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El Estado que no tenemos

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Jorge Iván Cuervo R.
25 de octubre de 2024 - 11:59 a. m.
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Colombia es el único país de América Latina en donde persiste un conflicto armado interno y esto debe tener una explicación.

Claro, no es el mismo conflicto de antes, y mucho menos luego del Acuerdo de Paz con las FARC que sacó de la confrontación al grupo armado más fuerte, con mayor presencia geográfica y algún grado de reconocimiento entre las comunidades de algunas regiones donde operaba.

Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, el posacuerdo ha dejado un panorama de fragmentación de conflictos entre el Estado y varios grupos armados ilegales, y conflictos entre algunos grupos, sin contar con aquellos grupos al margen de la ley cuyo accionar no cabe en la categoría de conflicto armado internacional, y se asimila más a estructuras criminales, como el llamado Clan del Golfo y otros grupos con los que el gobierno de Gustavo Petro ha tenido diálogos o acercamientos.

La política de paz total, que busca un diálogo o negociación, sin una estrategia clara en materia de seguridad, ha generado las condiciones para una mayor fragmentación de esos conflictos, y el surgimiento de otros actores –disidencias de las disidencias– que buscan un espacio en la negociación. Los ceses al fuego unilaterales y sin condiciones han contribuido al deterioro de la seguridad, pues a la Fuerza Pública le queda difícil discriminar en el territorio a cuál grupo debe combatir y cuál no.

Por eso, la operación de ocupación militar en el corregimiento de El Plateado en el Cauca, parecería un punto de quiebre del Gobierno en cuanto a la estrategia de seguridad y de negociación. Recuperar el territorio para el monopolio legítimo de la fuerza –siempre Weber– debe ser una tarea fundamental para el Estado colombiano; ese debería ser un consenso mínimo entre todas las fuerzas políticas. Sin eso, será difícil un discurso de desarrollo para el país. Mientras existan territorios donde grupos ilegales imponen sus normas –políticas, económicas, sociales y culturales– y ejercen coacción directa sobre las comunidades, habrá rentas ilegales, violencia, pobreza, marginalidad.

La presencia del Estado –que en su expresión local en muchas ocasiones se ha aliado con esos grupos ilegales–, como ya es un lugar común, tiene que ir más allá de la presencia armada, la cual en el mediano plazo es costosa e insostenible, y si no se producen cambios profundos en materia de provisión de bienes públicos –carreteras, acceso a servicios sociales, crédito, asistencia técnica–, se vuelve al círculo vicioso de fortalecimiento de grupos ilegales, violencia, negociación, como ha sido en las últimas décadas en las que, con un gran esfuerzo político, económico e institucional se saca a actores armados de la guerra y el espacio que estos dejan lo ocupan otros actores porque las condiciones de debilidad estatal lo permiten. La llamada paz territorial de Sergio Jaramillo apuntaba en esa dirección. Ni el gobierno de Santos y mucho menos el de Duque avanzaron en una estrategia integral de control del territorio.

Gustavo Petro tiene ahora una oportunidad de revertir esa tendencia, de romper esa suerte de pacto de las élites políticas de delegar el control de partes del territorio en grupos ilegales, en algunos casos a cambio de apoyos y en otros de control social más allá de los alcances del Estado, como lo ha señalado James Robinson.

Si este gobierno logra generar, a partir del Acuerdo de Paz con las FARC y de llevar a buen término negociaciones con los principales grupos armados, las condiciones de seguridad, de fortaleza institucional y de inversión para la expansión y consolidación del Estado en todo el territorio, deja trazada una ruta que se ha quedado a medio camino entre el centralismo y la ceguera de las élites políticas.

@cuervoji

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