Nueva York – Ya es noticia vieja que grandes segmentos de la sociedad pasaron a estar profundamente descontentos con lo que ven como “el establishment”, especialmente la clase política. Las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia, desencadenadas por la decisión del presidente Emmanuel Macron de aumentar los impuestos al combustible en nombre de la lucha contra el cambio climático, no son más que el último ejemplo de la magnitud de esta alienación.
Hay buenos motivos para el descontento de hoy: cuatro décadas de promesas de los líderes políticos tanto de centro izquierda como de centro derecha, que abrazaron la fe neoliberal de que la globalización, la financiarización, la desregulación, la privatización y una serie de reformas relacionadas traerían aparejada una prosperidad sin precedentes, han caído en saco roto. Mientras que a una pequeña elite parece haberle ido muy bien, grandes segmentos de la población han quedado excluidos de la clase media y se han sumergido en un nuevo mundo de vulnerabilidad e inseguridad. Hasta los líderes en países con una desigualdad baja pero creciente han sentido la ira de su pueblo.
Si nos remitimos a las cifras, Francia parece estar mejor que la mayoría, pero lo que importa son las percepciones, no los números; aun en Francia, que evitó parte del extremismo de la era Reagan-Thatcher, las cosas no le están yendo bien a muchos. Cuando se bajaron los impuestos a las personas muy ricas, pero se aumentaron los impuestos a los ciudadanos comunes para poder cumplir con las demandas presupuestarias (ya sea de la lejana Bruselas como de los acaudalados financistas), no debería haber resultado una sorpresa que algunos se enojaran. El discurso de los chalecos amarillos habla de sus preocupaciones: “El gobierno habla del fin del mundo. A nosotros nos preocupa el fin de mes”.
En resumen, existe una enorme desconfianza en los gobiernos y los políticos, lo que implica que pedir sacrificios hoy a cambio de la promesa de una vida mejor mañana no será aceptado. Y esto es particularmente válido para las políticas “de goteo”: recortes impositivos para los ricos que, se supone, terminarán beneficiando a todos los demás.
Cuando yo estaba en el Banco Mundial, la primera lección en materia de reforma de políticas era que la secuencia y el ritmo importan. La promesa del Nuevo Trato Verde que hoy es defendida por los progresistas en Estados Unidos entiende muy bien estos dos elementos.
El Nuevo Trato Verde se basa en tres observaciones: primero, existen recursos inutilizados y subutilizados –especialmente talento humano- que se pueden usar de manera efectiva. Segundo, si hubiera más demanda de aquellos que tienen habilidades bajas y medias, sus salarios y niveles de vida aumentarían. Tercero, un buen medio ambiente es una parte esencial del bienestar humano, hoy y en el futuro.
Si no se enfrentan los desafíos del cambio climático hoy, le estaremos imponiendo una carga pesada a la próxima generación. Está mal que esta generación le traslade estos costos a la próxima. Es mejor trasladar deudas financieras, que de alguna manera podemos manejar, que enfrentar a nuestros hijos a un desastre ambiental posiblemente inmanejable.
Hace casi 90 años, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt respondió a la Gran Depresión con su Nuevo Trato, un paquete audaz de reformas que afectó casi todos los aspectos de la economía norteamericana. Pero lo que se está invocando hoy es algo más que el simbolismo del Nuevo Trato. Es su objetivo inspirador: lograr que la gente vuelva a tener trabajo, como lo hizo FDR para Estados Unidos, con el desempleo devastador de aquel momento. En aquel entonces, eso significó inversiones en electrificación rural, caminos y represas.
Los economistas han debatido cuán efectivo fue el Nuevo Trato —su inversión probablemente fue demasiado baja y no lo suficientemente sostenida como para generar el tipo de recuperación que necesitaba la economía—. De todos modos, dejó un legado sostenido al transformar el país en un momento crucial.
