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Cuando yo muera –y el día esté lejano- no quiero que mi cuerpo sea cremado. Es tan poco lo que aún se sabe sobre lo que pasa después de la vida, que la cremación podría representar un riesgo para el cadáver. Me explico: vamos a suponer que eso que llaman alma existe como ente espiritual independiente, y que se manifiesta mediante funciones humanas como el pensamiento racional, los sentimientos y las emociones, o la expresión artística. Y que cuando el cuerpo muere el alma no se desprende ipso facto, o sea cuando el corazón deja de latir, los pulmones de respirar y la sangre de circular, sino que se queda, digamos, un ratito más. Un rato que en la cronología post mortem podría representar 48 horas, dos semanas, un mes o el tiempo que el cerebro –para citar el más factible lugar de residencia del alma- se descompone por completo.
Es mera suposición, con el mismo peso científico que tiene imaginar que cuando morimos caemos en un sueño del que nunca se despierta, o que el difunto se va al cielo si se portó bien –o en su defecto al infierno. O que entramos en una sala de espera donde se define la clase de ser sobre el cual habremos de reencarnar. Todas las posibilidades están dadas, incluidas las que no caben en una estrecha mente humana con una edad evolutiva no superior a los 40.000 años, escasos ante un universo infinito y cargado de sorpresas, no accesibles a los mortales de un remoto planeta cuya vida individual difícilmente es superior a un breve siglo de existencia.
El peligro de la cremación reside en que, ante la casi absoluta ignorancia sobre lo que nos ocurre después de que las funciones vitales se extinguen, es factible que queden rezagos de vida espiritual cuyo desprendimiento del cuerpo puede demorar más de lo previsto, de modo que las llamas a una temperatura cercana a los 900 grados centígrados podrían no sólo achicharrar huesos y piel, sino provocar en el occiso una especie de dolor metafísico (imposible de comunicar a quienes quedan en el reino de los vivos), o frustren el tránsito a una forma de existencia superior -o inferior incluso- ajena en todo caso a la comprensión de una mediocre y limitada vida terrenal pedestre.
En la India es tradición milenaria la cremación de sus muertos y es uno de los países más atrasados del planeta. Esto ya da para pensar. Buda ordenó que su cuerpo fuese incinerado luego de morir, como en efecto hicieron sus discípulos en Kusinagara (hoy Nepal), la aldea donde falleció a la edad de 80 años. Cuenta la leyenda que Buda llevaba seis vidas anteriores, y que esa séptima habría de ser la última. Y una cosa es que incineren el cuerpo de un hombre que ha alcanzado en esta Tierra el culmen de su evolución espiritual, y otra que lo hagan con alguien que está comenzando su ciclo y al ser sometido a la pira funeraria le trunquen su tránsito a una nueva reencarnación, o las llamas le provoquen el dolor metafísico del que ya hablé. Y sin que haya a quién quejarse. ¿O sí…?
He traído a colación la muerte de Buda para hacer hincapié en que todo lo referente a una posible vida después de la vida es un tema que sigue envuelto en el misterio. Ahora bien, con la inhumación o entierro se asume un pequeño riesgo: que el cuerpo caiga en un estado de catalepsia mediante el cual cesen las funciones vitales y lo den por muerto y le hagan la velación y lo lloren y luego lo entierren, para despertar horas después atrapado en un ataúd y vivir la más aterradora de las pesadillas.
¿Cuánto tiempo podría soportar alguien encerrado en un ataúd entre el momento en que recupera la conciencia hasta el instante en que muere de nuevo? Depende de la cantidad de oxígeno en el lugar donde despierta, pues mientras menos posea, más breve será su tormento. Sin descartar que sea la misma asfixia la que despierte al cataléptico en su última morada, en cuyo caso el tormento sería más demoledor, pero menos duradero.
Conozco un caso real, que le ocurrió a una parienta lejana en mayo de 1940, por predios de San Vicente de Chucurí (Santander). Hubo un paseo al río del mismo nombre (Chucurí), y entre el grupo de paseantes asistió la que hoy sería tía abuela del suscrito, para la fecha cercana a la treintena, Zoraida Pinilla. Era una mujer bonita, de pelo rubio rizado y pecas graciosas regadas por cara y cuerpo, formada en un estricto ambiente religioso que espantaba a cualquier pretendiente, motivo por el cual permanecía soltera. No estaban ahí sus padres, que vivían en una finca cercana a Zapatoca. Pero sí asistían en calidad de tutoras tres tías suyas, quienes nunca se casaron porque prefirieron dedicar sus vidas a atender el negocio más próspero del pueblo, que crecía en la misma proporción en que afianzaban su devoción católica de misa y rosario diarios, y cuya única diversión conocida eran los paseos al río, con almuerzo de olla.
