Cada tanto la democracia se enfrenta a diferentes enemigos que la usan para socavarla. Si entendemos la democracia solamente como un sistema de elección y un antídoto contra la violencia política, la democracia no tiene un componente normativo sobre las credenciales democráticas de quienes son elegidos. En democracia puede ser elegido cualquiera que reúna los requisitos de ley, y esa es su virtud, pero también su principal riesgo. No hay que ser un demócrata para hacerse elegir en democracia.
La democracia por sí sola es frágil, y por ello necesita de otros sistemas para defenderse; por ejemplo, de un diseño constitucional que impida que personalidades que no comparten los valores de la democracia la socaven, o de una opinión pública que defienda los valores democráticos. Personajes como Trump y Bolsonaro, o Bukele, Ortega y Maduro, llegaron al poder por vía democrática, pero en el ejercicio de sus mandatos se dedicaron a socavar los valores democráticos. En el caso de Estados Unidos y Brasil, las instituciones constitucionales lograron resistir el ataque, con levantamientos violentos para desconocer las elecciones en cada caso. Ambos expresidentes han tenido que responder ante la justicia por su rebeldía antidemocrática, y si bien Bolsonaro ya fue inhabilitado por un buen tiempo por no haber respetado las reglas de juego, Trump puede regresar al poder y terminar su labor de socavar el sistema democrático estadounidense, un riesgo con implicaciones globales.
En El Salvador, Nicaragua y Venezuela, países de los cuales ya puede decirse que no son democracias constitucionales, la vía democrática ha sido el camino hacia el autoritarismo, como lo es también el caso de la Rusia de Putin o la India de Modi. Este fenómeno fue etiquetado en su momento por Fareed Zakaria como democracias iliberales, regímenes de apariencia democrática donde están limitadas las libertades, especialmente de las minorías y de la oposición, no hay control sobre el poder político, no hay independencia de poderes y no hay elecciones competitivas, entre otras características.
Populistas de derecha y de izquierda aprovechan para hacerse al poder por vía democrática, ante el desencanto de los gobiernos que no logran atender las necesidades y expectativas de los ciudadanos, tanto en términos de bienestar, seguridad y poder materializar un proyecto de vida digno. En democracia, los ciudadanos al menos tienen el poder de manifestarse y castigar a los gobiernos que no hacen bien la tarea.
Los gobiernos suelen fracasar más de lo que triunfan, aunque la democracia es el mejor sistema para cambiar de gobernante; pero llega el cansancio y la democracia se vuelve estéril y los ciudadanos no asocian valores democráticos con bienestar. Según el Latinobarómetro, en promedio, el 54 % de los latinoamericanos no les importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los graves problemas que tienen nuestras sociedades. Ya se habla entonces de insatisfacción con la democracia y de recesión democrática que deja a “la región vulnerable y abierta a más populismo y regímenes no democráticos”
Y ahora aparece un nuevo desafío: el libertarismo, encarnado, por ahora, en el gobierno de Javier Milei en Argentina, que se instala sobre una renovada retórica anti Estado y anti oligarquías burocráticas, para instalar un régimen sobre la idea de reducir el Estado a su mínima expresión, exacerbación de la libertad económica acompañada de restricción o supresión de derechos: por ejemplo, de las mujeres a interrumpir el embarazo, o a prescindir de los estándares mínimos de solidaridad social que permite a los grupos más vulnerables recibir servicios sociales para sobrellevar la vida, uno de los logros de la política social en una región tan desigual como América latina. No, el Estado no tiene por qué proteger a nadie, salvo a quien produce riqueza, una nueva forma de darwinismo social que ya causó estragos sociales en tiempos de las reformas del ajuste estructural. Vistos los impuestos como una extracción ilegítima, lo moral es que cada quien se arregle como pueda.
En Colombia, el libertarismo aún es un discurso marginal y una suerte de caricatura, pero no nos engañemos, en la medida en que la democracia no cumpla sus expectativas, los ciudadanos, desesperados, pueden terminar apoyando a estos nuevos reaccionarios que no dudarían en usar la democracia para socavarla.
