Pero eso no ocurrió. ¿Cómo fue que Hansen y otros se equivocaron tanto? Igual que algunos defensores modernos de la idea del estancamiento secular, tuvieron profundas falencias en el análisis micro y macroeconómico subyacente; sobre todo, en el análisis de las causas de la Gran Depresión.
Como Bruce Greenwald y yo (con coautores) hemos sostenido, el alto crecimiento de la productividad agrícola (combinado con una alta producción global) provocó una caída de precios de las cosechas, que en algunos casos llegó al 75% (sólo en los tres primeros años de la Gran Depresión). Los ingresos del principal sector económico del país cayeron a cerca de la mitad. La crisis en la agricultura llevó a una menor demanda urbana de bienes y con ello, a una desaceleración generalizada de la economía.
La Segunda Guerra Mundial no sólo proveyó un estímulo fiscal; también produjo una transformación estructural, ya que el esfuerzo bélico movilizó a grandes cantidades de personas de las áreas rurales a los centros urbanos y las entrenó en las habilidades necesarias para una economía industrial, en un proceso que continuó con la Ley para la Readaptación de Combatientes (la “G. I. bill”). Además, la guerra se financió en un modo que dejó a las familias en buena situación financiera y con demanda contenida para cuando retornara la paz.
La economía de los años previos a la crisis de 2008 se caracterizó por una transformación estructural análoga (ya no de la agricultura a la industria, sino de un modelo de crecimiento basado en la industria a otro basado en servicios) combinada con la necesidad de adaptarse a la globalización. Pero esta vez, la mala gestión del sector financiero había dejado a las familias enormemente endeudadas. A diferencia de lo ocurrido al final de la Segunda Guerra Mundial, ahora había motivos para preocuparse.
Como Summers bien sabe, el 29 de noviembre de 2008 publiqué en el New York Times un artículo muy citado, con el título “Una respuesta de un billón de dólares”, en el que pedí un paquete de estímulo mucho mayor al que finalmente propuso el presidente Barack Obama. Y eso fue en noviembre.
En enero y febrero de 2009, ya era evidente que la desaceleración era mayor y que se necesitaba un estímulo más grande. En aquel artículo en el New York Times, y luego con más detalles en mi libro Freefall, señalé que el volumen del estímulo necesario dependería tanto de su diseño cuanto de las condiciones económicas. Si no era posible inducir a los bancos a restaurar el crédito, o si los estados recortaban el gasto, se necesitaría un estímulo mayor.
De hecho, defendí públicamente vincular el volumen del estímulo con esas variables, para crear un estabilizador automático. Finalmente los bancos no se vieron obligados a ampliar el crédito a pequeñas y medianas empresas, y lo redujeron drásticamente. Los estados también recortaron el gasto. Obviamente, el monto en dólares tendría que ser todavía mayor si el paquete de estímulo estaba mal diseñado y una parte sustancial se desperdiciaba en (menos eficientes) rebajas impositivas. Que es lo que sucedió.
Pero debería ser evidente que no hay nada natural o inevitable referido al estancamiento secular en el nivel de demanda agregada con tipos de interés nulos. En 2008, la demanda también estaba deprimida por los enormes aumentos de la desigualdad ocurridos a lo largo del cuarto de siglo precedente. Un proceso de globalización y financierización mal manejado, sumado a rebajas impositivas para los ricos (entre ellas la rebaja del impuesto a las plusvalías –con beneficios concentrados en la cima de la pirámide– durante los gobiernos de Clinton y Bush) fueron importantes aceleradores de la concentración de ingresos y riqueza.
Una inadecuada regulación financiera dejó a la población estadounidense vulnerable a conductas bancarias predatorias y cargada de enormes deudas. De modo que había otros modos de aumentar la demanda agregada, además de un estímulo fiscal: hacer más por incentivar el crédito, por ayudar a los dueños de inmuebles, por reestructurar las deudas hipotecarias y por remediar las desigualdades existentes.