Al comienzo de la tarde de ese paseo sabatino, Zoraida y la tía Limbania (los dos nombres son reales) salieron a caminar para “bajar el almuerzo” por un camino que bordeaba el río, cerca de la corriente. Era época lluviosa, y en cierto momento Zoraida pisó una saliente de frágil barro y resbaló hasta el río, pero pudo sujetarse del pie izquierdo de la tía Limbania, quien a su vez alcanzó a agarrarse de unas ramas. Zoraida luchaba para no soltar el pie de la tía, mientras ésta pataleaba instintivamente tratando de zafar las manos que la arrastraban al río, hasta que la sobrina no resistió más y se soltó. Su cuerpo fue hallado hora y media después por tres pescadores que subidos a una canoa la buscaron río abajo, y puesto a la orilla del río sin que nada la cubriera, excepto su vestido de baño raído por el raudal y las piedras.
Cuando la sacaron y la tendieron sobre las piedras lisas que le daban remanso al río, nadie vio que el vientre o el busto de Zoraida se movieran al ritmo de la más leve respiración, pero sí fueron estremecidos por el impacto que en la orilla producía el cuerpo semidesnudo de una mujer de piel blanca y hermosa, en apariencia muerta pero quizá anhelante su boca de la boca de alguien que le practicara respiración artificial y la sacara del estado catatónico en que se hallaba, a través del cual quizá podía sentir y oír lo que ocurría a su alrededor pero no existía acto de voluntad posible que encontrara la debida recepción en el cerebro y le permitiera manifestarlo. Cuando le pregunté al pariente que me contó la historia por qué no hubo nadie que le diera respiración boca a boca, respondió que “eso no se usaba”.
Zoraida no tenía afecciones de salud y sabía nadar, pero se enfrentó a una corriente que su cuerpo grande no pudo resistir. Eso fue lo que pasó: el agua que tragó le generó una asfixia que paralizó sus pulmones y dejó el corazón trabajando a un ritmo imperceptible al oído, pero suficiente para mantener activo el cerebro con una mínima cuota de irrigación sanguínea, imperceptible al pulso.
Su cuerpo exánime fue llevado a la casa cural, donde fue depositado en un ataúd pedido a la única funeraria del pueblo. Hasta allá se desplazó un médico bisoño, recién graduado, que estaba de turno en el puesto de salud reemplazando al médico en propiedad, un doctor con más de quince años de experiencia, pero quien había tenido que abandonar su puesto de trabajo por una urgencia familiar. Cuando éste llegó al puesto de salud le contaron lo de la mujer ahogada, y que su remplazo había sido llamado a la casa cural para que expidiera el certificado de defunción. El médico en jefe quiso ir a cerciorarse, pero en el camino se cruzó con el inexperto galeno, quien le informó que ya había examinado a la occisa. Entonces el primero desistió de su intención, y se devolvieron juntos a su lugar de trabajo.
No es mucho lo que se sabe de la velación diferente a las letanías que le acompañaron toda la noche. Pero hay una anécdota, narrada por una testigo, que si hubiera sido tomada como señal habría salvado a Zoraida del tormento que padeció. En la mañana del día siguiente, una vecina se acercó a verla y manifestó que “está coloradita”. Sin resistir la curiosidad le tocó el rostro y agregó que “está calientica”. Pero el párroco le contestó que eso se debía a que “está haciendo mucho calor”.
Ella fue enterrada en una cripta del mausoleo que pertenecía a la familia Pinilla. Pasados siete años fueron por sus restos una de las tres tías (no era Limbania), el sepulturero y el obispo de San Vicente, el mismo que ofició la misa del funeral. Al levantar la tapa del ataúd descubrieron que el vidrio estaba roto, pero la mejor prueba de que la habían enterrado vida estuvo en que el cuerpo se hallaba bocabajo. Bastó una mínima inspección a la caja para constatar que tanto el velo que rodeaba el interior del ataúd como sus ropas estaban rasgadas, y presentaba fragmentos de astillas de madera en el cráneo y en el tórax descompuesto, así como en los huesos de las manos y en lo que quedaba de uñas, en clara huella de los desgarradores momentos que debió vivir, prisionera de un cofre blindado y apenas ajustado a su cuerpo, en medio de la oscuridad más espantosa.
Hoy es una suerte que la medicina obligue al médico forense a que sólo puede expedir un certificado de defunción cuando el cuerpo ha alcanzado el rigor mortis, caracterizado por el entumecimiento de músculos y piel y el endurecimiento de las articulaciones.
Por eso mismo, porque las posibilidades de ser enterrado vivo se han reducido y por los argumentos “metafísicos” que expuse atrás, a no ser que en un descuido imperdonable el coronavirus me matara, cuando muera -y el día esté lejano- espero se me brinde la dispensa de que mi cuerpo sea regresado a la misma tierra que me vio nacer.
No es un capricho, es el legítimo temor de un agnóstico a que la cremación nos achicharre el alma.
DE REMATE: Aquí entre nos, la historia de la pariente que enterraron viva ya la había contado en columna anterior. Pero en medio del encierro de una Semana Santa que conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, juzgué pertinente ayudar a los lectores de El Espectador a ocupar su tiempo libre con una reflexión algo extensa si se quiere, pero ligada a la ocasión.
En Twitter: Jorgomezpinilla
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