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El fútbol no es más que el reflejo de la sociedad. Por eso no extraña que un día después de que las barras bravas escandalizaran al mundo en el Atanasio Girardot, en Bogotá, frente a la Universidad Distrital, encapuchados (ojalá no fueran estudiantes) casi queman vivo a un oficial de la policía. Así como a los encapuchados el establecimiento en el poder los defiende como jóvenes con el derecho a protestar, a las barras las tildan de jóvenes fracasando en “sus vidas y barrios que hacen del fútbol su espacio y lo defienden con violencia”, citando al presidente Petro.
La realidad es que unos y otros son, simple y llanamente, criminales. El alcalde Galán, condenando a los criminales que quemaban motos de policías, emitía un comunicado que cuidadosamente defendía “el derecho a la protesta”. Nunca hubo protesta. Un grupo de individuos que esconde su cara no va a protestar, va a atacar. Es exactamente lo mismo que sucedió en Medellín.
Un grupo de individuos que se cruza con las barras rivales sacando cuchillos y machetes no son aficionados al fútbol, son criminales que van al estadio con la intención de agredir. Tiene razón el presidente al decir que son fracasados en la vida y en sus barrios, pero es discriminatorio y falso endilgar a la pobreza la necesidad de agredir.
En un país donde tres de cada 10 colombianos están en condición de pobreza monetaria, afortunadamente la mayoría seguimos siendo honestos, trabajadores y luchadores. Los pobres y los ricos, esos que van al estadio sin machetes o a la universidad sin capuchas, buscan que la sociedad valore su esfuerzo, que sus políticos no romanticen criminales, y que el Estado genere las condiciones para que la gente trabajadora prospere y los criminales paguen por sus delitos.
No me canso de repetirlo, el fútbol es un reflejo de la sociedad. Por eso, así como a los encapuchados que queman, agreden e interrumpen el diario vivir no los condena la injusta justicia de este país, a las barras bravas tampoco se las castiga, apenas se las condena.
La Dimayor, quizá por un reglamento mal diseñado, terminó otorgando puntos al Junior cuyos hinchas casi causan una tragedia. Es cierto que a Nacional le correspondía la logística, y que una cinta amarilla como separador sólo se le ocurre a quien vive aislado de la realidad. Pero las armas entraron con intención al estadio. Ambos equipos debieron perder los puntos.
Ya está inventado cómo acabar con las barras: hay que individualizar. El Gobierno debe obligar a instalar cámaras en los estadios que permita identificar a los individuos. El segundo paso corresponde a la justicia. Una vez identificados, individuos con cuchillos, que lancen objetos o griten coros racistas o discriminatorios deben tener prohibida la entrada de por vida a un estadio, pero mientras el Estado se pliegue a los criminales, mientras la representación del orden y del crimen intercambien sombreros, todo será inútil. La violencia continuará.
@JorgeATovar
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