Todas las políticas se conciben y aprueban en contextos de incertidumbre. Pero algunas cosas son más predecibles que otras. Como Summers también sabe muy bien, cuando en 2002 Peter Orszag (futuro director de la Oficina de Administración y Presupuesto al principio de la primera presidencia de Obama) y yo analizamos los riesgos de la Asociación Federal Nacional Hipotecaria (Fannie Mae), dijimos que sus prácticas de otorgamiento de crédito hipotecario en ese momento eran seguras. No dijimos que serían seguras sin importar lo que hiciera.
Y lo que Fannie Mae hizo unos años después importó mucho. Cambió sus prácticas de otorgamiento de crédito por otras más parecidas a las del sector privado, con consecuencias predecibles. (Incluso entonces, a pesar de las acusaciones absurdas de la derecha a Fannie Mae y al otro organismo hipotecario con patrocinio estatal, Freddie Mac, la causa subyacente de la crisis financiera fue el crédito del sector privado, especialmente el de los grandes bancos.)
Pero lo que era predecible y fue predicho era la forma en que los instrumentos financieros derivados subregulados podían agravar la crisis. La Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera señaló directamente al mercado de derivados como uno de los tres factores centrales detrás de lo sucedido a fines de 2008 y 2009. Antes, durante la presidencia de Bill Clinton, habíamos analizado los riesgos de la proliferación de estos peligrosos productos financieros. Se los debió controlar, pero la Ley de Modernización de Futuros (2000) impidió la regulación de los derivados.
No hay razón por la que los economistas deban estar de acuerdo respecto de lo que es políticamente posible. En lo que pueden y deben estar de acuerdo es en lo que habría sucedido si…
Y los datos esenciales son estos: la recuperación habría sido más firme si hubiéramos tenido un paquete de estímulo mayor y mejor diseñado. La demanda agregada habría sido más fuerte si hubiéramos hecho más por resolver la desigualdad y no hubiéramos aplicado políticas que la incrementaron. Y el sector financiero habría sido más estable si lo hubiéramos regulado mejor.
Estas son las enseñanzas que debemos tener presentes mientras nos preparamos para la siguiente desaceleración económica.
Pero eso no ocurrió. ¿Cómo fue que Hansen y otros se equivocaron tanto? Igual que algunos defensores modernos de la idea del estancamiento secular, tuvieron profundas falencias en el análisis micro y macroeconómico subyacente; sobre todo, en el análisis de las causas de la Gran Depresión.
Como Bruce Greenwald y yo (con coautores) hemos sostenido, el alto crecimiento de la productividad agrícola (combinado con una alta producción global) provocó una caída de precios de las cosechas, que en algunos casos llegó al 75% (sólo en los tres primeros años de la Gran Depresión). Los ingresos del principal sector económico del país cayeron a cerca de la mitad. La crisis en la agricultura llevó a una menor demanda urbana de bienes y con ello, a una desaceleración generalizada de la economía.
La Segunda Guerra Mundial no sólo proveyó un estímulo fiscal; también produjo una transformación estructural, ya que el esfuerzo bélico movilizó a grandes cantidades de personas de las áreas rurales a los centros urbanos y las entrenó en las habilidades necesarias para una economía industrial, en un proceso que continuó con la Ley para la Readaptación de Combatientes (la “G. I. bill”). Además, la guerra se financió en un modo que dejó a las familias en buena situación financiera y con demanda contenida para cuando retornara la paz.
La economía de los años previos a la crisis de 2008 se caracterizó por una transformación estructural análoga (ya no de la agricultura a la industria, sino de un modelo de crecimiento basado en la industria a otro basado en servicios) combinada con la necesidad de adaptarse a la globalización. Pero esta vez, la mala gestión del sector financiero había dejado a las familias enormemente endeudadas. A diferencia de lo ocurrido al final de la Segunda Guerra Mundial, ahora había motivos para preocuparse.
Como Summers bien sabe, el 29 de noviembre de 2008 publiqué en el New York Times un artículo muy citado, con el título “Una respuesta de un billón de dólares”, en el que pedí un paquete de estímulo mucho mayor al que finalmente propuso el presidente Barack Obama. Y eso fue en noviembre.
