos días después, a raíz del asesinato de cuatro soldados en cercanías de Sardinata (Norte de Santander), Duque y el mindefensa salieron de nuevo en coro —desde sus respectivas cuentas de Twitter— a condenar la acción armada y recurrieron a la palabra que para el asesinato de líderes sociales habían proscrito:
“Atroz masacre de 3 soldados y 1 suboficial en Sardinata duele e indigna”: Carlos Holmes Trujillo (Ver trino).
“Execrable masacre de tres soldados y un suboficial en Nte. Santander, quienes dieron sus vidas enfrentando al narcotráfico, no quedará impune”. Iván Duque. (Ver trino).
Según la información oficial, “los uniformados acompañaban labores de erradicación de cultivos ilícitos en la zona y se desconoce quiénes fueron los autores de la emboscada”. (Ver noticia). ¿O sea que nadie reivindicó el ataque… y los organismos de Inteligencia no logran ubicar su origen… y el Ejército no pudo evitarlo? Vaya, vaya…
Pero lo llamativo no solo está ahí, sino en el atropello semántico, la ostensible contradicción de Duque y Trujillo al usar el término más inapropiado: no se le puede llamar masacre a un ataque armado contra unos soldados que de ningún modo se hallaban “en estado de indefensión”, pues estaban armados.
Se trata es de una afrenta deliberada contras las víctimas de las verdaderas masacres, porque se las rebaja, se las ignora, el Gobierno las revictimiza cuando asume que murieron por algo que ni siquiera el Código Penal contempla, “homicidio colectivo”, mientras glorifica como víctimas de una masacre a quienes nunca lo fueron ni podían serlo: cuatro soldados del Ejército que, además de estar armados, eran conscientes del riesgo que representaba su acompañamiento a la erradicación de cultivos ilícitos. ¿Y por qué los mataron tan fácil? “Siguiente pregunta, joven”.
Otra pregunta obligada es a qué obedece que ministro y subpresidente, desde lugares diferentes, declaren a dúo que no se debe hablar de masacre sino de homicidio colectivo, y días después, de nuevo en simultaneidad temporal, utilicen ahí sí la palabra masacre para definir —equivocadamente, por supuesto— el asesinato de unos soldados. ¿Por qué hacen esto de manera tan coincidente, tanto al negar una cosa como al afirmar luego la contraria? Porque les pasan el libreto de lo que deben decir, por eso coinciden.
¿Y quién o quiénes hacen esto? Hombre, quizá los libretistas estén entre las filas de quienes asumen que los organismos de seguridad del Estado le han declarado la guerra a un enemigo identificado como el comunismo, y ese comunismo está encarnado en líderes comunitarios o en reclamantes de tierras, del mismo modo que en un pasado no muy lejano el enemigo fueron los 4.153 miembros de la Unión Patriótica exterminados de manera sistemática y genocida por paramilitares y unidades militares, actuando en forma estrecha y coordinada. (Ver informe de Verdad Abierta).
¿Qué nombre reciben hoy los asesinatos de líderes y las masacres indiscriminadas que siembran “ríos de sangre”, particularmente en los dos departamentos más antiburibistas de Colombia, Cauca y Nariño? Reciben el nombre de “homicidios selectivos con fines de exterminio”.
¿Y por qué desde la Presidencia de la República y el Ministerio de Defensa les cambian cínicamente el nombre a las masacres por el de homicidios colectivos, mientras que al asesinato de unos soldados que el Ejército fue incapaz de cuidar sí le dan el glorificador apelativo de “masacre”?
Porque estamos asistiendo al debut de un régimen fascista donde lo de menos son las bajas colaterales. En este escenario de guerra “por debajo de la mesa”, los detentadores del poder les dan a las palabras el eufemístico nombre de su conveniencia (por ejemplo, falso positivo en lugar de ejecución extrajudicial), no el que rige en el derecho internacional humanitario para un conflicto armado que han logrado resucitar pero pretenden mostrar como originado en fuerzas que escapan a su control.
¿Que no las pueden controlar? ¡Mentira! Es el mismo macabro escenario que avizora María Jimena Duzán cuando dice que “en Colombia se ha iniciado una toma de nuestro Estado que busca arrasar con las libertades individuales, con la independencia de los jueces, con el derecho al disenso y a la oposición”, y (…) “quien nos está llevando a esa debacle es el propio expresidente Álvaro Uribe y sus devaneos fascistas”.
Esta violencia salvaje que el Estado es incapaz de controlar, en muestra no de ineptitud sino de deliberada omisión y negligencia, se asemeja a los días en que los grupos paramilitares asolaban con sus masacres la geografía nacional y numerosas brigadas o bases militares se hacían las de la vista gorda o cooperaban, como está documentado por muy variadas fuentes y testimonios.
En columna de noviembre del año pasado Antonio Caballero hablaba de “la corrupción moral de las Fuerzas Armadas de Colombia, convertidas en protectoras de asesinos venidos de sus propias filas y mandados por sus propios jefes”. (Ver columna). ¿A quiénes se refería Caballero? En parte, a los asesinos del desmovilizado Dimar Torres, para cuya consumación del crimen hasta crearon grupo de WhatsApp, mientras que al subteniente cuyo testimonio fue definitivo para esclarecer el crimen, John Javier Blanco, lo echaron del Ejército.
Igual le pasó al honesto sargento Juan Carlos Díaz, que denunció la violación que hicieron sus propios soldados de una mujer indígena y fue despedido públicamente por el mismísimo comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro, quien justificó el despido en que el superior inmediato no pudo “prevenir” el hecho. (Ver video). De donde surge un interrogante: ¿también van a despedir al superior inmediato de los soldados asesinados en Sardinata que no logró prevenir esa “masacre”?
Así las cosas, con cada día que pasa se aprecia más nítidamente quiénes son los que tienen la sartén por el mango e instruyen a sus subalternos en el orden jerárquico sobre lo que deben decir, comenzando por el subpresidente de la República y continuando con el ministrico de Defensa.
Por eso dije desde arriba: “bienvenidos al fascismo”. Y que Dios nos coja confesados.
DE REMATE. Quince días atrás hablamos de una Semana polarizada, donde una mitad de su redacción se dedica a hacer periodismo y la otra a hacer propaganda uribista. Ni que se hubieran puesto de acuerdo en darnos la razón, a la columna ya citada de María Jimena Duzán (“Uribe, el fascista”) le surgió su contraparte en la de Vicky Dávila: “La verdad sobre Álvaro Uribe”. Es fácil identificar en cuál bando se ubica cada quien, y digamos de salida que se requiere asumir una mentalidad fascista para creerse única poseedora de la verdad revelada sobre determinado sujeto procesal.