La crisis en Venezuela ha puesto en claro algo que sucede con frecuencia, y es algo que muchos de la derecha y muchos de la izquierda comparten: el desprecio por la democracia.
No es un sistema fuerte, se quejan en la derecha. Es caótico, incapaz de poner orden en la nación o proteger a la ciudadanía, y aun menos defender al Estado. Al ser una sociedad abierta, es vulnerable a la perversa utilización de sus ventajas de parte de sus enemigos, y por eso los subversivos manipulan a los medios, los inmigrantes se cuelan por las fronteras, las cárceles resultan porosas y la seguridad se deteriora. Tanta libertad es peligrosa y hasta suicida. Por eso muchos apoyan a Trump y Bukele, que prometen autoridad y orden.
Por su lado, en la izquierda se quejan de su inexistencia: la democracia es mentira, dicen. El pueblo no tiene el poder. Lo tienen los grupos económicos, los imperios, los jefes políticos y los dueños de los medios de producción.
Como digo, la crisis en Venezuela ha puesto en evidencia ambas teorías. Sorprende que los defensores del gobierno elogien la dictadura de Maduro. Tiene un sistema electoral mejor que el nuestro, dijo una, y otro preguntó, mordaz, si hay elecciones en dictaduras (respuesta: sí las hay. En todas. Y en todas son una farsa). Y sorprende que critiquen el sistema que les permitió llegar al poder. Por afinidad ideológica, y una cautela que no han tenido en otras ocasiones, son reacios a llamar las cosas por su nombre: Maduro es un déspota y su régimen una tiranía.
Para rematar, defender la democracia parece políticamente incorrecto. No es cool. Lo audaz y loable es despreciarla. ¿Democracia aquí?, se burlan. Y como prueba enumeran todas las atrocidades que han ocurrido, desde las masacres hasta los 6.402 falsos positivos.
Pienso distinto. Defender nuestro sistema no es ignorar sus defectos ni olvidar las tragedias, empezando con los desaparecidos del Palacio de Justicia, el exterminio de un partido político completo, cuatro candidatos asesinados en una sola elección y demasiado más. Es admitir que, mal que bien, la prensa es independiente, las cortes actúan, la división de poderes existe y los contrapesos funcionan. Y si creen que todo eso es caos o mentira, pregúntese cuánto darían, en muchos países, por tener lo que aquí se desprecia. Empezando con Venezuela. En Colombia la guerrilla se neutralizó al incorporarse en el sistema, una mujer gay fue elegida alcaldesa y la oposición ganó las elecciones sin disparar un solo tiro. En Venezuela la oposición es acosada y reprimida. El régimen persigue a la disidencia y le señala los límites de la libertad de expresión con bolillazos.
Cuando oigo a alguien despreciar nuestra democracia, una de las más antiguas y estables del continente, evoco una sola cosa: un hospital militar. Sé que las FF. AA. han cometido horrores en Colombia y la alianza de varios comandantes con el paramilitarismo es una mancha imborrable, pero en esos hospitales, donde están los muchachos más pobres del país, yacen soldados heridos y mutilados de por vida, con cabestrillos y vendas ensangrentadas en los muñones. Y esa es la mayor prueba del sacrificio por garantizar la continuidad de un sistema frágil y valioso que aquí muchos desprecian con ligereza.
Como digo, pienso distinto.
Pienso que no es justo.
La crisis en Venezuela ha puesto en claro algo que sucede con frecuencia, y es algo que muchos de la derecha y muchos de la izquierda comparten: el desprecio por la democracia.
No es un sistema fuerte, se quejan en la derecha. Es caótico, incapaz de poner orden en la nación o proteger a la ciudadanía, y aun menos defender al Estado. Al ser una sociedad abierta, es vulnerable a la perversa utilización de sus ventajas de parte de sus enemigos, y por eso los subversivos manipulan a los medios, los inmigrantes se cuelan por las fronteras, las cárceles resultan porosas y la seguridad se deteriora. Tanta libertad es peligrosa y hasta suicida. Por eso muchos apoyan a Trump y Bukele, que prometen autoridad y orden.
Por su lado, en la izquierda se quejan de su inexistencia: la democracia es mentira, dicen. El pueblo no tiene el poder. Lo tienen los grupos económicos, los imperios, los jefes políticos y los dueños de los medios de producción.
Como digo, la crisis en Venezuela ha puesto en evidencia ambas teorías. Sorprende que los defensores del gobierno elogien la dictadura de Maduro. Tiene un sistema electoral mejor que el nuestro, dijo una, y otro preguntó, mordaz, si hay elecciones en dictaduras (respuesta: sí las hay. En todas. Y en todas son una farsa). Y sorprende que critiquen el sistema que les permitió llegar al poder. Por afinidad ideológica, y una cautela que no han tenido en otras ocasiones, son reacios a llamar las cosas por su nombre: Maduro es un déspota y su régimen una tiranía.
Para rematar, defender la democracia parece políticamente incorrecto. No es cool. Lo audaz y loable es despreciarla. ¿Democracia aquí?, se burlan. Y como prueba enumeran todas las atrocidades que han ocurrido, desde las masacres hasta los 6.402 falsos positivos.
Pienso distinto. Defender nuestro sistema no es ignorar sus defectos ni olvidar las tragedias, empezando con los desaparecidos del Palacio de Justicia, el exterminio de un partido político completo, cuatro candidatos asesinados en una sola elección y demasiado más. Es admitir que, mal que bien, la prensa es independiente, las cortes actúan, la división de poderes existe y los contrapesos funcionan. Y si creen que todo eso es caos o mentira, pregúntese cuánto darían, en muchos países, por tener lo que aquí se desprecia. Empezando con Venezuela. En Colombia la guerrilla se neutralizó al incorporarse en el sistema, una mujer gay fue elegida alcaldesa y la oposición ganó las elecciones sin disparar un solo tiro. En Venezuela la oposición es acosada y reprimida. El régimen persigue a la disidencia y le señala los límites de la libertad de expresión con bolillazos.
Cuando oigo a alguien despreciar nuestra democracia, una de las más antiguas y estables del continente, evoco una sola cosa: un hospital militar. Sé que las FF. AA. han cometido horrores en Colombia y la alianza de varios comandantes con el paramilitarismo es una mancha imborrable, pero en esos hospitales, donde están los muchachos más pobres del país, yacen soldados heridos y mutilados de por vida, con cabestrillos y vendas ensangrentadas en los muñones. Y esa es la mayor prueba del sacrificio por garantizar la continuidad de un sistema frágil y valioso que aquí muchos desprecian con ligereza.
Como digo, pienso distinto.
Pienso que no es justo.