A estas alturas, ya cumplidos los primeros dos años de gobierno, el país ha aprendido a distinguir entre el Petro de la máscara y el Petro de la realidad.
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A estas alturas, ya cumplidos los primeros dos años de gobierno, el país ha aprendido a distinguir entre el Petro de la máscara y el Petro de la realidad.
El primero es conciliador, tolerante y abierto al diálogo; propone acuerdos con rivales y promete trabajar unidos en aras de lograr alianzas y consensos. El segundo es el que al día siguiente de esas declaraciones insulta a sus rivales, lanza discursos incendiarios en plazas públicas, llama corrupto y nazi al que piensa distinto y no vacila en atacar a la prensa, al Congreso, a los empresarios, a los transportadores o a cualquier otro grupo que esa semana sea el blanco de su encono.
En este gobierno, el discurso va por un lado y los hechos van por otro. El presidente que al comienzo parecía dispuesto a trabajar con representantes de otros sectores políticos, y donde la preparación y la competencia laboral parecían ser los requisitos para ocupar un cargo importante, ya nos ha demostrado, demasiadas veces, que esa postura no era auténtica y que el único requisito que cuenta es la obediencia y la afinidad ideológica.
El presidente de la máscara se muestra abierto a la crítica y defiende la libertad de expresión, pero cuando el público, frustrado ante la falta de resultados de su mandato grita en un estadio “¡Fuera Petro!”, el presidente de la realidad los tilda de “asesinos”. Y cuando uno de sus colaboradores, el pastor cristiano Alfredo Saade, se queja de “exceso de democracia” y propone cerrar el Congreso y también las redes sociales para prohibir opiniones incómodas, lo que bastaría para que un auténtico demócrata se distanciara para siempre de ese colega, el verdadero Petro no lo hace. Y eso lo dice todo.
El presidente de la máscara opina a diario sobre temas internacionales y siempre a favor de la democracia y los derechos humanos. Condena los crímenes de Netanyahu, que son inaceptables, y rompe relaciones con Israel. Pero el presidente parece selectivo en sus condenas: no rechaza el ataque del 7 de octubre, ni repudia la invasión de Rusia a Ucrania, y en vez de denunciar el fraude electoral en Venezuela y llamar a Maduro un dictador, el Petro de la realidad se muestra solidario con el vecino y guarda un silencio cómplice que le ayuda a la tiranía.
El presidente de la máscara apoya el feminismo, echa discursos sobre la igualdad de género y tuerce el lenguaje para mostrarse partidario de la inclusión. Pero el presidente verdadero, cuando puede hacer algo concreto a favor de la causa, cuando surgen graves acusaciones contra su embajador Armando Benedetti, quien presuntamente agrede a su esposa delante de sus hijos y la amenaza con un cuchillo, no lo despide y lo mantiene viviendo como un rey en Italia, costeado con el bolsillo de todos los colombianos.
El presidente de la máscara respeta y pondera a las Fuerzas Armadas. El de la realidad es incapaz de llegar a tiempo al desfile militar más importante de la nación, el del 20 de julio, día de la Independencia, y aparece con tres horas de retraso. Y en una ceremonia de transmisión de mando, cuando se cuadra ante él el general que será el nuevo jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Militares, el Petro más sincero ni siquiera se levanta de su silla para el saludo protocolario.
El presidente de la máscara promete pacificar al país y anuncia, con bombos y platillos, su política de la Paz Total. El de la realidad no reacciona cuando el orden público se deteriora, el departamento del Cauca es asediado por grupos armados ilegales y el secuestro aumenta a nivel nacional en más de un 70 %.
El presidente de la máscara se compromete a reformar la salud de su pueblo, pero cuando el programa piloto de salud con los maestros fracasa sin matices, el presidente de la realidad los abandona a su suerte y culpa a otros del fracaso. El primero es implacable con la corrupción. El segundo preside sobre un gobierno con escándalos diarios de corrupción.
Los ejemplos abundan. El espacio no. Lo cierto es que esta dicotomía es alarmante, porque el presidente se cree lo que dice cuando tiene puesta la máscara, pero no se percata cuando esta se cae y aparece el de la realidad. O ya no le importa. La verdad es que antes aparentaba más. Petro usaba la máscara con más frecuencia. Pero hoy la usa menos, y, por lo visto, le fastidia tener que buscarla para hacer la farsa, como hizo con el general de la República, con quien ni siquiera se molestó en ponerse de pie. Pero esto, claro está, era predecible. Con el paso del tiempo la cara y la máscara se vuelven una sola. O, como dijo Marguerite Yourcenar: “A la larga la máscara se convierte en rostro”.