Este neologismo, creado por Adela Cortina, se define como “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”. La sociedad colombiana sufre de aporofobia, que se manifiesta con expresiones infames como llamar “desechable” a un habitante de la calle. En Cartago las personas son “gente de bien” si pertenecen a la sociedad, o “del pueblo” en caso contrario. El movimiento social muestra lo arraigada que está la aporofobia en el Gobierno. Si una persona “gente de bien” dispara un arma de fuego contra civiles en presencia de la policía nada pasa, incluso parecería que esta la protege. Si un joven lanza una piedra, acción censurable, la respuesta de la policía en muchos casos ha sido dispararle a matar o destruirle un ojo; si solo lanza un grito también le disparan, lo cual es una respuesta desproporcionada, pues la Constitución prohíbe la pena de muerte.
Los procesos de desmovilización de los paramilitares y las Farc son otro ejemplo de aporofobia. Los paramilitares eran “gente de bien”, hacendados con vecinos poderosos y pertenecientes a prestantes familias. Los guerrilleros generalmente eran campesinos no propietarios de tierras y, como se diría en Manizales, “gente del pueblo”. Ambos cometieron atroces crímenes, violaron las leyes del derecho humanitario, masacraron poblaciones, las bombardearon y secuestraron. La matanza de Tacueyó, obra de un grupo de las Farc, recuerda el fanatismo homicida de Pol Pot en Camboya; los hornos crematorios de las Auc en Norte de Santander parecen inspirados en el Holocausto perpetrado por el nazismo. La sociedad no mostró una feroz oposición a la desmovilización de las Auc, a pesar de la impunidad que conllevó; sus jefes fueron extraditados, decisión que se produjo cuando comenzaron a confesar sus vínculos con los más altos dignatarios del Gobierno. En cambio, no hay la misma aceptación a la desmovilización de las Farc. Basta recordar el resultado del plebiscito y los persistentes ataques a la JEP, a pesar de que esta jurisdicción inició el juicio a la cúpula de la guerrilla por el delito de secuestro. En el desarme de los ejércitos ilegales hay mucha impunidad, es el costo de desmovilizar un grupo armado no derrotado.
Si una persona “de bien” comete un delito financiero y se apropia de cientos de miles de millones, el castigo judicial, si lo hay, será prisión en su lujosa casa. Si un hombre “del pueblo” comete un hurto, así sea de poco valor monetario, la pena impuesta supera en duración la del estafador de gran cuantía y debe cumplir su sentencia en una cárcel con hacinamiento y condiciones que violan todo vestigio de dignidad.
Aporofóbicos son los trinos de los dirigentes del CD diciendo (ordenando) que los indígenas no salgan de sus resguardos. Poco faltó para que dijeran que los pobres no salgan de sus barrios.
Los hasta hoy reconocidos 6.402 jóvenes asesinados y presentados como guerrilleros para que el Gobierno mostrara mejores estadísticas en la lucha antisubversiva eran todos pobres. Expresiones como “no estaban recogiendo café” avalan este proceder. Si los asesinatos no se hubieran producido entre los “pobres”, seguramente la sociedad habría reaccionado indignada, con razón, y los mecanismos de control se hubieran activado ante una cifra de víctimas muchísimo menor.
La aporofobia hace que el valor de la vida humana esté en función de la riqueza y del lugar que se ocupe en la sociedad.
Este neologismo, creado por Adela Cortina, se define como “fobia a las personas pobres o desfavorecidas”. La sociedad colombiana sufre de aporofobia, que se manifiesta con expresiones infames como llamar “desechable” a un habitante de la calle. En Cartago las personas son “gente de bien” si pertenecen a la sociedad, o “del pueblo” en caso contrario. El movimiento social muestra lo arraigada que está la aporofobia en el Gobierno. Si una persona “gente de bien” dispara un arma de fuego contra civiles en presencia de la policía nada pasa, incluso parecería que esta la protege. Si un joven lanza una piedra, acción censurable, la respuesta de la policía en muchos casos ha sido dispararle a matar o destruirle un ojo; si solo lanza un grito también le disparan, lo cual es una respuesta desproporcionada, pues la Constitución prohíbe la pena de muerte.
Los procesos de desmovilización de los paramilitares y las Farc son otro ejemplo de aporofobia. Los paramilitares eran “gente de bien”, hacendados con vecinos poderosos y pertenecientes a prestantes familias. Los guerrilleros generalmente eran campesinos no propietarios de tierras y, como se diría en Manizales, “gente del pueblo”. Ambos cometieron atroces crímenes, violaron las leyes del derecho humanitario, masacraron poblaciones, las bombardearon y secuestraron. La matanza de Tacueyó, obra de un grupo de las Farc, recuerda el fanatismo homicida de Pol Pot en Camboya; los hornos crematorios de las Auc en Norte de Santander parecen inspirados en el Holocausto perpetrado por el nazismo. La sociedad no mostró una feroz oposición a la desmovilización de las Auc, a pesar de la impunidad que conllevó; sus jefes fueron extraditados, decisión que se produjo cuando comenzaron a confesar sus vínculos con los más altos dignatarios del Gobierno. En cambio, no hay la misma aceptación a la desmovilización de las Farc. Basta recordar el resultado del plebiscito y los persistentes ataques a la JEP, a pesar de que esta jurisdicción inició el juicio a la cúpula de la guerrilla por el delito de secuestro. En el desarme de los ejércitos ilegales hay mucha impunidad, es el costo de desmovilizar un grupo armado no derrotado.
Si una persona “de bien” comete un delito financiero y se apropia de cientos de miles de millones, el castigo judicial, si lo hay, será prisión en su lujosa casa. Si un hombre “del pueblo” comete un hurto, así sea de poco valor monetario, la pena impuesta supera en duración la del estafador de gran cuantía y debe cumplir su sentencia en una cárcel con hacinamiento y condiciones que violan todo vestigio de dignidad.
Aporofóbicos son los trinos de los dirigentes del CD diciendo (ordenando) que los indígenas no salgan de sus resguardos. Poco faltó para que dijeran que los pobres no salgan de sus barrios.
Los hasta hoy reconocidos 6.402 jóvenes asesinados y presentados como guerrilleros para que el Gobierno mostrara mejores estadísticas en la lucha antisubversiva eran todos pobres. Expresiones como “no estaban recogiendo café” avalan este proceder. Si los asesinatos no se hubieran producido entre los “pobres”, seguramente la sociedad habría reaccionado indignada, con razón, y los mecanismos de control se hubieran activado ante una cifra de víctimas muchísimo menor.
La aporofobia hace que el valor de la vida humana esté en función de la riqueza y del lugar que se ocupe en la sociedad.