La última columna de María Jimena Duzán (“La marioneta banal”) brinda claridad sobre la catadura ética, moral y criminal de alias Jesús Santrich, pero no resuelve el gran interrogante: ¿por qué desde que se desapareció no ha abierto la boca? (Ver columna).
Con un amigo de Bucaramanga evaluábamos lo que pudo haber detrás de la misteriosa desaparición del hombre, contemplando la hipótesis de que le hubieran tendido una trampa, e imaginábamos este escenario: en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Pailitas (Cesar) el hombre de confianza de Santrich, el chileno Juan Bautista Hernández, es alertado sobre un plan inminente para asesinarlo, con altos visos de veracidad. Este se lo comunica a Santrich, y es cuando decide huir para salvar su pellejo, por lo que deja una nota que le permita ganar tiempo mientras emprende la retirada. Esto le daría sustento a la noticia de El Espectador según la cual “en la región los vieron caminando por una trocha que va hacia Venezuela”. ¿Y qué ocurre luego? Que en ese camino los mismos que mediante un engaño los hicieron abandonar el esquema de seguridad se habrían encargado de emboscarlos, matarlos y desaparecerlos.
Se trata de una elucubración, por supuesto, pero el fundamento para pensar que a Santrich lo hayan “borrado del mapa” reside en su mutismo total desde hace ya tres se manas, reforzando la impresión de que huyó para no responder por su aparente participación en el envío de un cargamento de cocaína a Estados Unidos, quizá consciente de que la Corte Suprema tendría pruebas para incriminarlo. Mejor dicho, solo una eventual desaparición forzada explicaría que no haya emitido ninguna declaración para justificar su abandono del esquema de seguridad, a sabiendas de que tan vergonzosa retirada les da argumentos de peso a quienes quieren acabar la JEP, y se constituiría entonces en traición aleve no solo a su partido FARC sino a la obligación que había adquirido de defender con sus actuaciones el Acuerdo de Paz que él mismo había firmado.
Luego de la entrevista con Duzán para Semana en vivo, fui el primero en percibir como entrampamiento el video que le había hecho un agente mexicano de la DEA donde parecía que se hablaba de un negocio de droga (“televisores” en vez de kilos de coca). En tal medida, había quedado convencido de su inocencia y de que haría valer su palabra de hombre honorable cuando le prometió a ella —y al país entero— que iba a cumplir su compromiso ante la justicia y no se iba a fugar. Pero ahora coincido con la columnista en que “Santrich demostró ser un cobarde (…), no pudo estar a la altura de la mayoría de los excombatientes que le siguen apostando a la paz. Él, a diferencia de ellos, nunca pudo recuperar su capacidad para pensar y terminó convertido en un pelele”.
La tormenta perfecta desatada a raíz de la fuga de Santrich sirve de asidero para analizarla desde una perspectiva de psicología de masas: impresiona a más no poder la oleada de respaldo y admiración que entre el antiuribismo despertó el cieguito después de que la Corte Suprema le concedió la libertad y fijó fecha de indagatoria. Santrich pasó a ser el depositario de todo ese odio represado de sectores cultos de clase media contra Álvaro Uribe y lo que este representa.
En dicho terreno de exacerbación de las pasiones, fui testigo de las voces de inconformidad que despertó mi columna anterior entre asiduos lectores, cuando dije que “si llega a ser cierto que Santrich se fugó a otro país, como cualquier Andrés Felipe Arias, significaría que el hombre resultó una porquería”. Todos ponían la mano en el fuego por la inocencia de Santrich, unos arguyendo como lícito que hubiera escapado ante la casi certeza de que iba a ser extraditado (o sea, le creían más a Santrich que a la Corte), sumado a una mayoría convencida de que lo habían desaparecido a la fuerza. Y no estamos hablando de simpatizantes de la FARC, menos de militantes.
Un fenómeno similar —pero a la inversa— sirve para analizar lo ocurrido con Andrés Felipe Arias: dos reos de la justicia pedidos en extradición, aunque en direcciones opuestas, con una coincidencia adicional: ambos fugados, uno de ellos recapturado y deportado a su país de origen, y de quien todavía no tenemos una sola imagen de su regreso sin gloria.
