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Siempre que viajo a Madrid voy un par de veces al Museo del Prado. A veces más, incluso, porque si estoy con mis hijas me gusta llevarlas al menos una tarde, haciendo un breve recorrido donde nos detenemos en máximo una docena de obras, porque sé que puedo ser exagerado en el tema y me interesa despertarles el amor por el arte y no vacunarlas en contra. Por eso procuro que las visitas sean entretenidas. Cuando eran niñas, hacíamos un juego y ellas tenían que detectar detalles en las pinturas como quien busca un tesoro, para que fueran descubriendo el arte mediante la diversión. Y ojalá, cuando sean adultas, ese amor lo tengan asimilado, y así podrán explorar ese mundo por su cuenta. Al menos esa es la intención.
En todo caso, después regreso solo al museo y puedo durar horas en las salas sin pestañear. Más de una vez me han tenido que sacar casi a la fuerza y falta poco para que un par de guardias me tengan que arrastrar de las piernas, yo protestando y clavando las uñas en el suelo lustrado, porque me quisiera quedar más tiempo todavía. Para mí visitar un museo como El Prado es una vivencia mágica, idéntica a la felicidad.
La razón es que tan pronto uno entiende que los colores en un gran cuadro emiten poesía, una poesía única e intraducible a las palabras, así como lo hace la música de un gran compositor, se descubre el sentido de la pintura. Entonces el museo se vuelve un espacio de aventura, porque uno va de sala en sala, a la caza de esa poesía que destilan los colores, sabiendo que es algo que ennoblece el alma, una poción que eleva el espíritu y que jamás se podrá poner por escrito.
No sólo eso. Pienso que el arte de verdad, aquel creado por los grandes maestros, educa el ojo. Porque cuando estás delante de un lienzo, un dibujo o un mármol, lleno de significados, te toca aguzar la vista para percibirlos. Eso requiere años de entrenamiento y de lecturas que adiestran la mirada, que brindan madurez y solidez intelectual a la apreciación, y eso te permite acercarte al fondo de la obra. Cada vez que me detengo delante de una gran pintura, me ordeno ir más allá, sumergirme más hondo, porque intuyo que ahí hay algo secreto y valioso, que justifica el esfuerzo, y debo descubrirlo. Y cuando uno lo hace, o cree que lo hace, el placer es mucho más profundo y duradero.
Por eso repudio la nueva moda de protestar atacando estas joyas, por noble que sea la causa. Para mí eso es un pecado. Porque mi actitud es la contraria: me acerco a las grandes pinturas con auténtica gratitud hacia todos esos creadores, porque sé lo que sacrificaron por ofrecernos esos prodigios. Y también sé que es un milagro que existan esas obras, que se puedan contemplar, que hayan sorteado los azares de los siglos, porque cada una ha sobrevivido la amenaza de incendios, terremotos, guerras, saqueos, inundaciones y toda suerte de peligros y accidentes. De modo que es un privilegio pararte frente a esas piezas tan sublimes, y por eso uno las debe admirar, en mi opinión, con humildad y reverencia.
Entonces que este sea el momento de darles las gracias a los museos. En particular al Prado. Mi padre siempre decía que desde el punto de vista de la pintura, éste es el mejor museo del mundo. Y cada vez que voy sonrío para mis adentros, porque confirmo que él tenía toda la razón.