El origen de la religión desde el relato mítico se remonta a los días en que Moisés llegó a su aldea a contar que mientras apacentaba unas ovejas se prendió en llamas una zarza y desde allí le habló el Señor, quien le habría dicho: “he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto y he escuchado su clamor, pues estoy consciente de sus sufrimientos. Así que he descendido para librarlos de los egipcios, y para sacarlos de aquella tierra a una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3:3-17).
La evidencia de la inutilidad de la religión -y de ese dios- reside en que su promesa nunca se cumplió, pues si bien es cierto que los judíos lograron librarse de los egipcios, fueron castigados por el mismo Yahvé a errar en el desierto durante 40 años, porque desoyeron sus mandatos. Y esta es la hora en que ese pueblo guerrero, otrora víctima del nazismo y ahora victimario del pueblo palestino, sigue a la espera de la tal tierra prometida.
Sea como fuere, el pueblo le creyó a Moisés y a los ojos de todos se convirtió en el vocero de Dios sobre la Tierra. Y arropado en su condición de líder descubrió que eso era bueno, porque le daba poder sobre los suyos. Y así nació la política, emparentada con la religión: en ese punto de la historia de Israel, la personificación de su dios en una zarza ardiente enviando un mensaje de aliento ayudaba a los judíos a calmar una angustia terrenal.
Por eso se dice que el origen de la religión está ligado a un sentimiento primitivo: el miedo a lo desconocido, la necesidad de una protección desde lo alto, la urgencia psicológica de tener de su lado a una divinidad con poderes sobrenaturales, a la que se le debe agradar para que no descargue su ira implacable contra el humilde creyente: “Señor, ten piedad”.
En el fragor del rayo que no cesa, en la tormenta amenazante, en el eclipse repentino de sol que maravilla al habitante de las cavernas está el origen de la religión. Es la necesidad de protección física, pero es también la urgencia de una certeza en que la vida no se acaba después de la muerte, porque alguien o algo inasible nos espera al otro lado. Certeza es creencia, creencia es la plena seguridad de que no estoy equivocado: creer en lo que no vemos porque “Dios así lo ha revelado”.
Todo lo anterior sería digno de respeto, si no fuera por el daño irreparable que han ocasionado unas y otras religiones desde el principio de los tiempos, unas veces en forma de cruzadas a tierras lejanas para matar a los infieles que creen en el dios equivocado, otras en forma de alienación desde la pila bautismal, cuando nos inscriben contra nuestra voluntad en una religión y quedamos para siempre matriculados en esa doctrina (“la única verdadera”) como el hierro candente sobre la piel de la vaca, imborrable. En el caso que nos ocupa, con el hierro candente de la fe sobre el cerebro.
Religión es por antonomasia algo que une, pero, vaya paradoja, nos aleja de los que no comparten esa creencia. En tal medida, la religión aísla, divide. Según el novelista ateo José Saramago, “en ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a otros”.
Ardua es entonces la tarea que le queda a la civilización occidental para superar esos estados de confusión mental, soportados sobre el relato mitológico de un Dios que insufla el aliento vital del Espíritu Santo sobre una mujer virgen, la cual después de parir sigue siendo virgen. Y pregona que en el séptimo día de la creación, Dios -un ser de naturaleza masculina- depositó a la primera pareja sobre el paraíso terrenal, pero la mujer hizo pecar al hombre y así nos dejó atados a la noria del pecado original, motivo por el nuestro creador tuvo que mandarnos a su hijo para redimirnos de la culpa, muriendo en medio de horribles padecimientos. Desde esa fecha al parecer quedamos redimidos, pero a la vez atados a la obligación de agradecerle ad aeternum por semejante sacrificio.
Por eso dije en alguna columna anterior que la religión no se practica como quien practica un deporte o una afición artística, sino que se padece.
Es entonces cuando se adquiere una especie de certeza lúcida -no desde la creencia ciega sino desde lo racional- sobre la urgencia de ejercer un apostolado en contravía, para “iluminar” al equivocado de buena fe y hacerle comprender que una vida sin religión, aunque cimentada en la práctica del amor al prójimo, es lo deseable en todo aquel que quiera liberarse de falsas culpas y temores, en acatamiento de una sola consigna, repleta de bondad humana: hacer el bien y pasarla bien.