Lo ocurrido con Arias también puede ser visto desde los ojos de la psicología de masas, porque es igualmente digno de asombro el modo en que las hordas uribistas han reaccionado ante su repatriación, llegando a extremos delirantes como el de un Alberto Bernal para quien “esto se parece a la condena de Nelson Mandela, condenaron a un ciudadano ilustre”. Ciudadano ilustre, sí, al que la Procuraduría de su copartidario Alejandro Ordóñez sancionó con inhabilidad de 16 años para ocupar cargos públicos, mientras que la entonces fiscal Viviane Morales (correligionaria del anterior) adelantó la investigación con la cual la Corte Suprema le impuso condena a 17 años de cárcel mediante sentencia que según el editorial de El Tiempo del pasado 15 de julio “está basada en un proceso judicial soportado en decenas de pruebas que el exministro tuvo la oportunidad de controvertir judicialmente, con todas las garantías. De hecho, en la parte final del juicio la Corte consideró que Arias podía recuperar su libertad, beneficio que el procesado aprovechó para salir del país y buscar fallidamente estatus de perseguido político en Estados Unidos”. ¿Es El Tiempo un diario castrochavista? Hasta donde llega nuestra información, todo lo contrario.
Queda uno entonces lelo, súpito, atónito ante el ambiente de polarización que se vive entre ambos extremos (en esta esquina del ring los defensores del narco Santrich y en aquella los del corrupto Arias) y la única opción que se vislumbra como realista es la de rogar al Altísimo para que esto no concluya en la hecatombe institucional que parece avecinarse como producto de haberse sentado a negociar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) pero no con las Fuerzas Uribistas Reaccionarias (FURC), hoy en el poder.
DE REMATE, sea la ocasión para insistir: ¿por qué la Corte Suprema sigue sin fijar fecha para la indagatoria anunciada justamente hoy hace un año contra Álvaro Uribe? ¿No habrá en esto también algo de cobardía, al mejor estilo Santrich, pero aquí ante el inmenso poder político, militar, económico y religioso que hay detrás del sujeto sub judice llamado a responder por sus crímenes?
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.
La última columna de María Jimena Duzán (“La marioneta banal”) brinda claridad sobre la catadura ética, moral y criminal de alias Jesús Santrich, pero no resuelve el gran interrogante: ¿por qué desde que se desapareció no ha abierto la boca? (Ver columna).
Con un amigo de Bucaramanga evaluábamos lo que pudo haber detrás de la misteriosa desaparición del hombre, contemplando la hipótesis de que le hubieran tendido una trampa, e imaginábamos este escenario: en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Pailitas (Cesar) el hombre de confianza de Santrich, el chileno Juan Bautista Hernández, es alertado sobre un plan inminente para asesinarlo, con altos visos de veracidad. Este se lo comunica a Santrich, y es cuando decide huir para salvar su pellejo, por lo que deja una nota que le permita ganar tiempo mientras emprende la retirada. Esto le daría sustento a la noticia de El Espectador según la cual “en la región los vieron caminando por una trocha que va hacia Venezuela”. ¿Y qué ocurre luego? Que en ese camino los mismos que mediante un engaño los hicieron abandonar el esquema de seguridad se habrían encargado de emboscarlos, matarlos y desaparecerlos.
Se trata de una elucubración, por supuesto, pero el fundamento para pensar que a Santrich lo hayan “borrado del mapa” reside en su mutismo total desde hace ya tres se manas, reforzando la impresión de que huyó para no responder por su aparente participación en el envío de un cargamento de cocaína a Estados Unidos, quizá consciente de que la Corte Suprema tendría pruebas para incriminarlo. Mejor dicho, solo una eventual desaparición forzada explicaría que no haya emitido ninguna declaración para justificar su abandono del esquema de seguridad, a sabiendas de que tan vergonzosa retirada les da argumentos de peso a quienes quieren acabar la JEP, y se constituiría entonces en traición aleve no solo a su partido FARC sino a la obligación que había adquirido de defender con sus actuaciones el Acuerdo de Paz que él mismo había firmado.