Lo mismo para un Nuevo Trato Verde: puede ofrecer transporte público, vincular a la gente con los empleos y readaptar la economía para enfrentar el desafío del cambio climático. Al mismo tiempo, estas inversiones por sí mismas crearán empleos.
Desde hace mucho tiempo que se reconoce que la descarbonización, si se la realiza de manera correcta, sería un gran generador de empleo, en tanto la economía se prepara para un mundo con energía renovable. Por supuesto, algunos empleos —por ejemplo, los de los 53.000 mineros de carbón en Estados Unidos— se perderán y hacen falta programas para volver a capacitar a esos trabajadores para otros empleos. Volvamos al mismo punto: la secuencia y el ritmo importan. Habría tenido más sentido empezar por crear nuevos empleos antes de que se destruyeran los viejos, garantizar que se gravaran las ganancias de las compañías petroleras y de carbón, y que se eliminaran los subsidios ocultos que reciben, antes de pedirles a los conductores que apenas salvan las necesidades que desembolsen más.
El Nuevo Trato Verde transmite un mensaje positivo de lo que el gobierno puede hacer, para esta generación de ciudadanos y la próxima. Puede ofrecer hoy lo que más necesitan los que sufren hoy —buenos empleos—. Y puede ofrecer las protecciones del cambio climático que se necesitan para el futuro.
El Nuevo Trato Verde tendrá que ser ampliado, y esto es especialmente válido en países como Estados Unidos donde muchos ciudadanos comunes carecen de acceso a una buena educación, a una atención médica adecuada o a una vivienda digna.
El movimiento popular detrás del Nuevo Trato Verde ofrece una luz de esperanza al establishment maltrecho: deberían adoptarlo, desarrollarlo y transformarlo en parte de la agenda progresista. Necesitamos algo positivo que nos salve de la ola desagradable de populismo, nativismo y protofascismo que está arrasando al mundo.
* Ganador del Premio Nobel en Ciencias Económicas en 2001. Su libro más reciente es Globalization and its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.
(c) Project Syndicate 1995–2019
Nueva York – Ya es noticia vieja que grandes segmentos de la sociedad pasaron a estar profundamente descontentos con lo que ven como “el establishment”, especialmente la clase política. Las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia, desencadenadas por la decisión del presidente Emmanuel Macron de aumentar los impuestos al combustible en nombre de la lucha contra el cambio climático, no son más que el último ejemplo de la magnitud de esta alienación.
Hay buenos motivos para el descontento de hoy: cuatro décadas de promesas de los líderes políticos tanto de centro izquierda como de centro derecha, que abrazaron la fe neoliberal de que la globalización, la financiarización, la desregulación, la privatización y una serie de reformas relacionadas traerían aparejada una prosperidad sin precedentes, han caído en saco roto. Mientras que a una pequeña elite parece haberle ido muy bien, grandes segmentos de la población han quedado excluidos de la clase media y se han sumergido en un nuevo mundo de vulnerabilidad e inseguridad. Hasta los líderes en países con una desigualdad baja pero creciente han sentido la ira de su pueblo.
Si nos remitimos a las cifras, Francia parece estar mejor que la mayoría, pero lo que importa son las percepciones, no los números; aun en Francia, que evitó parte del extremismo de la era Reagan-Thatcher, las cosas no le están yendo bien a muchos. Cuando se bajaron los impuestos a las personas muy ricas, pero se aumentaron los impuestos a los ciudadanos comunes para poder cumplir con las demandas presupuestarias (ya sea de la lejana Bruselas como de los acaudalados financistas), no debería haber resultado una sorpresa que algunos se enojaran. El discurso de los chalecos amarillos habla de sus preocupaciones: “El gobierno habla del fin del mundo. A nosotros nos preocupa el fin de mes”.
En resumen, existe una enorme desconfianza en los gobiernos y los políticos, lo que implica que pedir sacrificios hoy a cambio de la promesa de una vida mejor mañana no será aceptado. Y esto es particularmente válido para las políticas “de goteo”: recortes impositivos para los ricos que, se supone, terminarán beneficiando a todos los demás.
