Esta semana murió Mijaíl Gorbachov, histórico secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviéticaentre 1985 y 1991. El fútbol, por supuesto, no fue ajeno al glasnost y a la perestroika.
El comienzo de la década de los ochenta fue de alta volatilidad política en la Unión Soviética. A Brezhnev, secretario general desde 1964, lo sucedió Yuri Andropov en 1982. Tras la muerte de este en 1984, Chernenko lideró al país hasta 1985, año de su fallecimiento. Fue entonces cuando Gorbachov subió con un programa reformista en el que promovía una política más abierta y plural (glasnost), y una gradual liberalización de la economía y el Estado (perestroika).
La idea era superar el oscurantismo mediático característico de los estados comunistas. La tragedia de Luzhnikí es un triste ejemplo. A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, los estadios soviéticos comenzaron a llenarse de bufandas y demás parafernalia propia de la “burguesía subversiva de occidente”. En este contexto, una noche fría noche de octubre de 1982 , aún para estándares moscovitas, enfrentó al Spartak contra el Haarlem holandéspor la Copa de la UEFA. Con el fin de facilitar la identificación y eventual arresto de los hinchas que portaran banderas y bufandas ilegales, la policía decidió arrumar a la mayoría de los 10.000 asistentes en uno de los fondos cerca de la salida al metro.
Con el tiempo cumplido, y ganando 1-0 en el hoy denominado estadio Luzhnikí de Moscú, los hinchas comenzaron a salir. El 2-0 desató la tragedia. La lucha de unos por salir, al tiempo que otros buscaban regresar a la gradería, provocó un movimiento de masas que terminó por aplastar a cientos de hinchas. Algunas fuentes citan hasta 340 muertos, si bien oficialmente nunca se pasó de 66. El gobierno soviético optó por ocultar la tragedia, negar cualquier incidente y no fue hasta 1989 que se supo del hecho.
La llegada de Gorbachov obligó a los clubes a financiarse por sí mismos, a dejar atrás el falso amateurismo que existía hasta el momento y a buscar nuevos ingresos. El problema, por supuesto, era la imposibilidad de buscar patrocinio en una economía donde el consumo de marcas era mínimo. Además, los ingresos por televisión eran insignificantes porque los pagos por los derechos de transmisión eran nulos o irrisorios.
Así que la única fuente de ingresos que en la práctica permitieron las reformas de Gorbachov fue la venta de jugadores al exterior. En 1988 los primeros pasos los dieron Jidiatulin, quien salió del Spartak al Toulouse, y Zavarov, del Dinamo de Kiev a la Juventus.
En la práctica, la perestroika fue el inició del declive del fútbol soviético. La violencia regional se disparó, fruto de los brotes nacionalistas. En 1990, los equipos de Georgia y Lituania se negaron a jugar la liga soviética, y un año después se disputó la última edición. Como en el resto del espectro socioeconómico, Gorbachov es más un héroe afuera que adentro.
Esta semana murió Mijaíl Gorbachov, histórico secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviéticaentre 1985 y 1991. El fútbol, por supuesto, no fue ajeno al glasnost y a la perestroika.
El comienzo de la década de los ochenta fue de alta volatilidad política en la Unión Soviética. A Brezhnev, secretario general desde 1964, lo sucedió Yuri Andropov en 1982. Tras la muerte de este en 1984, Chernenko lideró al país hasta 1985, año de su fallecimiento. Fue entonces cuando Gorbachov subió con un programa reformista en el que promovía una política más abierta y plural (glasnost), y una gradual liberalización de la economía y el Estado (perestroika).
La idea era superar el oscurantismo mediático característico de los estados comunistas. La tragedia de Luzhnikí es un triste ejemplo. A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, los estadios soviéticos comenzaron a llenarse de bufandas y demás parafernalia propia de la “burguesía subversiva de occidente”. En este contexto, una noche fría noche de octubre de 1982 , aún para estándares moscovitas, enfrentó al Spartak contra el Haarlem holandéspor la Copa de la UEFA. Con el fin de facilitar la identificación y eventual arresto de los hinchas que portaran banderas y bufandas ilegales, la policía decidió arrumar a la mayoría de los 10.000 asistentes en uno de los fondos cerca de la salida al metro.
Con el tiempo cumplido, y ganando 1-0 en el hoy denominado estadio Luzhnikí de Moscú, los hinchas comenzaron a salir. El 2-0 desató la tragedia. La lucha de unos por salir, al tiempo que otros buscaban regresar a la gradería, provocó un movimiento de masas que terminó por aplastar a cientos de hinchas. Algunas fuentes citan hasta 340 muertos, si bien oficialmente nunca se pasó de 66. El gobierno soviético optó por ocultar la tragedia, negar cualquier incidente y no fue hasta 1989 que se supo del hecho.
La llegada de Gorbachov obligó a los clubes a financiarse por sí mismos, a dejar atrás el falso amateurismo que existía hasta el momento y a buscar nuevos ingresos. El problema, por supuesto, era la imposibilidad de buscar patrocinio en una economía donde el consumo de marcas era mínimo. Además, los ingresos por televisión eran insignificantes porque los pagos por los derechos de transmisión eran nulos o irrisorios.
Así que la única fuente de ingresos que en la práctica permitieron las reformas de Gorbachov fue la venta de jugadores al exterior. En 1988 los primeros pasos los dieron Jidiatulin, quien salió del Spartak al Toulouse, y Zavarov, del Dinamo de Kiev a la Juventus.
En la práctica, la perestroika fue el inició del declive del fútbol soviético. La violencia regional se disparó, fruto de los brotes nacionalistas. En 1990, los equipos de Georgia y Lituania se negaron a jugar la liga soviética, y un año después se disputó la última edición. Como en el resto del espectro socioeconómico, Gorbachov es más un héroe afuera que adentro.