Luego de la entrevista con Duzán para Semana en vivo, fui el primero en percibir como entrampamiento el video que le había hecho un agente mexicano de la DEA donde parecía que se hablaba de un negocio de droga (“televisores” en vez de kilos de coca). En tal medida, había quedado convencido de su inocencia y de que haría valer su palabra de hombre honorable cuando le prometió a ella —y al país entero— que iba a cumplir su compromiso ante la justicia y no se iba a fugar. Pero ahora coincido con la columnista en que “Santrich demostró ser un cobarde (…), no pudo estar a la altura de la mayoría de los excombatientes que le siguen apostando a la paz. Él, a diferencia de ellos, nunca pudo recuperar su capacidad para pensar y terminó convertido en un pelele”.
La tormenta perfecta desatada a raíz de la fuga de Santrich sirve de asidero para analizarla desde una perspectiva de psicología de masas: impresiona a más no poder la oleada de respaldo y admiración que entre el antiuribismo despertó el cieguito después de que la Corte Suprema le concedió la libertad y fijó fecha de indagatoria. Santrich pasó a ser el depositario de todo ese odio represado de sectores cultos de clase media contra Álvaro Uribe y lo que este representa.
En dicho terreno de exacerbación de las pasiones, fui testigo de las voces de inconformidad que despertó mi columna anterior entre asiduos lectores, cuando dije que “si llega a ser cierto que Santrich se fugó a otro país, como cualquier Andrés Felipe Arias, significaría que el hombre resultó una porquería”. Todos ponían la mano en el fuego por la inocencia de Santrich, unos arguyendo como lícito que hubiera escapado ante la casi certeza de que iba a ser extraditado (o sea, le creían más a Santrich que a la Corte), sumado a una mayoría convencida de que lo habían desaparecido a la fuerza. Y no estamos hablando de simpatizantes de la FARC, menos de militantes.
Un fenómeno similar —pero a la inversa— sirve para analizar lo ocurrido con Andrés Felipe Arias: dos reos de la justicia pedidos en extradición, aunque en direcciones opuestas, con una coincidencia adicional: ambos fugados, uno de ellos recapturado y deportado a su país de origen, y de quien todavía no tenemos una sola imagen de su regreso sin gloria.
Lo ocurrido con Arias también puede ser visto desde los ojos de la psicología de masas, porque es igualmente digno de asombro el modo en que las hordas uribistas han reaccionado ante su repatriación, llegando a extremos delirantes como el de un Alberto Bernal para quien “esto se parece a la condena de Nelson Mandela, condenaron a un ciudadano ilustre”. Ciudadano ilustre, sí, al que la Procuraduría de su copartidario Alejandro Ordóñez sancionó con inhabilidad de 16 años para ocupar cargos públicos, mientras que la entonces fiscal Viviane Morales (correligionaria del anterior) adelantó la investigación con la cual la Corte Suprema le impuso condena a 17 años de cárcel mediante sentencia que según el editorial de El Tiempo del pasado 15 de julio “está basada en un proceso judicial soportado en decenas de pruebas que el exministro tuvo la oportunidad de controvertir judicialmente, con todas las garantías. De hecho, en la parte final del juicio la Corte consideró que Arias podía recuperar su libertad, beneficio que el procesado aprovechó para salir del país y buscar fallidamente estatus de perseguido político en Estados Unidos”. ¿Es El Tiempo un diario castrochavista? Hasta donde llega nuestra información, todo lo contrario.
Queda uno entonces lelo, súpito, atónito ante el ambiente de polarización que se vive entre ambos extremos (en esta esquina del ring los defensores del narco Santrich y en aquella los del corrupto Arias) y la única opción que se vislumbra como realista es la de rogar al Altísimo para que esto no concluya en la hecatombe institucional que parece avecinarse como producto de haberse sentado a negociar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) pero no con las Fuerzas Uribistas Reaccionarias (FURC), hoy en el poder.
DE REMATE, sea la ocasión para insistir: ¿por qué la Corte Suprema sigue sin fijar fecha para la indagatoria anunciada justamente hoy hace un año contra Álvaro Uribe? ¿No habrá en esto también algo de cobardía, al mejor estilo Santrich, pero aquí ante el inmenso poder político, militar, económico y religioso que hay detrás del sujeto sub judice llamado a responder por sus crímenes?
En Twitter: @Jorgomezpinilla
http://jorgegomezpinilla.