No es tarea fácil, pues todo creyente al que se le trata de demostrar su error activa de inmediato un mecanismo primitivo de protección de su fe, el cual le advierte que cualquiera que pretenda mostrarle una senda diferente es malo, quizás un engendro del demonio. El creyente en deidades se ofende porque se siente atacado, es capaz incluso de matar al que quiere sacarlo de su engaño.
Casos se han visto, verbi gratia en EE. UU., de personas provida que han hecho estallar bombas contra clínicas que practican abortos, dizque porque allí “matan seres inocentes”, sin importarles las vidas que han segado con sus bombas. Castigo divino.
Lo preocupante del asunto es que con motivo de la pandemia, en las redes sociales se exacerbaron los sentimientos religiosos a niveles indecibles, tal vez por la necesidad de protección divina ante el riesgo del contagio, hasta el punto de encontrar en grupos de WhatsApp de liberales progresistas a personas que llevadas por la ansiedad inundan el chat con bendiciones, cadenas de oración, consejos de vida piadosa o sermones de curas chistosos, incluso invitaciones a rezar el rosario.
Y trata el agnóstico bienintencionado de recordar que la práctica de una religión es un asunto privado, como lo es la práctica del sexo, de la que nadie se anda envaneciendo. Pero es arar en el desierto, y allí se evidencia entonces que Marx sigue teniendo razón en que “la religión es el opio del pueblo”.
En alguna columna anterior propuse a Pepe Mujica como sumo pontífice del agnosticismo: Pepe para papa. Decía que este planeta sería un mejor vividero si, así como los creyentes en deidades están organizados en iglesias jerarquizadas que controlan sus vidas, los no creyentes en esas pendejadas también deberíamos organizarnos en alguna congregación que trate de sacar al mayor número de personas de la ignorancia en que se hallan, atrapados por su propia fe en una quimera.
Se trata de una tarea noble y altruista, como la de cualquier apostolado. Palabra que sí.
Post Scriptum: Hace cinco años quise alertar sobre los peligros inherentes a la utilización de la religión como arma política para derrotar al Sí en el plebiscito de 2016. Ad portas de una nueva campaña electoral, no sobra traerla a colación. (Ver columna).
El origen de la religión desde el relato mítico se remonta a los días en que Moisés llegó a su aldea a contar que mientras apacentaba unas ovejas se prendió en llamas una zarza y desde allí le habló el Señor, quien le habría dicho: “he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto y he escuchado su clamor, pues estoy consciente de sus sufrimientos. Así que he descendido para librarlos de los egipcios, y para sacarlos de aquella tierra a una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3:3-17).
La evidencia de la inutilidad de la religión -y de ese dios- reside en que su promesa nunca se cumplió, pues si bien es cierto que los judíos lograron librarse de los egipcios, fueron castigados por el mismo Yahvé a errar en el desierto durante 40 años, porque desoyeron sus mandatos. Y esta es la hora en que ese pueblo guerrero, otrora víctima del nazismo y ahora victimario del pueblo palestino, sigue a la espera de la tal tierra prometida.
Sea como fuere, el pueblo le creyó a Moisés y a los ojos de todos se convirtió en el vocero de Dios sobre la Tierra. Y arropado en su condición de líder descubrió que eso era bueno, porque le daba poder sobre los suyos. Y así nació la política, emparentada con la religión: en ese punto de la historia de Israel, la personificación de su dios en una zarza ardiente enviando un mensaje de aliento ayudaba a los judíos a calmar una angustia terrenal.
Por eso se dice que el origen de la religión está ligado a un sentimiento primitivo: el miedo a lo desconocido, la necesidad de una protección desde lo alto, la urgencia psicológica de tener de su lado a una divinidad con poderes sobrenaturales, a la que se le debe agradar para que no descargue su ira implacable contra el humilde creyente: “Señor, ten piedad”.
En el fragor del rayo que no cesa, en la tormenta amenazante, en el eclipse repentino de sol que maravilla al habitante de las cavernas está el origen de la religión. Es la necesidad de protección física, pero es también la urgencia de una certeza en que la vida no se acaba después de la muerte, porque alguien o algo inasible nos espera al otro lado. Certeza es creencia, creencia es la plena seguridad de que no estoy equivocado: creer en lo que no vemos porque “Dios así lo ha revelado”.
