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En el curso de los últimos meses he notado que un tema recurrente en las redes sociales es el del insomnio: por un lado, la gente que cuenta que lo padece; por otro, los desvelados que preguntan cuál puede ser el mejor método para conciliar el sueño.
Hoy dejaré de ocuparme de los temas habituales y contaré mi experiencia, pues durante muchos años tuve enormes dificultades para quedarme dormido, hasta que di con la fórmula. No puedo garantizar que a otros insomnes sufrientes les funcione, pero nada se pierde con compartirla.
El insomnio comenzó a formar parte de mis noches desde muy niño, cuando en el sermón de una misa le escuché al cura decir que “Dios vigila hasta tus más íntimos pensamientos”. Yo le creí, y cuando trataba de conciliar el sueño la cosa se complicaba, porque sentía la presencia intrusiva de ese señor todopoderoso en cada cosa que yo pensaba.
No recuerdo cuándo esa obsesiva vigilancia teológica dejó de ser problema, pero sí recuerdo ciertas temporadas con grandes dificultades para quedarme dormido. Por ejemplo, cuando comencé a trabajar en Inravisión con entrada a las 8 de la mañana, marcando tarjeta, siendo que los últimos tres años los había pasado en la revista Alternativa con jornadas laborales que se iniciaban hacia el mediodía y se prolongaban hasta las 3 o 4 de la madrugada.
Por esos días yo era un noctámbulo empedernido, más de lectura que de bohemia, practicante de la sentencia del inmenso poeta León de Greiff: “si el día me aprisiona, la noche me libera”. Pero se llegó un empleo de marcar tarjeta y todo se desbarajustó, hasta el punto de enfermarme porque en las noches no podía pegar el ojo a la hora que debía, y el insomnio se convirtió en mi más fiel acompañante nocturno.
¿Y cómo lo solucioné? Pues fácil: renunciando a ese trabajo.
De ahí pasé a El Tiempo, ya con un horario parecido al de Alternativa, y quedarme dormido de nuevo dejó de ser problema.
Pero llegamos al funesto 2020 que quizás aún no se ha ido, el de la pandemia ligada a la ansiedad que provoca el confinamiento obligado, la dictadura del covid, y es cuando la gente comienza a preguntar que cómo hago para quitarme este maldito insomnio de encima, noche tras noche.
Y es cuando uno se acuerda del método que alguna novia psicóloga años atrás le enseñó -y practicó con positivos resultados-, consistente en administrarse un somnífero muy sencillo: la respiración profunda.
Hay quienes antes de acostarse recurren a potajes como leche hervida con valeriana o con brandy, o a ciertas aguas aromáticas, y por supuesto que no sobran. Pero el acto de conciliar el sueño está ligado antes que nada a una correcta oxigenación de la sangre que es bombeada desde el corazón a las demás partes del cuerpo, incluida la más decisiva en el caso que nos ocupa: el cerebro.
El asunto con la citada novia se ligaba en parte a unos ejercicios de tantra yoga, pero después de que ella se fue (todo es pasajero, según Buda) me quedé con la respiración profunda, que procuro practicar todos los días a la hora del sueño. Y se resume así:
Con el cuerpo relajado, bocarriba y la cabeza sostenida sobre una almohada, inhalamos por la nariz para llenar de aire al máximo posible no los pulmones sino el estómago, primero el estómago. A continuación, pasamos ese aire a los pulmones, inflándolos hasta el tope; contenemos la respiración tres segundos y comenzamos a exhalar, ya no por la nariz sino por la boca, lentamente. Aquí el ejercicio consiste en expulsar hasta el último mililitro de aire que hayan guardado los pulmones, exprimirlos a más no poder. Y cuando ya sienta que no queda nada por exhalar, repetimos el mismo ejercicio.
¿Cuántas veces? Mínimo diez, de ahí en adelante todas las que pueda; la hiperventilación a nadie le hace daño. Después de la quinta exhalación el cuerpo comienza a sentirse relajado, y la relajación suele expresarse acompañada de cierto cosquilleo en las manos o en los párpados, señal de que el oxígeno se ha filtrado hasta esas partes. Y el resultado que debe producir es sueño, por supuesto, incluso he sabido de personas que se quedan dormidas entre la décima y la doceava exhalación. Si usted es de los (las) que no se pueden dormir sin cambiar varias veces la posición del cuerpo, esto no constituye inconveniente mientras no abandone los ejercicios de respiración profunda, al menos hasta el cosquilleo. Después del cosquilleo, si usted no ha parado, lo que comienza a sentir es el paso de la sangre por las venas de la frente y la cabeza en pulsaciones rítmicas.
Es obvio que en la medida de lo posible se debe mantener la mente en blanco, pues si hay una preocupación rondando fija en el cerebro, el bichito del desvelo seguirá haciendo de las suyas.
No hay panacea para el insomnio y es imposible garantizar que lo que aquí se recomienda actúe como el somnífero ideal para Raimundo y todo el mundo, pero es lo que al suscrito le ha funcionado y en tal medida quiso compartir con sus lectores.
Y diciendo esto, a la camita. Les deseo dulces sueños.
Post Scriptum. Difiero de Alejandro Gaviria cuando desde la tapa de su último libro dice que Otro fin del mundo es posible. La humanidad está condenada a las consecuencias de su propia estupidez. Nada más insensato por ejemplo que prohibir el consumo de drogas (el problema reside en la prohibición), o el trato criminal e irresponsable que desde siglos atrás se le da al medio ambiente. Mejor dicho, no hay escapatoria posible. Y es tema de próxima columna: ¡Qué humanidad tan estúpida!