Es necesario seguir pensando lo que ha significado la llegada de un gobierno de izquierda a un régimen político como el colombiano que siempre ha estado gobernado por las fuerzas políticas de la centro derecha. En los países donde ha habido alternancia democrática, la discusión es relativamente sencilla: se centra en el tipo de políticas públicas que se formularán e implementarán durante el período de gobierno, y si estas alcanzarán una línea de continuidad que permita consolidarse como políticas de Estado. El debate, en el fondo, es sobre la magnitud del cambio social y el rol que asumen el Estado, el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil en ello.
En Colombia, el debate es de naturaleza apocalíptica: el lenguaje se llena de golpes de Estado, constituyentes, juicios políticos, populismo, polarización, posverdad, desobediencia civil, insurrección popular, catástrofe, declive democrático, perpetuación en el poder. Lo cierto es que cerca de cumplirse dos años del gobierno, nada de eso ha pasado. El Congreso de la República no se ha cerrado y ejerce su función con la relativa independencia con que lo hace en un régimen donde la gobernabilidad se sustenta en una relación compleja entre ejecutivo, legislativo y partidos políticos. Régimen transaccional lo denominó Francisco Leal Buitrago.
El Congreso ha aprobado una Reforma Tributaria, un Plan de Desarrollo, una Reforma Pensional, la jurisdicción agraria, y ha dado el debate sobre otras reformas que han sido rechazadas sin que esto implique un riesgo de ruptura institucional. El debate sobre otras reformas seguirá en la próxima legislatura, y es posible que unas sean aprobadas y otras no, y en 2026, esta agenda de cambio deberá estar en el centro de la contienda electoral.
El Banco de la República ha conservado su autonomía e independencia, no se ha planteado siquiera la emisión de moneda, las finanzas públicas están siendo manejadas de acuerdo con la ortodoxia tradicional de la política económica colombiana, ajuste fiscal, estabilización, pago de deuda y nada que pueda presagiar un desastre económico en los próximos dos años. Las cifras del crecimiento económico, la inflación, el desempleo y la tasa de cambio tienden a normalizarse. Preocupa el cierre de empresas y la poca generación de las mismas, así como la salida de capitales, por un temor autoinfligido de que todo se va a ir al carajo sin que haya indicios serios de que esto esté pasando o vaya a pasar de aquí al 2026. Eso sí, el Gobierno tiene que enviar mensajes más claros para reducir la incertidumbre, y el Marco Fiscal de Mediano Plazo fue en esa dirección.
La Corte Constitucional sigue cumpliendo su función sin que se afecte el sistema de frenos y contrapesos, ni que haya amenazas de cooptación de la rama judicial por parte del Gobierno como suele pasar en los regímenes que transitan hacia una deriva autoritaria.
El deterioro de la seguridad en el suroccidente del país es el tema de mayor gravedad que enfrenta este gobierno en el marco de su política de Paz Total, en la cual parece existir incentivos equivocados que hacen que los grupos armados se sientan estimulados para arremeter contra la Fuerza Pública y la sociedad civil y, de esa manera, ser tenidos en cuenta en una negociación. La respuesta del Gobierno ha sido la de enfrentar con decisión a estos grupos, en contra de la peregrina tesis del amarre a las Fuerzas Militares. Es posible que al Gobierno se le vayan estos dos años en eso y su propuesta de paz quede a medio camino, y así, la agenda de discusión volverá centrase en la seguridad, pero no es nada diferente de lo que ha pasado en otros gobiernos, y no hay razón para pensar que esto sucede porque hay un gobierno de izquierda.
Los llamados medios tradicionales han ejercido su labor de control al poder sin restricciones -el escándalo de la Ungrd viene de los medios-, y los desencuentros del presidente con algunos periodistas no han pasado de un escenario de tensión que ha llevado a cierta regulación recíproca. La FLIP ha llamado la atención del presidente cuando lo ha considerado y no puede decirse que hoy la libertad de prensa esté en riesgo. En las regiones es a otro precio, por la confluencia de diversos actores armados, y ahí el Gobierno podría hacer más para proteger a periodistas y a líderes sociales.
Ningún organismo intergubernamental, bien sea del sistema interamericano o de Naciones Unidas, o Estados Unidos en su informe de derechos humanos, o el Parlamento Europeo, se han pronunciado llamando la atención sobre un riesgo de ruptura institucional o democrática.
Pero un sector del establecimiento se ha creído su propia idea de que estamos ante el inminente riesgo de un quiebre democrático y la perpetuación del poder de la izquierda radical. Ponen a un otrora mandadero de narcos a decir que la estrategia del Gobierno es impedir que haya elecciones en el 2026, sin evidencia alguna.
¿De dónde saldrá este miedo a Petro? ¿Será una reacción a su estilo confrontacional o será que su propuesta de cambio los dejó en evidencia de que no tienen nada que ofrecer, como no sea el manido argumento de impedirnos caer en el castrochavismo? ¿O que un Gobierno que propone una mirada diferente de la relación poder-ciudadano los deja como una élite aferrada a privilegios que no están dispuestos a perder, incapaz de pensar en transformaciones que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos, más allá de las narrativas auto condescendientes que les han hecho creer que vivimos en una suerte de paraíso que con dos o tres programas de subsidios focalizados se mejora?
