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En torno a la autoinculpación del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado y otros cinco crímenes por parte de las Farc están sucediendo cosas insólitas, como la de constatar que El Espectador asume que fueron “seis magnicidios”. (Ver artículo).
Magnicidio según la RAE es la “muerte violenta dada a persona muy importante por su cargo o poder”. No se entiende entonces qué tan importantes por su cargo o poder pudieron ser sujetos como el paramilitar Pablo Emilio Guarín, el genocida Fedor Rey (que en una sola jornada de horror mató a más de 150 campesinos incorporados a las antiguas Farc), o Hernando Pizarro Leongómez, compañero de andanzas del anterior.
Conviene hacer esta diferenciación porque El Espectador mete estos crímenes —fácilmente atribuibles a las Farc— en la categoría de magnicidios, como si quisieran magnificar la importancia del reconocimiento tanto de esos como de los otros tres que también se adjudicaron: los de Álvaro Gómez, el general Fernando Landazábal y el académico Jesús Antonio Bejarano, que un libro reciente del suscrito les adjudica, hasta que las pruebas demuestren lo contrario, a los mismos autores: militares que conspiraron contra el gobierno de Ernesto Samper. (Ver libro).
En refuerzo de la “confesión” de Julián Gallo según la cual recibió la orden del Mono Jojoy (muerto) y la ejecutaron cuatro miembros de la Red Urbana Antonio Nariño (también muertos), los más diversos medios han sacado a relucir como prueba reina el libro Cartas y documentos de Manuel Marulanda Vélez (1993-1998), que según columna de José Obdulio Gaviria del 17 de julio de 2012 recibió de un desmovilizado de las Farc en el aeropuerto de San Vicente del Caguán. (Ver noticia).
Hoy los editores de los medios que hace ocho años mandaban la parada en el manejo de la opinión pública no pueden —o no quieren— recordar que ese documento tuvo como fuente directa la Jefatura de Acción Integral del Ejército, y eso de entrada lo hizo sospechoso.
En desarrollo de la investigación para mi libro, ese mismo año quise valorar su autenticidad y supe por buena fuente —un periodista de Semana que ya no está allí— que gran parte de su contenido era real pero “hay cosas agregadas, palabras que ellos jamás usarían, detallitos que hacen que uno diga ahí hay cosas que no cuadran”. Tan así sería que, pese a las supuestas revelaciones que contenía, el único medio que hace ocho años le dio acogida fue el portal Kienyke.com, con un artículo titulado “Las Farc asesinaron a Álvaro Gómez, según cuatro cartas de Tirofijo”. Como dije en su momento, “lo llamativo es que el libro le hubiera sido entregado precisamente a la persona que menos garantías puede ofrecer de que no se trata de un montaje”.
Sea como fuere, para resolver el misterio bastaría con que José Obdulio Gaviria mostrara el documento original que dijo haber recibido, para constatar en sus páginas —no en la versión digital distribuida a medios— la autenticidad de los textos que sobre el asesinato de Álvaro Gómez hoy son atribuidos a la desmovilizada agrupación guerrillera.
Otro dato que en este contexto hoy adquiere relevancia es que en 2011 el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), un reputado centro independiente de pensamiento británico, publicó el libro El dossier de las Farc: los archivos secretos de Venezuela, Ecuador y “Raúl Reyes”. Este recoge en 240 páginas la información más relevante que contenían los tres computadores portátiles, dos discos duros externos y tres memorias USB del jefe guerrillero recuperados el 1° de marzo de 2008 en la Operación Fénix, en la que pereció el líder guerrillero.
En las copiosas comunicaciones allí registradas las Farc hablan del bombazo contra el club El Nogal y cómo ocultarlo, del asesinato de los diputados del Valle (y cómo ocultarlo), o de la muerte del exgobernador de Antioquia Guillermo Gaviria y su asesor de paz Gilberto Echeverry, entre muchos otros temas, pero no hay una sola línea referente a lo de Álvaro Gómez.
Esto, entonces, nos conduce a lo que acertadamente planteó Vladdo en su columna del miércoles pasado: “De resultar cierta esta tesis (que fueron las Farc) habría que reconocer su habilidad para ejecutar un plan tan perfecto y realizar una operación de tal magnitud sin dejar pistas ni despertar la menor sospecha durante un cuarto de siglo. Ni James Bond es tan efectivo...”. (Ver columna).
En consonancia con lo anterior, es pertinente preguntar por qué ningún organismo de seguridad del Estado, pero en particular de Inteligencia del Ejército (algunos de cuyos miembros fueron acusados de haber planeado y ejecutado el magnicidio), nunca hizo ningún esfuerzo investigativo orientado a esclarecer una posible participación de las Farc, ni emitieron una sola declaración en la que acusaran a esa agrupación guerrillera del crimen, pese a que fue la misma Jefatura de Acción Integral la que en 2012 distribuyó a los medios el supuesto diario de Tirofijo.
Hay una expresión a la que acudo con relativa frecuencia: “puedo estar equivocado, pero…”. En esta ocasión no me atrevo a usarla, porque con el paso de los días adquiere mayor solidez la convicción de que las Farc no están diciendo la verdad en lo de Gómez Hurtado. Más bien se trata de una gran mentira soportada en conjeturas de aparente verdad, como la que planteó Iván Marulanda en Semana en Vivo, cuando contó que en una visita que en 1991 realizó a un campamento de las Farc fue testigo de la animadversión que allá sentían contra el exconsejero de paz Jesús Antonio Bejarano, como si esto constituyera prueba reina de que fueron ellas las que lo mataron. (Ver programa).
A raíz de dicho programa —en el que participé—, percibí además que hay mucha gente necesitada de creerles a las Farc, entre otros motivos porque sus “verdades” fortalecen el proceso de paz. Por eso la lista de “creyentes” incluye a Juan Manuel (y Enrique) Santos, Juan Fernando Cristo, Roy Barreras, Álvaro Leyva, María Jimena Duzán, los mismos Ernesto Samper y Horacio Serpa, El Espectador…
La única manera de que se demuestre que las Farc dicen la verdad, es si presentan a la JEP pruebas irrefutables de su participación en los seis “magnicidios” ya referidos. Mientras tanto, en sujeción a la búsqueda indeclinable de la verdad que le corresponde al periodismo, me mantengo en lo que dije arriba: las Farc mienten, falta saber por qué.
DE REMATE. El grave error político que cometió la desmovilizada guerrilla al dejarse el nombre de combate cuando se constituyeron en Partido FARC se evidencia en que muchos columnistas y medios siguen hablando de “las Farc”. La cúpula no supo entender que así no solo revictimizan a sus víctimas, sino que contribuyen a hacer efectivos los ataques de la extrema derecha, pues pareciera como si su accionar guerrerista permanece vigente.