Todo lo anterior sería digno de respeto, si no fuera por el daño irreparable que han ocasionado unas y otras religiones desde el principio de los tiempos, unas veces en forma de cruzadas a tierras lejanas para matar a los infieles que creen en el dios equivocado, otras en forma de alienación desde la pila bautismal, cuando nos inscriben contra nuestra voluntad en una religión y quedamos para siempre matriculados en esa doctrina (“la única verdadera”) como el hierro candente sobre la piel de la vaca, imborrable. En el caso que nos ocupa, con el hierro candente de la fe sobre el cerebro.
Religión es por antonomasia algo que une, pero, vaya paradoja, nos aleja de los que no comparten esa creencia. En tal medida, la religión aísla, divide. Según el novelista ateo José Saramago, “en ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a otros”.
Ardua es entonces la tarea que le queda a la civilización occidental para superar esos estados de confusión mental, soportados sobre el relato mitológico de un Dios que insufla el aliento vital del Espíritu Santo sobre una mujer virgen, la cual después de parir sigue siendo virgen. Y pregona que en el séptimo día de la creación, Dios -un ser de naturaleza masculina- depositó a la primera pareja sobre el paraíso terrenal, pero la mujer hizo pecar al hombre y así nos dejó atados a la noria del pecado original, motivo por el nuestro creador tuvo que mandarnos a su hijo para redimirnos de la culpa, muriendo en medio de horribles padecimientos. Desde esa fecha al parecer quedamos redimidos, pero a la vez atados a la obligación de agradecerle ad aeternum por semejante sacrificio.
Por eso dije en alguna columna anterior que la religión no se practica como quien practica un deporte o una afición artística, sino que se padece.
Es entonces cuando se adquiere una especie de certeza lúcida -no desde la creencia ciega sino desde lo racional- sobre la urgencia de ejercer un apostolado en contravía, para “iluminar” al equivocado de buena fe y hacerle comprender que una vida sin religión, aunque cimentada en la práctica del amor al prójimo, es lo deseable en todo aquel que quiera liberarse de falsas culpas y temores, en acatamiento de una sola consigna, repleta de bondad humana: hacer el bien y pasarla bien.
No es tarea fácil, pues todo creyente al que se le trata de demostrar su error activa de inmediato un mecanismo primitivo de protección de su fe, el cual le advierte que cualquiera que pretenda mostrarle una senda diferente es malo, quizás un engendro del demonio. El creyente en deidades se ofende porque se siente atacado, es capaz incluso de matar al que quiere sacarlo de su engaño.
Casos se han visto, verbi gratia en EE. UU., de personas provida que han hecho estallar bombas contra clínicas que practican abortos, dizque porque allí “matan seres inocentes”, sin importarles las vidas que han segado con sus bombas. Castigo divino.
Lo preocupante del asunto es que con motivo de la pandemia, en las redes sociales se exacerbaron los sentimientos religiosos a niveles indecibles, tal vez por la necesidad de protección divina ante el riesgo del contagio, hasta el punto de encontrar en grupos de WhatsApp de liberales progresistas a personas que llevadas por la ansiedad inundan el chat con bendiciones, cadenas de oración, consejos de vida piadosa o sermones de curas chistosos, incluso invitaciones a rezar el rosario.
Y trata el agnóstico bienintencionado de recordar que la práctica de una religión es un asunto privado, como lo es la práctica del sexo, de la que nadie se anda envaneciendo. Pero es arar en el desierto, y allí se evidencia entonces que Marx sigue teniendo razón en que “la religión es el opio del pueblo”.
En alguna columna anterior propuse a Pepe Mujica como sumo pontífice del agnosticismo: Pepe para papa. Decía que este planeta sería un mejor vividero si, así como los creyentes en deidades están organizados en iglesias jerarquizadas que controlan sus vidas, los no creyentes en esas pendejadas también deberíamos organizarnos en alguna congregación que trate de sacar al mayor número de personas de la ignorancia en que se hallan, atrapados por su propia fe en una quimera.
Se trata de una tarea noble y altruista, como la de cualquier apostolado. Palabra que sí.
Post Scriptum: Hace cinco años quise alertar sobre los peligros inherentes a la utilización de la religión como arma política para derrotar al Sí en el plebiscito de 2016. Ad portas de una nueva campaña electoral, no sobra traerla a colación. (Ver columna).