Es necesario seguir pensando lo que ha significado la llegada de un gobierno de izquierda a un régimen político como el colombiano que siempre ha estado gobernado por las fuerzas políticas de la centro derecha. En los países donde ha habido alternancia democrática, la discusión es relativamente sencilla: se centra en el tipo de políticas públicas que se formularán e implementarán durante el período de gobierno, y si estas alcanzarán una línea de continuidad que permita consolidarse como políticas de Estado. El debate, en el fondo, es sobre la magnitud del cambio social y el rol que asumen el Estado, el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil en ello.
En Colombia, el debate es de naturaleza apocalíptica: el lenguaje se llena de golpes de Estado, constituyentes, juicios políticos, populismo, polarización, posverdad, desobediencia civil, insurrección popular, catástrofe, declive democrático, perpetuación en el poder. Lo cierto es que cerca de cumplirse dos años del gobierno, nada de eso ha pasado. El Congreso de la República no se ha cerrado y ejerce su función con la relativa independencia con que lo hace en un régimen donde la gobernabilidad se sustenta en una relación compleja entre ejecutivo, legislativo y partidos políticos. Régimen transaccional lo denominó Francisco Leal Buitrago.
El Congreso ha aprobado una Reforma Tributaria, un Plan de Desarrollo, una Reforma Pensional, la jurisdicción agraria, y ha dado el debate sobre otras reformas que han sido rechazadas sin que esto implique un riesgo de ruptura institucional. El debate sobre otras reformas seguirá en la próxima legislatura, y es posible que unas sean aprobadas y otras no, y en 2026, esta agenda de cambio deberá estar en el centro de la contienda electoral.
El Banco de la República ha conservado su autonomía e independencia, no se ha planteado siquiera la emisión de moneda, las finanzas públicas están siendo manejadas de acuerdo con la ortodoxia tradicional de la política económica colombiana, ajuste fiscal, estabilización, pago de deuda y nada que pueda presagiar un desastre económico en los próximos dos años. Las cifras del crecimiento económico, la inflación, el desempleo y la tasa de cambio tienden a normalizarse. Preocupa el cierre de empresas y la poca generación de las mismas, así como la salida de capitales, por un temor autoinfligido de que todo se va a ir al carajo sin que haya indicios serios de que esto esté pasando o vaya a pasar de aquí al 2026. Eso sí, el Gobierno tiene que enviar mensajes más claros para reducir la incertidumbre, y el Marco Fiscal de Mediano Plazo fue en esa dirección.
La Corte Constitucional sigue cumpliendo su función sin que se afecte el sistema de frenos y contrapesos, ni que haya amenazas de cooptación de la rama judicial por parte del Gobierno como suele pasar en los regímenes que transitan hacia una deriva autoritaria.
El deterioro de la seguridad en el suroccidente del país es el tema de mayor gravedad que enfrenta este gobierno en el marco de su política de Paz Total, en la cual parece existir incentivos equivocados que hacen que los grupos armados se sientan estimulados para arremeter contra la Fuerza Pública y la sociedad civil y, de esa manera, ser tenidos en cuenta en una negociación. La respuesta del Gobierno ha sido la de enfrentar con decisión a estos grupos, en contra de la peregrina tesis del amarre a las Fuerzas Militares. Es posible que al Gobierno se le vayan estos dos años en eso y su propuesta de paz quede a medio camino, y así, la agenda de discusión volverá centrase en la seguridad, pero no es nada diferente de lo que ha pasado en otros gobiernos, y no hay razón para pensar que esto sucede porque hay un gobierno de izquierda.
Los llamados medios tradicionales han ejercido su labor de control al poder sin restricciones -el escándalo de la Ungrd viene de los medios-, y los desencuentros del presidente con algunos periodistas no han pasado de un escenario de tensión que ha llevado a cierta regulación recíproca. La FLIP ha llamado la atención del presidente cuando lo ha considerado y no puede decirse que hoy la libertad de prensa esté en riesgo. En las regiones es a otro precio, por la confluencia de diversos actores armados, y ahí el Gobierno podría hacer más para proteger a periodistas y a líderes sociales.
Ningún organismo intergubernamental, bien sea del sistema interamericano o de Naciones Unidas, o Estados Unidos en su informe de derechos humanos, o el Parlamento Europeo, se han pronunciado llamando la atención sobre un riesgo de ruptura institucional o democrática.
Pero un sector del establecimiento se ha creído su propia idea de que estamos ante el inminente riesgo de un quiebre democrático y la perpetuación del poder de la izquierda radical. Ponen a un otrora mandadero de narcos a decir que la estrategia del Gobierno es impedir que haya elecciones en el 2026, sin evidencia alguna.
¿De dónde saldrá este miedo a Petro? ¿Será una reacción a su estilo confrontacional o será que su propuesta de cambio los dejó en evidencia de que no tienen nada que ofrecer, como no sea el manido argumento de impedirnos caer en el castrochavismo? ¿O que un Gobierno que propone una mirada diferente de la relación poder-ciudadano los deja como una élite aferrada a privilegios que no están dispuestos a perder, incapaz de pensar en transformaciones que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos, más allá de las narrativas auto condescendientes que les han hecho creer que vivimos en una suerte de paraíso que con dos o tres programas de subsidios focalizados se mejora?