En enero y febrero de 2009, ya era evidente que la desaceleración era mayor y que se necesitaba un estímulo más grande. En aquel artículo en el New York Times, y luego con más detalles en mi libro Freefall, señalé que el volumen del estímulo necesario dependería tanto de su diseño cuanto de las condiciones económicas. Si no era posible inducir a los bancos a restaurar el crédito, o si los estados recortaban el gasto, se necesitaría un estímulo mayor.
De hecho, defendí públicamente vincular el volumen del estímulo con esas variables, para crear un estabilizador automático. Finalmente los bancos no se vieron obligados a ampliar el crédito a pequeñas y medianas empresas, y lo redujeron drásticamente. Los estados también recortaron el gasto. Obviamente, el monto en dólares tendría que ser todavía mayor si el paquete de estímulo estaba mal diseñado y una parte sustancial se desperdiciaba en (menos eficientes) rebajas impositivas. Que es lo que sucedió.
Pero debería ser evidente que no hay nada natural o inevitable referido al estancamiento secular en el nivel de demanda agregada con tipos de interés nulos. En 2008, la demanda también estaba deprimida por los enormes aumentos de la desigualdad ocurridos a lo largo del cuarto de siglo precedente. Un proceso de globalización y financierización mal manejado, sumado a rebajas impositivas para los ricos (entre ellas la rebaja del impuesto a las plusvalías –con beneficios concentrados en la cima de la pirámide– durante los gobiernos de Clinton y Bush) fueron importantes aceleradores de la concentración de ingresos y riqueza.
Una inadecuada regulación financiera dejó a la población estadounidense vulnerable a conductas bancarias predatorias y cargada de enormes deudas. De modo que había otros modos de aumentar la demanda agregada, además de un estímulo fiscal: hacer más por incentivar el crédito, por ayudar a los dueños de inmuebles, por reestructurar las deudas hipotecarias y por remediar las desigualdades existentes.
Todas las políticas se conciben y aprueban en contextos de incertidumbre. Pero algunas cosas son más predecibles que otras. Como Summers también sabe muy bien, cuando en 2002 Peter Orszag (futuro director de la Oficina de Administración y Presupuesto al principio de la primera presidencia de Obama) y yo analizamos los riesgos de la Asociación Federal Nacional Hipotecaria (Fannie Mae), dijimos que sus prácticas de otorgamiento de crédito hipotecario en ese momento eran seguras. No dijimos que serían seguras sin importar lo que hiciera.
Y lo que Fannie Mae hizo unos años después importó mucho. Cambió sus prácticas de otorgamiento de crédito por otras más parecidas a las del sector privado, con consecuencias predecibles. (Incluso entonces, a pesar de las acusaciones absurdas de la derecha a Fannie Mae y al otro organismo hipotecario con patrocinio estatal, Freddie Mac, la causa subyacente de la crisis financiera fue el crédito del sector privado, especialmente el de los grandes bancos.)
Pero lo que era predecible y fue predicho era la forma en que los instrumentos financieros derivados subregulados podían agravar la crisis. La Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera señaló directamente al mercado de derivados como uno de los tres factores centrales detrás de lo sucedido a fines de 2008 y 2009. Antes, durante la presidencia de Bill Clinton, habíamos analizado los riesgos de la proliferación de estos peligrosos productos financieros. Se los debió controlar, pero la Ley de Modernización de Futuros (2000) impidió la regulación de los derivados.
No hay razón por la que los economistas deban estar de acuerdo respecto de lo que es políticamente posible. En lo que pueden y deben estar de acuerdo es en lo que habría sucedido si…
Y los datos esenciales son estos: la recuperación habría sido más firme si hubiéramos tenido un paquete de estímulo mayor y mejor diseñado. La demanda agregada habría sido más fuerte si hubiéramos hecho más por resolver la desigualdad y no hubiéramos aplicado políticas que la incrementaron. Y el sector financiero habría sido más estable si lo hubiéramos regulado mejor.
Estas son las enseñanzas que debemos tener presentes mientras nos preparamos para la siguiente desaceleración económica.