Cuando yo estaba en el Banco Mundial, la primera lección en materia de reforma de políticas era que la secuencia y el ritmo importan. La promesa del Nuevo Trato Verde que hoy es defendida por los progresistas en Estados Unidos entiende muy bien estos dos elementos.
El Nuevo Trato Verde se basa en tres observaciones: primero, existen recursos inutilizados y subutilizados –especialmente talento humano- que se pueden usar de manera efectiva. Segundo, si hubiera más demanda de aquellos que tienen habilidades bajas y medias, sus salarios y niveles de vida aumentarían. Tercero, un buen medio ambiente es una parte esencial del bienestar humano, hoy y en el futuro.
Si no se enfrentan los desafíos del cambio climático hoy, le estaremos imponiendo una carga pesada a la próxima generación. Está mal que esta generación le traslade estos costos a la próxima. Es mejor trasladar deudas financieras, que de alguna manera podemos manejar, que enfrentar a nuestros hijos a un desastre ambiental posiblemente inmanejable.
Hace casi 90 años, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt respondió a la Gran Depresión con su Nuevo Trato, un paquete audaz de reformas que afectó casi todos los aspectos de la economía norteamericana. Pero lo que se está invocando hoy es algo más que el simbolismo del Nuevo Trato. Es su objetivo inspirador: lograr que la gente vuelva a tener trabajo, como lo hizo FDR para Estados Unidos, con el desempleo devastador de aquel momento. En aquel entonces, eso significó inversiones en electrificación rural, caminos y represas.
Los economistas han debatido cuán efectivo fue el Nuevo Trato —su inversión probablemente fue demasiado baja y no lo suficientemente sostenida como para generar el tipo de recuperación que necesitaba la economía—. De todos modos, dejó un legado sostenido al transformar el país en un momento crucial.
Lo mismo para un Nuevo Trato Verde: puede ofrecer transporte público, vincular a la gente con los empleos y readaptar la economía para enfrentar el desafío del cambio climático. Al mismo tiempo, estas inversiones por sí mismas crearán empleos.
Desde hace mucho tiempo que se reconoce que la descarbonización, si se la realiza de manera correcta, sería un gran generador de empleo, en tanto la economía se prepara para un mundo con energía renovable. Por supuesto, algunos empleos —por ejemplo, los de los 53.000 mineros de carbón en Estados Unidos— se perderán y hacen falta programas para volver a capacitar a esos trabajadores para otros empleos. Volvamos al mismo punto: la secuencia y el ritmo importan. Habría tenido más sentido empezar por crear nuevos empleos antes de que se destruyeran los viejos, garantizar que se gravaran las ganancias de las compañías petroleras y de carbón, y que se eliminaran los subsidios ocultos que reciben, antes de pedirles a los conductores que apenas salvan las necesidades que desembolsen más.
El Nuevo Trato Verde transmite un mensaje positivo de lo que el gobierno puede hacer, para esta generación de ciudadanos y la próxima. Puede ofrecer hoy lo que más necesitan los que sufren hoy —buenos empleos—. Y puede ofrecer las protecciones del cambio climático que se necesitan para el futuro.
El Nuevo Trato Verde tendrá que ser ampliado, y esto es especialmente válido en países como Estados Unidos donde muchos ciudadanos comunes carecen de acceso a una buena educación, a una atención médica adecuada o a una vivienda digna.
El movimiento popular detrás del Nuevo Trato Verde ofrece una luz de esperanza al establishment maltrecho: deberían adoptarlo, desarrollarlo y transformarlo en parte de la agenda progresista. Necesitamos algo positivo que nos salve de la ola desagradable de populismo, nativismo y protofascismo que está arrasando al mundo.
* Ganador del Premio Nobel en Ciencias Económicas en 2001. Su libro más reciente es Globalization and its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.
(c) Project Syndicate 1995–2019