Cada tanto la democracia se enfrenta a diferentes enemigos que la usan para socavarla. Si entendemos la democracia solamente como un sistema de elección y un antídoto contra la violencia política, la democracia no tiene un componente normativo sobre las credenciales democráticas de quienes son elegidos. En democracia puede ser elegido cualquiera que reúna los requisitos de ley, y esa es su virtud, pero también su principal riesgo. No hay que ser un demócrata para hacerse elegir en democracia.
La democracia por sí sola es frágil, y por ello necesita de otros sistemas para defenderse; por ejemplo, de un diseño constitucional que impida que personalidades que no comparten los valores de la democracia la socaven, o de una opinión pública que defienda los valores democráticos. Personajes como Trump y Bolsonaro, o Bukele, Ortega y Maduro, llegaron al poder por vía democrática, pero en el ejercicio de sus mandatos se dedicaron a socavar los valores democráticos. En el caso de Estados Unidos y Brasil, las instituciones constitucionales lograron resistir el ataque, con levantamientos violentos para desconocer las elecciones en cada caso. Ambos expresidentes han tenido que responder ante la justicia por su rebeldía antidemocrática, y si bien Bolsonaro ya fue inhabilitado por un buen tiempo por no haber respetado las reglas de juego, Trump puede regresar al poder y terminar su labor de socavar el sistema democrático estadounidense, un riesgo con implicaciones globales.
En El Salvador, Nicaragua y Venezuela, países de los cuales ya puede decirse que no son democracias constitucionales, la vía democrática ha sido el camino hacia el autoritarismo, como lo es también el caso de la Rusia de Putin o la India de Modi. Este fenómeno fue etiquetado en su momento por Fareed Zakaria como democracias iliberales, regímenes de apariencia democrática donde están limitadas las libertades, especialmente de las minorías y de la oposición, no hay control sobre el poder político, no hay independencia de poderes y no hay elecciones competitivas, entre otras características.
Populistas de derecha y de izquierda aprovechan para hacerse al poder por vía democrática, ante el desencanto de los gobiernos que no logran atender las necesidades y expectativas de los ciudadanos, tanto en términos de bienestar, seguridad y poder materializar un proyecto de vida digno. En democracia, los ciudadanos al menos tienen el poder de manifestarse y castigar a los gobiernos que no hacen bien la tarea.
Los gobiernos suelen fracasar más de lo que triunfan, aunque la democracia es el mejor sistema para cambiar de gobernante; pero llega el cansancio y la democracia se vuelve estéril y los ciudadanos no asocian valores democráticos con bienestar. Según el Latinobarómetro, en promedio, el 54 % de los latinoamericanos no les importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los graves problemas que tienen nuestras sociedades. Ya se habla entonces de insatisfacción con la democracia y de recesión democrática que deja a “la región vulnerable y abierta a más populismo y regímenes no democráticos”
Y ahora aparece un nuevo desafío: el libertarismo, encarnado, por ahora, en el gobierno de Javier Milei en Argentina, que se instala sobre una renovada retórica anti Estado y anti oligarquías burocráticas, para instalar un régimen sobre la idea de reducir el Estado a su mínima expresión, exacerbación de la libertad económica acompañada de restricción o supresión de derechos: por ejemplo, de las mujeres a interrumpir el embarazo, o a prescindir de los estándares mínimos de solidaridad social que permite a los grupos más vulnerables recibir servicios sociales para sobrellevar la vida, uno de los logros de la política social en una región tan desigual como América latina. No, el Estado no tiene por qué proteger a nadie, salvo a quien produce riqueza, una nueva forma de darwinismo social que ya causó estragos sociales en tiempos de las reformas del ajuste estructural. Vistos los impuestos como una extracción ilegítima, lo moral es que cada quien se arregle como pueda.
En Colombia, el libertarismo aún es un discurso marginal y una suerte de caricatura, pero no nos engañemos, en la medida en que la democracia no cumpla sus expectativas, los ciudadanos, desesperados, pueden terminar apoyando a estos nuevos reaccionarios que no dudarían en usar la democracia para socavarla.